Homilía del Domingo XVI del Tiempo Ordinario – Ciclo B (19 de julio de 2009)
17 julio de 2009 En la primera Lectura de este domingo escuchamos cómo el Señor por boca de Jeremías se queja de los pastores que un día puso al frente de su pueblo. Se les encargó que guardasen las ovejas en la comunión. Pero el Señor se duele de ver su rebaño disperso por la falta de atención de aquellos a los que se lo encomendó. Y, entonces, anuncia por boca del Profeta: «Yo mismo reuniré el resto de mis ovejas de todos los países. Les pondré pastores que las pastoreen, y ninguna se perderá. Mirad que llegan días en que suscitaré un vástago legítimo del tronco de David. Reinará como rey prudente, hará justicia y derecho en la tierra… Y lo llamarán con este nombre: el-Señor-nuestra-justicia».
El Evangelio nos quiere hoy mostrar cómo este oráculo del profeta antiguo se ha cumplido en Cristo. Él es Dios en persona, el Verbo hecho carne. Ha venido a reunir lo que estaba disperso, a salvar lo que estaba perdido. No sólo eso, ha elegido discípulos y los ha nombrado apóstoles para trabajar con Él en la convocatoria y reunión de su pueblo, diseminado por doquier…
El domingo pasado escuchamos cómo los envió a la misión “de dos en dos”. Hoy vuelven contentos, nerviosos, entusiasmados, deseosos de contar al Señor lo que habían hecho y enseñado. Pero el Señor los apacigua: «Vayamos nosotros solos a un sitio tranquilo». Aquella era como la primera revisión pastoral, y el Señor quería aprovechar la experiencia joven para darles criterio. Porque es que «eran tantos los que iban y venían, que no encontraban tiempo ni para comer». Y, así, lo primero que hizo el Señor fue sacarlos del barullo, del agobio y de la acción. Y se los llevó en barca, para que nadie los pudiera seguir. Se apartó con ellos «a un sitio tranquilo»: Era su primera lección. Quería inducir, en su aliento fresco y entusiasmado, el criterio fundamental para ser eficaces en la pastoral. De manera que, primero, ¡los paró!
Y es que es éste, precisamente, el primer peligro que muchas veces acecha al pastor, inutilizando su esfuerzo y haciendo estéril su entrega. Porque su misión no es sólo inventar más y más proyectos y empujar. Sino, sobre todo, saber tranquilizar y entrar hacia adentro, en profundidad, en medio de tanto ruido, de tanto activismo y de tanta prisa superficial. Justo porque su misión es: congregar frente a toda dispersión; reconciliar al hombre consigo mismo y con el Señor; a las personas concretas entre sí y en la comunión. Y eso no se puede hacer con prisas y a mogollón. Nuestro género moderno de vida y ocupación dispersa a la gente. Es el resultado del esfuerzo rápido y eficaz en una sociedad cada vez más competitiva. Es el agobio que engendra la preocupación por lograr lo inmediato, sin pararse a sopesar su verdadero y justo valor. Las familias se disgregan por atender y satisfacer las múltiples necesidades inducidas «desde fuera», más que exigidas por su propia naturaleza. Los jóvenes se disipan arrastrados por la fuerza intensa de sus propias apetencias, sin lograr el dominio necesario para una madurez de integración personal. Sin embargo, aquello de lo que el hombre ha de vivir, no está en lo inmediato por disfrutar, ni está en lo primero que reclama la atención de los sentidos, sino más bien en el fondo y en miras más altas. Esas que sólo se encuentran dentro, muy dentro del corazón. Pero las prisas lo ahogan y los ruidos lo aturden. Y no se escucha; y no se aprecia. No se atina a descubrir ese Reino que está tan cerca, tan dentro de cada uno: en esa íntima intimidad donde, al decir de S. Agustín, es el lugar en el que Dios habita. Y así perdemos el centro, el peso de gravedad que estructura a la persona y hace la unidad.
No, la pastoral no se puede realizar con prisas y con bulla. No se puede acometer con serenidad esa comunión profunda y sencilla con el Señor, en medio del torbellino desencadenado por el activismo y la multiplicación de «objetivos» y planificaciones siempre por rediseñar. Acecha, además, el peligro de creer en nuestros propios proyectos y estrategias, olvidando que es obra, ante todo, del Espíritu de Dios: que sopla donde quiere, donde menos uno se piensa, sin que nadie atine a saber de dónde viene, ni por dónde quiere llevar… Acecha la tentación del desencanto y el desengaño, por no cumplirse lo previsto. Sin caer en la cuenta de que el resultado sólo lo conoce Dios. Por eso, hay que habituarse a soltar amarras e irse con Jesús en la barca, a ese lugar sereno y tranquilo donde recuperar las fuerzas, el tesón, la esperanza y la ilusión.
Con todo, lo primero es el amor y la preocupación de Dios. Y, cuando Jesús llega al sitio, buscando la soledad, se encuentra con la multitud. Y le da lástima de ellos «porque andan como ovejas sin pastor». Y, entonces, cambia su programa y se pone a enseñarles con calma. Era su segunda lección: no hacer las cosas del Reino con prisas, que es el estilo del mundo, pero no el estilo de Dios.
Por eso, en la segunda Lectura es el apóstol quien insiste en decir que Jesús «vino y trajo la noticia de la paz: paz a los de lejos; paz también a los de cerca. Para que unos y otros podamos acercarnos al Padre con un mismo Espíritu». Pero el Espíritu está en lo hondo, en lo profundo que es su lugar. Y, por eso, el Señor lo hace sin ruido, con calma y en sitio tranquilo. Y es que, como dice hoy el Salmo: «El Señor es nuestro pastor».
Manuel Carmona García, Delegado Episcopal de Liturgia