Una sana provocación
12 noviembre de 2022Cualquiera que lea el evangelio e intente vivirlo se sentirá interpelado por los pobres y por la pobreza. Cualquiera que quiera seguir al Señor Jesús se sabrá zarandeado por la opción por los indigentes de quien, «siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza» (2 Co 8,9). Como indica el papa Francisco, la Jornada Mundial de los Pobres –que celebramos el domingo 13 de noviembre– ofrece “una sana provocación para ayudarnos a reflexionar sobre nuestro estilo de vida y sobre tantas pobrezas del momento presente”.
En este texto quiero detenerme en un aspecto sugerente y paradójico que destaca el Mensaje del Santo Padre para esta VI Jornada. Allí leemos que hay una pobreza que mata y, a la vez, una pobreza que da vida. Nuestro Señor Jesucristo conoció ambas, denunció la primera y abrazó la segunda. “El mensaje de Jesús nos muestra el camino y nos hace descubrir que hay una pobreza que humilla y mata, y hay otra pobreza, la suya, que nos libera y nos hace felices” (Mensaje, n. 8). Encontramos aquí “la gran paradoja de la vida de fe: la pobreza de Cristo nos hace ricos. […] Si Él se hizo pobre por nosotros, entonces nuestra misma vida se ilumina y se transforma, y adquiere un valor que el mundo no conoce ni puede dar. La riqueza de Jesús es su amor, que no se cierra a nadie y va al encuentro de todos, especialmente de los que son marginados y privados de lo necesario” (Mensaje, n. 9).
La pobreza que mata
“La pobreza que mata es la miseria, hija de la injusticia, la explotación, la violencia y la injusta distribución de los recursos. Es una pobreza desesperada, sin futuro, porque la impone la cultura del descarte que no ofrece perspectivas ni salidas. Es la miseria que, mientras constriñe a la condición de extrema pobreza, también afecta la dimensión espiritual que, aunque a menudo sea descuidada, no por esto no existe o no cuenta” (Mensaje, n. 9).
Ya en su primer escrito programático, la exhortación apostólica Evangelii Gaudium, el Santo Padre denunció que, “así como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y la inequidad». Esa economía mata. […] No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad” (EG 53). En la encíclica Laudato Si’, el Sucesor de Pedro se hizo eco del pensamiento de los obispos de Nueva Zelanda, que “se preguntaron qué significa el mandamiento «no matarás» cuando «un veinte por ciento de la población mundial consume recursos en tal medida que roba a las naciones pobres y a las futuras generaciones lo que necesitan para sobrevivir” (LS 95). Más recientemente, en la encíclica Fratelli Tutti, leemos: “En el mundo de hoy persisten numerosas formas de injusticia, nutridas por visiones antropológicas reductivas y por un modelo económico basado en las ganancias, que no duda en explotar, descartar e incluso matar al hombre” (FT 22).
El Obispo de Roma se apoyaen afirmaciones semejantes que realizaron sus predecesores, tal como queda recogido, por ejemplo, en el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, n. 449: “La pobreza supone un dramático problema de justicia: la pobreza, en sus diversas formas y consecuencias, se caracteriza por un crecimiento desigual y no reconoce a cada pueblo «igual derecho a sentarse a la mesa del banquete común». Tal pobreza hace imposible la realización del humanismo pleno que la Iglesia auspicia y persigue, a fin de que las personas y los pueblos puedan «ser más» y vivir «en condiciones más humanas». La lucha contra la pobreza se encuentra fuertemente motivada por la opción, o amor preferencial de la Iglesia, por los pobres”.
La pobreza que libera
“La pobreza que libera, en cambio, es la que se nos presenta como una elección responsable para aligerar el lastre y centrarnos en lo esencial. De hecho, se puede encontrar fácilmente esa sensación de insatisfacción que muchos experimentan, porque sienten que les falta algo importante y van en su búsqueda como errantes sin una meta. Deseosos de encontrar lo que pueda satisfacerlos, tienen necesidad de orientarse hacia los pequeños, los débiles, los pobres para comprender finalmente aquello de lo que verdaderamente tenían necesidad. El encuentro con los pobres permite poner fin a tantas angustias y miedos inconsistentes, para llegar a lo que realmente importa en la vida y que nadie nos puede robar: el amor verdadero y gratuito. Los pobres, en realidad, antes que ser objeto de nuestra limosna, son sujetos que nos ayudan a liberarnos de las ataduras de la inquietud y la superficialidad” (Mensaje, n. 9).
La cercanía con los menesterosos nos sirve para captar esta dimensión de la pobreza. Nos llama a una austeridad generosa, alegre, libre y solidaria. “La sobriedad que se vive con libertad y conciencia es liberadora. No es menos vida, no es una baja intensidad sino todo lo contrario” (Laudato Si’, n. 223). Esta realidad y esta experiencia nos ayuda a no olvidar una verdad fundamental. No solo a no olvidarla, sino a cultivarla de manera consciente: “Los cristianos no podemos esconder que «si la música del Evangelio deja de vibrar en nuestras entrañas, habremos perdido la alegría que brota de la compasión, la ternura que nace de la confianza, la capacidad de reconciliación que encuentra su fuente en sabernos siempre perdonados‒enviados. Si la música del Evangelio deja de sonar en nuestras casas, en nuestras plazas, en los trabajos, en la política y en la economía, habremos apagado la melodía que nos desafiaba a luchar por la dignidad de todo hombre y mujer” (Fratelli Tutti, n. 277). Es preciso que cultivemos esta música del evangelio, que nos pone en contacto con la pobreza que libera.
Manos a la obra
“Frente a los pobres no se hace retórica, sino que se ponen manos a la obra y se practica la fe involucrándose directamente, sin delegar en nadie. A veces, en cambio, puede prevalecer una forma de relajación, lo que conduce a comportamientos incoherentes, como la indiferencia hacia los pobres” (Mensaje, n. 7). Sabemos, al mismo tiempo, que “no se trata de tener un comportamiento asistencialista hacia los pobres, como suele suceder; es necesario, en cambio, hacer un esfuerzo para que a nadie le falte lo necesario. No es el activismo lo que salva, sino la atención sincera y generosa que permite acercarse a un pobre como a un hermano que tiende la mano para que yo me despierte del letargo en el que he caído” (Mensaje, n. 7). Así podremos seguir el camino de Cristo, “compartiendo la vida por amor, partiendo el pan de la propia existencia con los hermanos y hermanas, empezando por los más pequeños, los que carecen de lo necesario, para que se cree la igualdad, se libere a los pobres de la miseria y a los ricos de la vanidad, ambos sin esperanza” (Mensaje, n. 9). “Que esta VI Jornada Mundial de los Pobres se convierta en una oportunidad de gracia, para hacer un examen de conciencia personal y comunitario, y preguntarnos si la pobreza de Jesucristo es nuestra fiel compañera de vida” (Mensaje, n. 9).
Fernando Chica Arellano
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA