Atrio de los gentiles: «Un Dios que siempre inquieta»

19 junio de 2018

Una de las notas claves de la jurisprudencia es que la carga de la prueba recae en la acusación, o sea que uno no tiene que demostrar que es inocente sino que, por el contrario, lo  que hay que demostrar es la culpabilidad de un individuo o una institución. A primera vista parece que la aplicación de este principio es relativamente fácil. Cuando alguien es acusado de algo se considera inocente hasta que no se demuestre su culpabilidad. Si trasladamos esto al tema que nos interesa el argumento que esgrime el increyente respecto a creyente es el siguiente: Ustedes tienen que aportar pruebas de la existencia de Dios, mientras no lo hagan habrá que mantener la existencia de Dios en suspenso. Este tipo de razonamiento está hoy muy extendido y  se debe en gran parte a la difusión de las ideas  de los grandes críticos de la religión, aquellos que Paul Ricoeur calificó como maestros de la sospecha: Marx, Nietzsche y Freud.

En el imaginario popular del ateo o del agnóstico  se tiene la idea de que estos pensadores demostraron la inexistencia de Dios. Nada más alejado de esa realidad, ninguno de ellos ofreció  argumentos en contra de la existencia de Dios.  Su ateísmo no se derivó  como conclusión de una serie de argumentos lógicos, no, ellos partieron de su cosmovisión atea e intentaron mostrar cómo se había generado el concepto de Dios, o de  los dioses, en la conciencia del hombre. Es lo que en un lenguaje más técnico se  describe como genético-crítica. La cuestión se resumiría en los siguientes términos: ¿si Dios no existe, entonces cómo se gestó la religión?.  Feuerbach, anticipándose a los maestros de la sospecha, había afirmado que no era Dios el que había  creado al hombre sino que el hombre había creado a Dios. Dios (o los dioses), no serían más que proyecciones humanas. Lo que creyeron encontrar los maestros de la sospecha  fue el mecanismo proyectivo que había actuado como resorte para que en la conciencia  de los hombres surgiera la idea de Dios. Para Marx la clave estaría en lo socio-económico,Freud resaltaría el aspecto psicológico y  Nietzsche, por su parte, pondría en la picota elresentimiento de los débiles como culpable de esa invención metafísica. Desde entonces, tópicos como “la religión es el opio del pueblo”,“dios es una sublimación de la figura del padre” o la famosa exclamación “¡Dios ha muerto!”, forman parte de una especie de mantras descontextualizados que se repiten por doquier erigiéndose en principios dogmáticos de cierta cultura estándar. Siendo esto así,  Dios en nuestro mundo secularizado  se encuentra bajo sospecha.

La realidad sin embargo es tozuda y Dios, si se me permite la broma, es más tozudo aún. No hay nada extraño en esto, a diferencia de lo que pensaban los maestros de la sospecha, la religión no surgió en un momento concreto del devenir de la humanidad, si algo ha quedado claro en la historia y la fenomenología de la religión es que el hombre es  religioso por naturaleza. Nunca existió  el arcano paraíso ateo propuesto por algún pensador. Al igual que hablamos del homo sapiens podemos hablar del homo religiosus.  Zubiri con su perspicacia característica nos mostraba esa realidad teologal del hombre, el ateísmo  existirásiempre como  opción, pero permanecerá como una opción segunda, una opción que partirá de nuestra primigenia constitución religiosa. Esto tampoco debe resultarnos tan extraño cuando vamos descubriendo a través de la propia neurología (neuroteología)  que nuestro mismo cerebro parece configurado para creer.

Volviendo a la metáfora de la jurisprudencia con la que comenzábamos este artículo, la reflexión anterior nos muestra que la carga de la prueba no está solamente el terreno del creyente. Creyentes e increyentes  debemos dar  razones de nuestras  respectiva fe , y no hablo eufemísticamente, el ateísmo no deja de ser otra expresión de la religiosidad del hombre. Y, ya de principio, diría que si estamos constituidos como oyentes de la Palabra (lo que hemos definido como naturaleza religiosa del hombre), en la  feliz  expresión de Karl Rahner,  parece bastante lógico que nos abramos a la posibilidad de esa Palabra que nos habla desde el hondón de la realidad. Alguien podrá argüirme que del hecho  de que el hombre sea religioso por naturaleza no se infiere que Dios exista, en eso le doy totalmente la razón. Al igual que le diría que tampoco de que el hombre pueda proyectar fuera de sí  la imagen de Dios se sigue que no exista. Los que insisten en mecanismos proyectivos lo único que ponen de relieve es la justificación de su propio ateísmo. Lo que sí parece  claro  es que no va  a ser fácil desembarazarse de Dios. Si como  estamos configurados para la búsqueda de lo divino, la idea de Dios siempre reaparecerá de un modo u otro en la conciencia del hombre. El Dios que muchos expulsaron  por la puerta vuelve a entrar por la ventana.

Entiendo que al ateo profeso esto le genere una especie de frustración, sus esfuerzos siempre tendrán como límite la propia naturaleza religiosa del hombre, pero también entiendo que para el creyente esto  suponga un gran reto. La cuestión última no es si Dios existe o no existe, la cuestión última es Quién o Qué es Dios. Y es aquí donde en el atrio de los gentiles, en el que se ha convertido cualquier ágora pública, debemos de dar una respuesta esperanzadora desde Cristo a ese perenne homo viator.

Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote y Profesor de Filosofía

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