La Sangre de Cristo y sus tres heridas

13 julio de 2020

El 30 de junio de 1960, san Juan XXIII escribió la carta apostólica Inde aprimis, sobre el fomento del culto a la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Había sido el papa Pío IX quien, en 1849, instituyó la fiesta litúrgica en honor de esta singular devoción, fijándola el primer domingo de julio, mientras que después san Pío X la trasladó al día 1 de julio. Por eso, este mes ha quedado asociado, en la piedad popular, al recuerdo del infinito amor de Cristo, que en la cruz derramó su bendita sangre para abrirnos las puertas del cielo. Si bien es cierto que la fiesta salió del calendario litúrgico con la reforma del Concilio Vaticano II, permanece la misa votiva, así como las Letanías promulgadas por el mismo papa Juan XXIII y la invocación “Bendita sea su Preciosísima Sangre” insertada, también en 1960, en las súplicas que se recitan después de la bendición eucarística.

Como dijo san Juan Pablo II en su carta apostólica Salvici doloris, de 1984, en Jesucristo, el sufrimiento es vencido por el amor; y su sangre ofrece un excelente símbolo de esta dinámica salvífica. Por ello, propongo a continuación unas sencillas reflexiones bíblicas en torno a tres aspectos que brotan de la Sangre de Cristo. Me apoyo en lo que dice el poeta, que bien podría aplicarse al Señor Jesús: “Con tres heridas viene: la de la vida, la del amor, la de la muerte”.

La herida de la vida. Es bien conocido un texto del Antiguo Testamento, que identifica la vida con la sangre: “La vida de la carne es la sangre” (Lev 17, 11), dando pie, en el versículo siguiente, a la prohibición de comer sangre para judíos y extranjeros residentes. La experiencia histórica de la liberación de Egipto, en la noche de Pascua, asocia también la sangre con la vida, ya que la sangre servirá de señal en las casas donde estén y, por tanto, sus habitantes quedarán libres de la muerte (cfr. Ex 12, 13). Con Jesús de Nazaret entramos ya en una nueva dimensión, a la vez más potente y más profunda, más personal y más universal. Recordemos sus palabras en la sinagoga de Cafarnaún: “Os aseguro que, si no coméis la carne y no bebéis la sangre del Hijo del Hombre, no tendréis vida en vosotros.Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día.Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida.Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6,53-56). Es muy claro, por tanto, que la sangre de Jesús se convierte en fuente de vida, de vida plena y gozosa.

La herida del amor. Sin duda, la vida de Cristo queda explicada y marcada por el amor. Al final de sus días, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1); entonces, tomó una copa de vino y les dijo: “Esta es la copa de la nueva alianza, sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros” (Lc 22, 20). Es decir, que su entrega brota del amor y, además, se orienta al amor. “Ahora, gracias al Mesías Jesús y en virtud de su sangre, los que un tiempo estabais lejos, estáis cerca.Él es nuestra paz” (Ef 2, 13-14). Dios mismo quiso que, por medio de Jesús, “todo fuera reconciliado consigo, haciendo las paces por la sangre de su cruz entre las criaturas de la tierra y las del cielo” (Col, 1, 20). Se trata, por tanto, de un amor que nos da la paz, construye la unidad, derriba los muros de separación y nos regala la salvación (aunque, para ello, tenga que derramar su sangre por la herida de su amor).

La herida de la muerte. Es el evangelista Juan el que recoge la escena de la lanzada, señalando que, del pecho abierto del Hijo de Dios crucificado, “brotó sangre y agua” (Jn 19, 34). Poco antes, es Lucas quien detalla que, durante la oración del Huerto, “le corría el sudor como gotas de sangre cayendo al suelo” (Lc 22, 44). Podemos incluso retrotraernos hasta la circuncisión, momento en el que el Señor comienza a derramar su sangre por el pueblo, detalle en el que se fijaron, por ejemplo, San Ignacio de Loyola o Santa Teresa de Jesús. Es decir, que la herida de la muerte empezó a brotar muy pronto en la vida del Salvador. Una fórmula condensada la encontramos en la Carta a los Hebreos: “Jesús, para consagrar con su sangre al pueblo, padeció fuera de las puertas de la ciudad” (Heb 13, 12). El versículo siguiente nos exhorta así: “Salgamos, pues, hacia él, fuera del campamento” (Heb 13, 13). Esa dinámica es la que constata el último libro de la Biblia, refiriéndose a los seguidores de Jesús: “Ellos lo derrotaron [al Maligno] con la sangre del Cordero y con su testimonio, porque despreciaron la vida y no temieron la muerte” (Ap, 12, 11). Si Cristo no vaciló en entregarse del todo por nosotros,si Él llegó hasta el límite para sacarnos del abismo en el que nuestro orgullo nos había postrado, nosotros hemos de corresponder a su ejemplo saliendo de nuestra desidia, dejando a un lado nuestras comodidades, implicándonos del todo cuando alguien sufra. En definitiva, compartiendo el dolor ajeno sin hipocresía ni fingimiento.

En la ya mencionada carta apostólica Inde aprimis, inspirándose en la inmensidad de la caridad de Cristo por nosotros, san Juan XXIII nos insta a imitarla, no dudando que si nuestra vida se alejara de la soberbia y el egoísmo, “¡cuánto más fraternales serían las relaciones entre los individuos, los pueblos y las naciones; cuánto más pacífica, más digna de Dios y de la naturaleza humana, creada a imagen y semejanza del Altísimo, sería la convivencia social!”. Podemos, pues, acercarnos a la Preciosa Sangre de Cristo para captar ahí las tres heridas, de la vida, del amor, de la muerte. Y pedirle: ¡Sangre de Cristo, embriáganos! De este modo se irá fortaleciendo en nosotros la certeza de que el Señor nos ha rescatado de nuestras faltas y miserias a un gran precio, a precio de su Sangre (cfr. Ap 5,9). Esto nos alentará a no banalizar nuestra vida. La llenaremos más bien de los mismos sentimientos de Jesús. Dejaremos que nuestra alma sea conquistada por su amor, un amor que no excluye a nadie, que tiene especial predilección por los menos favorecidos.

Movidos por este amor, no sucumbiremos al favoritismo, no tendremos una mirada interesada o mezquina, acogeremos a todos, no llevaremos cuentas del mal, no guardaremos rencor, saldremos sin remilgos al encuentro del prójimo. Si el Maestro nos ha amado de modo incondicional, ha tenido misericordia de nosotros e incluso se ha abajado hasta llegar a lavarnos los pies, nuestro camino ha de pasar por un ejercicio constante de solidaridad y cercanía hacia cuantos están hundidos en la amargura, la penuria, la depresión y el olvido.

Mirar a Cristo que inicia y completa nuestra fe (cfr. Heb 12,2), contemplarlo derramando su sangre por nuestros pecados, nos llevará a ofrecerle un “culto espiritual” (Rom 12,1) que abrace todos los aspectos de nuestra vida y que se manifieste en nuestros esfuerzos por contribuir a la venida de su Reino. Nos animará igualmente a edificar una sociedad fraterna, donde se respeten los derechos y libertades fundamentales del ser humano. Nos servirá de acicate para tomar la senda de la genuina conversión y no dejar que nuestra alma se petrifique. Nos conducirá a abrir el corazón a los pobres y a cuantos tienen destrozada su dignidad. Nos invitará a luchar contra la explotación de la persona, contra quienes maltratan la vida. Nos robustecerá, en fin, para consolar a quienes viven en la soledad o el abandono.

Que la Santísima Virgen María, Madre del Redentor y Madre nuestra, nos ampare con su ternura y venga en nuestro socorro para que, tras las huellas de su divino Hijo, también nosotros sepamos detenernos ante todas las cruces del hombre de hoy y dar nuestra sangre por los postergados de este mundo. En este hermoso y urgente compromiso, invoquemos asimismo a todos los santos que a lo largo de la historia fueron partícipes de los padecimientos de Jesucristo. Pidámosles humildemente que nos sostengan, que iluminen nuestra mente y den consistencia a nuestros anhelos de santidad para vivir correcta y sabiamente, como individuos y como miembros de la sociedad.

Fernando Chica Arellano
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA

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