Nuestra indiferencia los condena al olvido

3 febrero de 2022

La 63ª Campaña contra el Hambre de Manos Unidas lleva como lema “Nuestra indiferencia los condena al olvido”. Quiere ser una incisiva llamada de atención para que, como Iglesia y como ciudadanía, mantengamos en la memoria y en el compromiso el recuerdo de las personas y grupos empobrecidos. Por mi parte, me gustaría ofrecer algunas pistas para la reflexión, apoyado en dos fuentes principales: el análisis técnico de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) y el magisterio del papa Francisco.

El último informe de prospectiva de la FAO analiza los puntos del planeta en los que es más probable que se agudice una severa inseguridad alimentaria, en el período que transcurre entre febrero y mayo de 2022. En términos absolutos, los cinco países más afectados por la inseguridad alimentaria aguda son los siguientes: República Democrática del Congo (30 millones de personas, el 25% de la población), Afganistán (23 millones, 55% de la población), Nigeria (18 millones, 11%), Etiopía (17 millones, 30%) y Yemen (16 millones, 54%). Siguen, en orden decreciente, Siria, Sudán del Sur, Sudán, Haití, Níger y Somalia. En cuanto a las situaciones extremas que requieren acciones más urgentes, cuatro son los países que destacan: Etiopía, Nigeria, Sudán del Sur y Yemen, dado que buena parte de su población está al borde de la inanición y de la muerte. No puede ser que nuestra indiferencia condene al olvido a cuantos en esas regiones del orbe padecen de modo tan cruel y atroz.

En el caso de Etiopía, es particularmente significativa y preocupante la ausencia de datos actualizados. Por lo que sabemos, entre julio y septiembre de 2021, se estimaba que eran más de 400.000 las personas afectadas por la hambruna en la región de Tigray. Pero la situación parece haber empeorado, ya que el conflicto en la zona se ha agudizado, la ayuda humanitaria ha disminuido y las líneas de suministro del sector privado están cada vez menos operativas. Es un caso dramático, realmente triste y desolador. Sin embargo, parece condenado al olvido.

En Nigeria, las previsiones más graves se concentran en las regiones del noreste, afectadas por el conflicto yihadista. Se estima que, hacia el mes de junio de 2022, coincidiendo con la temporada de escasez en las cosechas, buena parte de la población de esa zona llegue al nivel de inseguridad alimentaria catastrófica. Pero no se descarta que tal situación pueda darse incluso antes. Esto incluye, por ejemplo, más de 1,74 millones de niños menores de cinco años que deberán hacer frente a una malnutrición severa; en este caso, la situación viene de la mano de un deterioro de las condiciones sanitarias (diarrea, sarampión, malaria).

No son menos preocupantes los flagelos que golpean a la población de Sudán del Sur, que padece, por tercer año consecutivo, unas inundaciones inusualmente altas y extensas (850.000 personas afectadas y 350.000 desplazadas), además de violencia e inseguridad local, junto a precios elevados en los alimentos. Más de 7 millones de personas (es decir, el 60% de la población) están afectadas por inseguridad alimentaria severa.

En cuanto al Yemen, los 16 millones de personas en situación de inseguridad alimentaria aguda suponen el 54% del total de la población. El conflicto armado ha desgarrado la vida de más de 4 millones de personas, que se han visto obligadas a abandonar sus tierras, sus casas, los lugares que habitualmente frecuentan, para marchar forzosamente a otros sitios del país. A finales de 2021 la inflación volvió a desbocarse y se produjo una nueva depreciación de la moneda local: el resultado, una vez más, es una mayor dificultad en el acceso a los alimentos y productos básicos. La situación sigue agravándose. Muchos, esto acaso no lo saben, y si lo saben, lo ven como algo lejano, insignificante. En éstas y otras desdichas, hay quien queda paralizado, insensible al dolor ajeno. Imagina que ya habrá alguien trabajando para que el problema se solucione. Ponen pretextos para implicarse, indicando que son temas demasiado complejos como para ocuparse de ellos. A menudo el egoísmo nubla la mente, produce sordera y bloquea las manos. De este modo, nuestro enquistamiento y apatía nos impiden reaccionar ante la penuria y amargura de los necesitados.

Para iluminar este y otros funestos panoramas, podemos recuperar la voz del papa Francisco, vigorosa, clara y profética. En numerosas ocasiones, el Obispo de Roma ha clamado contra la globalización de la indiferencia. Menciono solo tres ejemplos. En su primer viaje como Sucesor de Pedro a la isla de Lampedusa, en abril de 2013, dijo que la cultura del bienestar lleva a la globalización de la indiferencia. “¡Nos hemos acostumbrado al sufrimiento del otro, no tiene que ver con nosotros, no nos importa, no nos concierne! […] La globalización de la indiferencia nos hace ‘innominados’, responsables anónimos y sin rostro”.

En su Mensaje para la Cuaresma de 2015 escribió: “Esta actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia. Se trata de un malestar que tenemos que afrontar como cristianos”. Y, en el mes de mayo de 2018, con ocasión de la presentación de las credenciales de varios embajadores ante la Santa Sede, realizó un nuevo y vibrante llamamiento exhortando a “un renovado espíritu de solidaridad hacia todos nuestros hermanos y hermanas, especialmente a cuantos sufren los flagelos de la pobreza, la enfermedad y la opresión. Nadie puede ignorar nuestra responsabilidad moral de desafiar la globalización de la indiferencia, el hacer como si no pasara nada ante las trágicas situaciones de injusticia que exigen una respuesta humanitaria inmediata”.

Como cada mes de febrero, Manos Unidas nos brinda la oportunidad de interpelar nuestra conciencia, de espolearla, dejando a un lado tibieza y acidia. La Campaña es una ocasión propicia para dar lo mejor de nosotros mismos, al margen de desidias e indolencias. Manos Unidas nos ayuda a recuperar la memoria, reforzar la solidaridad y practicar de manera renovada el ayuno, la oración y la limosna. Si, con motivo de la Campaña del Hambre, no lo hacemos, desgraciadamente se hará realidad lo que dijo el Papa, cuando visitó la sede del Programa Mundial de Alimentos, el 13 de junio de 2016: “Poco a poco, nos volvemos inmunes a las tragedias ajenas y las evaluamos como algo ‘natural’. Son tantas las imágenes que nos invaden que vemos el dolor, pero no lo tocamos; sentimos el llanto, pero no lo consolamos; vemos la sed, pero no la saciamos. De esta manera, muchas vidas se vuelven parte de una noticia que en poco tiempo será cambiada por otra. Y mientras cambian las noticias, el dolor, el hambre y la sed no cambian, permanecen. Tal tendencia, o tentación, nos exige hoy un paso más. Hoy no podemos darnos por satisfechos con solo conocer la situación de muchos hermanos nuestros. Las estadísticas no sacian. No basta elaborar largas reflexiones o sumergirnos en interminables discusiones sobre las mismas, repitiendo incesantemente tópicos ya por todos conocidos. Es necesario ‘desnaturalizar’ la miseria y dejar de asumirla como un dato más de la realidad. ¿Por qué? Porque la miseria tiene rostro. Tiene rostro de niño, tiene rostro de familia, tiene rostro de jóvenes y ancianos. Tiene rostro en la falta de posibilidades y de trabajo de muchas personas, tiene rostro de migraciones forzadas, casas vacías o destruidas. No podemos ‘naturalizar’ el hambre de tantos; no nos está permitido decir que su situación es fruto de un destino ciego frente al que nada podemos hacer. Y, cuando la miseria deja de tener rostro, podemos caer en la tentación de empezar a hablar y discutir sobre el hambre, la alimentación, la violencia dejando de lado al sujeto concreto, real, que hoy sigue golpeando a nuestras puertas. Cuando faltan los rostros y las historias, las vidas comienzan a convertirse en cifras, y así paulatinamente corremos el riesgo de burocratizar el dolor ajeno”.

¿Habrá alguien que escuche estas palabras? Que la fe nos facilite la apertura del corazón. En este sentido, es importante subrayar que Manos Unidas tuvo su cuna en la recia sensibilidad cristiana de las Mujeres de Acción Católica, que a comienzos de los años sesenta del siglo pasado no permanecieron insensibles ante el grave problema del hambre y la miseria, que afectaba, y lamentablemente sigue haciéndolo, a gran parte de la humanidad. Ellas, movidas por su amor a Dios y al prójimo, decidieron dar una respuesta eficaz y mancomunada al estigma del hambre, organizando actividades para luchar contra esa lacra y erradicarla.

Conviene no pasar por alto este dato. Si en el origen de la Campaña contra el Hambre de Manos Unidas está la fe en Dios y el arraigo eclesial de unas mujeres valientes, será preciso hoy avivar estas virtudes. También a nosotros se nos pide una fe pujante y activa, una caridad ardiente que nos impulse a escuchar el clamor de los pobres y de los atribulados, saliendo raudamente al encuentro de sus necesidades. Lo podemos hacer de manera personal, familiar y comunitaria. Las fechas del viernes 11 de febrero (Día del ayuno voluntario) y el domingo 13 de febrero (Jornada nacional) son magníficas para expresarlo de un modo más visible y tangible. Cada uno está invitado a hacer lo que pueda, con generosidad. Se trata de no permitir que nuestra indiferencia condene al olvido a tantos seres humanos, hermanos nuestros, que soportan pesadas cargas a causa del feroz yugo del hambre, la miseria y la injusticia.

 

Fernando Chica Arellano
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA

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