La estrella y el pesebre

21 diciembre de 2021

Una de las costumbres más entrañables de este tiempo de Adviento y Navidad gira en torno al portal de Belén. Como se sabe, lo realizó por primera vez san Francisco de Asís, en una cueva cercana a la ermita de Greccio (Italia), allá por el año 1223. En estos párrafos quiero compartir algunas consideraciones, apoyadas en dos de las figuras habituales en los nacimientos (y que tienen, además, sustento bíblico). Me refiero a la estrella y al pesebre.

En el relato de los Magos de Oriente, la estrella guía sus pasos y sus búsquedas. De ello escribió el papa Francisco en su primera encíclica: “La estrella habla así de la paciencia de Dios con nuestros ojos, que deben habituarse a su esplendor. El hombre religioso está en camino y ha de estar dispuesto a dejarse guiar, a salir de sí, para encontrar al Dios que sorprende siempre. Este respeto de Dios por los ojos de los hombres nos muestra que, cuando el hombre se acerca a él, la luz humana no se disuelve en la inmensidad luminosa de Dios, como una estrella que desaparece al alba, sino que se hace más brillante cuanto más próxima está del fuego originario, como espejo que refleja su esplendor. La confesión cristiana de Jesús como único salvador, sostiene que toda la luz de Dios se ha concentrado en Él” (Lumen Fidei, n. 35).

Todo esto es cierto y ofrece un sugerente material para la meditación personal en estos días cercanos a la Navidad. La luz y la oscuridad son dos símbolos universales con grandes resonancias en el plano personal, afectivo y espiritual, así como en la dimensión pública y social. Y es que “la luz de la fe, unida a la verdad del amor, no es ajena al mundo material, porque el amor se vive siempre en cuerpo y alma; la luz de la fe es una luz encarnada, que procede de la vida luminosa de Jesús. Ilumina incluso la materia” y, a la vez, “la fe despierta el sentido crítico”, de modo que la ciencia y la técnica estén siempre al servicio del bien común (Lumen Fidei, n. 34).

Por ello, podemos inspirarnos en la estrella de Navidad, que conduce a Cristo Jesús y nos alienta a avanzar por los caminos de la piedad y la caridad, para captar la realidad de las personas que viven en nuestro mundo colmadas de resplandor e igualmente el sufrimiento de aquellas otras que viven apagadas, sin esperanza, sin futuro.

Este contexto de luces y sombras nos brinda la oportunidad para destacar que, en la última década, ha habido progresos constantes en la tasa mundial de electrificación, que ha llegado al 89% de la población. Cada año, 153 millones de personas obtuvieron acceso a la electricidad, con significativos avances en Asia y en algunos países africanos como Kenia. En cambio, en las regiones más aisladas del planeta, y más en concreto, en la zona de África situada al sur del Sahara, 573 millones de personas aún habitan en la oscuridad. Las estimaciones oficiales indican que, si no se adoptan y se intensifican las medidas, en el año 2030 habrá 650 millones de personas sin acceso a la electricidad, con la miseria que esto genera, con la falta de oportunidades que esta carencia engendra. Nueve de cada diez de esas personas vivirá en el África subsahariana. Con esos datos, podemos meditar estas palabras del Papa en la encíclica previamente citada: “La luz del amor se enciende cuando somos tocados en el corazón, acogiendo la presencia interior del amado, que nos permite reconocer su misterio” (Lumen Fidei, n. 31). “La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar” (Lumen Fidei, n.57). ¿Cómo resuenan en nuestro interior estas palabras cuando sabemos que hay muchos pobres que han perdido la luz de la confianza, de la serenidad, de aquella ilusión que permite afrontar el porvenir sin zozobras ni inquietudes? Que animados por la claridad de Cristo salgamos sin tibiezas al encuentro del menesteroso, de aquel que va a la cama con el estómago vacío, de aquel que no tiene trabajo, ni techo, ni hogar, ni alegría.

La segunda imagen del Portal de Belén en la que quiero detenerme es el pesebre. Si el evangelista Mateo es quien recoge la tradición de los Magos y la estrella (Mt 2,1-12), el pesebre aparece en el relato de Lucas, que indica que María “dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada” (Lc 2,7).

En diciembre de 2019, el papa Francisco escribió la Carta apostólica Admirabile signum (“El hermoso signo el pesebre”) sobre el significado y el valor del Belén. Allí leemos: “El Hijo de Dios, viniendo a este mundo, encuentra sitio donde los animales van a comer. El heno se convierte en el primer lecho para Aquel que se revelará como «el pan bajado del cielo» (Jn 6,41). Un simbolismo que ya san Agustín, junto con otros Padres, había captado cuando escribía: «Puesto en el pesebre, se convirtió en alimento para nosotros» (Sermón 189,4)”.

Aquí tenemos, pues, un magnífico signo de la cercanía de Dios con su pueblo; en Jesús, su misericordia encarnada se vuelve entrega generosa y radical. Recordemos que Belén significa “la Casa del Pan”. Jesús se hace pan para el mundo. Y, por eso, se coloca en un pesebre, para ser alimento, para ser comido. De este modo, nos nutre, nos da vida plena, nos fortalece.

Como en el caso anterior de la estrella, podemos relacionar esta realidad teológica con algunos datos de nuestro mundo, para no quedarnos en una lectura meramente emotiva o individualista. Hoy en día, unos 811 millones de personas, la décima parte de la población del mundo, padecen subalimentación. Del número total de seres humanos desnutridos en 2020, más de la mitad (418 millones) vive en Asia y más de un tercio (282 millones) en África, mientras que en América Latina y el Caribe habita el 8% (60 millones). Esto significa que una de cada cinco personas (un 21% de la población) enfrentaba la tragedia del hambre en África en 2020. Además, el alto costo de las dietas saludables, junto a los pronunciados niveles de desigualdad de ingresos, impidió que en nuestro planeta 3000 millones de personas (sobre todo en Asia y en África) pudieran acceder a una dieta sana y equilibrada. En cuanto a los niños menores de cinco años, se calcula que 149,2 millones (22%) sufrieron retraso del crecimiento en 2020. Casi las tres cuartas partes de ellos viven en Asia central y meridional (37%) y en África subsahariana (37%). Al mismo tiempo, en el mismo año, alrededor del 5,7% (38,9 millones) de los niños menores de cinco años tenían sobrepeso, con tendencia a aumentar en algunas regiones y en muchos entornos del mundo.

Podemos, pues, hacernos las preguntas que lanzaba el papa Francisco en su homilía en la Plaza del Pesebre, en Belén, en 2014: “¿Quiénes somos nosotros ante Jesús Niño? ¿Quiénes somos ante los niños de hoy? […] ¿Somos como los pastores, que corren, se arrodillan para adorarlo y le ofrecen sus humildes dones? ¿O somos más bien indiferentes? ¿Somos tal vez retóricos y pietistas, personas que se aprovechan de las imágenes de los niños pobres con fines lucrativos?”. Y, como hizo el Santo Padre en esa misma ocasión, podemos terminar orando así:

 

“Oh María, Madre de Jesús,

tú, que has acogido, enséñanos a acoger;

tú, que has adorado, enséñanos a adorar;

tú, que has seguido, enséñanos a seguir. Amén”.

 

 

Fernando Chica Arellano
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA

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