Homilía en la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios

1 enero de 2022

A todos vosotros, queridos hermanos y amigos que os unís a esta celebración, mi cercanía, mi oración y mi cariño. ¡Feliz Año Nuevo!

Al empezar un nuevo año nos hemos marcado con la señal de la Cruz, el signo del cristiano, para hacer la entrada en este nuevo año en el “Nombre del Señor”.

Saludamos el nuevo año con el ofrecimiento de esta Santa Eucaristía, donde nos encontramos con Dios, principio y fin de todo lo creado. Y en este umbral, en la puerta del nuevo año, nos reciben Jesús y María… para acompañarnos… Ellos nos tranquilizan ante lo desconocido y nos dicen: “No temas, vamos contigo”.

Son múltiples los aspectos que contiene este día: la octava de Navidad, la circuncisión y la imposición del nombre de Jesús, la maternidad divina de María, la Jornada Mundial por la Paz y el comienzo del año civil.

Pero, es sin duda, la maternidad divina de María es la celebración más relevante de este día.

Hoy la Iglesia nos invita a poner nuestros ojos en la Virgen María y meditar sobre el título más admirable que pueda tener una criatura en la tierra. Si ser madre es ya de por sí un misterio de amor y de ternura, que tiene sus raíces en la misma fecundidad de Dios, ¿cómo será ser madre de Dios?

La Iglesia ha contemplado en la maternidad de María la garantía definitiva de la verdad de la encarnación del Hijo de Dios. Esta afirmación de que “El Hijo de Dios se ha hecho hombre” podría ser un mito, un sueño, una ilusión. Sin embargo, hay una garantía irrebatible: «nació de la Virgen María», se formó en su seno, nació de ella, como cualquier ser humano, lo tuvo en sus brazos y lo alimentó con su pecho. Dios ha querido de verdad hacerse uno de nosotros para ser hermano nuestro y, desde dentro de la humanidad, ser causa de nuestra salvación y, por tanto, de nuestra esperanza y alegría. Este es el sorprendente “plan” que la Santísima Trinidad había trazado y para el cual necesitaba de una mediación bella, hermosa, humilde y santa, que lo aceptara en nombre de todos: María de Nazaret.

Ella representa a toda la humanidad que recibe con fe y gratitud la salvación de Dios. Ella recibió al Verbo de Dios de una vez para siempre y lo hizo parte de nuestra tierra y de nuestra vida; y en Ella la humanidad queda renovada, transformada por la cercanía de Jesucristo.

Todos los cristianos pertenecemos a esa nueva humanidad, purificada por Jesucristo, transformada interiormente por el Espíritu Santo que recibimos en nuestro Bautismo y que nos capacita para vivir en este mundo como verdaderos hijos de Dios y ciudadanos del Cielo, viviendo la santidad.

La devoción a la Virgen María tiene que ser para nosotros un recuerdo permanente de esta vocación nuestra y un estímulo suave y profundo para irnos acercando a ella, a lo que Dios pensó para nosotros, sus hijos.

María, en el umbral del Año Nuevo, en sus brazos nos acerca a su hijo, y como toda madre nos quiere mostrar el rostro del hijo de sus entrañas, e incluso – una madre atrevida como María – a que lo tomemos junto a nosotros y los pongamos en nuestro corazón.

Con su Encarnación y con su Sacrificio en la Cruz, nos ha hecho hijos de Dios. Nos ha unido a Él, el auténtico Hijo, y nos ha hecho herederos de su gloria. Luego, nuestro rostro refleja mucho más de lo que pensamos… o, mejor dicho, debe reflejar mucho más de lo que quizás está reflejando. Pues, estamos llamados, como hijos que somos de Dios, a que en nuestro rostro se refleje el rostro de Cristo. Miremos, al inicio de este nuevo año, este rostro. En él contemplamos: el rostro de la coherencia. El rostro de Aquel que nada ni nadie le alejó de la Voluntad del Padre, de su Misión de Hijo de Dios, Redentor del Mundo; El rostro de la compasión, de la misericordia. Se encarnó por mí, vivió por mí, fue maltratado por mí, murió en la Cruz por mí…y todo por amor; el rostro de la acogida. Nos acoge como somos, sin negarnos, aportando vida a nuestra vida de muerte; el rostro del que acompaña. Él se ha autodefinido como “el Camino, que conduce a la Verdad y a la Vida”, pero, también, como “Luz” en medio del mundo… La luz de nuestra vida… la luz de donde emana nuestra alegría; el rostro de la ternura que brota del amor, hecho servicio y entrega. La ternura nos habla de “entrañas”, de sentir por dentro la vida el otro…

Ante esta contemplación del rostro de Dios nos tendríamos que preguntar, al inicio de este nuevo año: ¿Qué tendría que cambiar en mí para reflejar el rostro del amor encarnado?

No tengamos miedo de mirarlo y dejar que su mirada nos transforme, renovando nuestro corazón, haciéndonos más santos, es decir, reflejando su rostro en nosotros y nosotros reflejar su luz en el mundo en el que vivimos.

Por ello, que nuestro primer propósito sea acrecentar nuestra fe en Él, en su persona, en su palabra, en su vida, en su enseñanza.

Pero, también hoy, y tendremos que seguir haciéndolo a lo largo de todo el año, oramos por la Paz. Regalo del que la humanidad siempre está necesitada.

Y sabemos que la paz es don de Dios. Porque solamente la gracia de Dios, la visita de Dios dentro de nosotros nos puede dar, como a la Virgen María, la paz del corazón que es condición y fuente de todas las demás paces, grandes y pequeñas.

Por eso hoy tenemos que comenzar rezando, pidiendo a Dios que nos conceda la paz del espíritu, la paz de nuestro corazón y de nuestra vida, que nos haga capaces de ser sembradores y creadores de paz en torno nuestro, en medio de nuestro mundo.

Pidamos la paz para nosotros, paz interior para todos los hombres de buena voluntad, paz para las familias, paz para los hijos y los ancianos, paz en nuestra tierra jienense, en nuestra nación, en el mundo entero. Que el nombre de Cristo, Príncipe de la Paz, sea bendecido por todos y la bendición de nuestro Padre común haga florecer la vida en paz y fraternidad para todos. ¡Que el Señor nos bendiga a todos y su Santísima Madre nos cuide y proteja en cada día de este Nuevo Año!

+ Sebastián Chico Martínez
Obispo de Jaén

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