Homilía del Obispo de Jaén en la Misa Crismal
4 abril de 2023Querido Don Ramón, que junto a D. Amadeo y conmigo, como último estabón, formamos parte de la hermosa sucesión Apostólica de esta Diócesis de Jaén. Gracias por su presencia.
Os saludo hermanos sacerdotes que formáis nuestro gran presbiterio. Doy gracias al Señor por este regalo, por esta gran familia que lo formamos. Agradezco la presencia de todos los sacerdotes que sois de otras Diócesis y que unidos a este presbiterio estáis colaborando en el servicio a nuestra Iglesia jienense. Bienvenidos los que estáis fuera, prestando otras tares y que hoy, reunidos en esta hermosa celebración, sentimos el calor de la fraternidad. Tengamos, también, presente a nuestros misioneros y a todos los sacerdotes enfermos que no pueden estar junto a nosotros, pero lo están en nuestra oración.
Estimados diáconos permanentes, religiosos y seminaristas. Hermanos todos en el Señor.
De nuevo, la Misa Crismal nos reúne fraternalmente en torno al Altar de Dios, en una celebración que es a la vez un acto de gratitud, de renovación espiritual y de aliento apostólico y misionero.
En esta mañana, el centro de nuestra atención y de nuestros corazones es Jesucristo el Señor, que vivió y murió por nosotros, para ser camino viviente de humanidad redimida y santificada.
La lectura del Evangelio nos invita a reconocerlo presente en medio de nosotros, como Sacerdote único y eterno, siempre vivo para interceder por nosotros, puerta abierta desde este mundo a la vida eterna y a la gloria de Dios, nuestro Padre.
Jesucristo es sacerdote no según la tradición judía, sino según el rito de Melquisedec. Nos dice el Papa Benedicto XVI: “nos lo recuerda precisamente la Eucaristía: ofreció pan y vino, y en ese gesto se resumió totalmente a sí mismo y resumió toda su misión. En ese acto, en la oración que lo precede y en las palabras que lo acompañan radican todo el sentido del misterio de Cristo… anticipo de lo que sucedería a continuación, donde la pasión de Cristo se presenta como una oración y como una ofrenda… Oración y ofrenda, escuchada y aceptada por el Padre quien le confiere este sacerdocio en el momento mismo en que Jesús cruza el paso de su muerte y resurrección”. (Cfr. Hom. 3 – 6 – 2010)
Ese sacerdocio de Jesús, que se realiza y se consuma en su vida, en su muerte y resurrección, nos dignificó a la humanidad entera, haciéndonos un pueblo de sacerdotes, es decir, un pueblo en comunicación y alianza con Dios, enriquecido por los bienes del Espíritu Santo.
Queridos hermanos, que estáis presentes en esta celebración, veneremos con agradecimiento y amor la grandeza del sacerdocio y el sacrificio de Jesús. Él vino a anunciar el año de gracia de Dios, vino a anunciar a los pobres la Buena Noticia; la Buena Nueva de la inmensa bondad de un Dios cercano y misericordioso; la Buena Nueva de un Dios hermano que se acerca a nosotros lleno de misericordia y derrama en nuestros corazones, como un bálsamo perfumado, el don y la riqueza de su Espíritu. Él es el único “que ha bajado del cielo” (Cfr. Jn 3, 31) para hacernos partícipes de la santidad divina: “por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad” (Jn 17, 19)
Hoy, al bendecir los óleos y consagrar el santo Crisma, evocamos la misericordia que nos alivia, nos consuela y nos santifica con el don admirable de su Espíritu que empapa y transforma nuestra vida.
Y, también, evocamos el “don de misericordia” que, en nosotros sacerdotes, ha regalado a los hombres, en nuestro ser “llamados, ungidos y enviados”, para, participando de su misión, siendo representantes suyos, actuando en su nombre, tener la potestad de “abrir las compuertas del cielo” y ser cauces de su gracia santificadora. ¡Ésta es la gran belleza de nuestro ministerio!
Por todo ello, cada vez más, los sacerdotes tenemos que ser los hombres cercanos a Dios, como lo fue Cristo, capaces de ayudar a nuestros hermanos a ponerse en comunicación de fe y de amor con el Dios de la gracia y de la salvación.
Este encuentro personal con Dios será fuente de liberación interior, de fraternidad, de paz y serenidad, de esperanza y gozo espiritual, principio secreto y poderoso de nuestra renovación de la vida, y como consecuencia de la sociedad y del mundo entero.
No olvidemos la importancia de la oración en nuestra vida, ni descuidemos el tiempo dedicado a estar a los pies del Señor, para fortalecer nuestra vida; de estar en silencio a los pies del Sagrario, primer lugar de nuestra entrega sacerdotal y la primera expresión de nuestra solícita caridad pastoral por el rebaño que nos ha sido encomendado.
Los cristianos estamos viviendo momentos duros para nuestra fe. Tenemos la sensación de que remamos a contracorriente. Encontramos muchas dificultades para vivir fielmente el mensaje de Jesús y la comunión cristiana, en un mundo cada día más secularizado, poderoso, seductor, individualista, apartado en muchas cosas de los caminos verdaderos de la salvación.
Y es duro para nosotros, testigos y ministros de una vida nueva y de una salvación que viene de Dios, y que no es reconocida ni estimada como algo importante. Sentimos que somos ministros de un Dios cada vez más olvidado y menospreciado, que ha querido entrar en el mundo con la debilidad del respeto, del amor y de la misericordia.
No es extraño que sintamos la tentación del cansancio y del desaliento, que nos entre algunas veces la angustia y la duda ante la debilidad de nuestros medios y la poca eficacia de nuestros esfuerzos.
Sin embargo, contra esta tentación del desaliento, camuflado muchas veces en forma de individualismo, de conformismo y de rutina, con valentía y fortaleza renovamos hoy la fe en el valor permanente del sacerdocio de Jesús, que sostiene desde dentro la vida de quienes acuden a Él por la fe y el amor.
Hoy miramos y renovamos la belleza de nuestro ministerio. No son nuestras palabras, ni nuestros métodos, ni nuestras muchas reuniones, ni nuestras conversiones pastorales, las que van a convertir el mundo. La fuerza vendrá del Espíritu de Jesús, de la verdad profunda de Su Palabra que llega hasta lo más hondo del corazón y cambia las vidas desde dentro, con tal de que nosotros seamos instrumentos dóciles, fieles y diligentes, instrumentos útiles de su misericordia.
Hagamos hoy, hermanos sacerdotes, un esfuerzo de renovación, de rejuvenecimiento espiritual. Recuperemos nuestra primera ilusión, nuestro “primer amor”, nuestra disponibilidad, la entrega exigente de nuestra vida, de cada día, de cada hora, de cada minuto de nuestro tiempo. Que todo en nosotros esté transfigurado por el servicio ministerial a Aquel que nos ha hecho “socios y colaboradores suyos para la obra de santificación de los hombres” (PO).
Hoy el Señor nos pide el esfuerzo de la ilusión y de la unidad. Ilusión renovada poniendo la confianza en Él, en el valor de su palabra y en el poder de su espíritu; poniendo también el empeño por vivir y cuidar una auténtica fraternidad sacramental. Aprovechemos y potenciemos los momentos de encuentro entre nosotros para compartir la fe y animarnos unos a otros, que se nos plantean, especialmente, a través del Plan de animación de la formación permanente; y desde aquí vivir la ilusión de la evangelización, sin perder la audacia de buscar nuevos métodos y nuevas formas para llegar a los hombres de nuestros días.
Esforcémonos por vivir la unidad sincera y profunda en nuestro presbiterio, a pesar de las diferencias objetivas que puede haber entre nosotros, que más que una dificultad puede suponer una riqueza para todos. Pongamos siempre, en primer lugar, la obediencia sincera al Señor; la diligente fidelidad al único Sacerdote, Jesús; el amor profundo a nuestra madre la Iglesia, lo que implica protegerla y cuidarla, siendo conscientes de lo que suponen las consecuencias de nuestros actos; y el servicio de nuestra total entrega al pueblo santo de Dios.
Queridos hermanos sacerdotes, gracias en nombre del Señor y de toda nuestra Iglesia jiennense por vuestra entrega y fidelidad, por vuestro ser sacerdote. Agradezcamos la vida entregada hasta la muerte de nuestros hermanos que en este año han pasado a la presencia del Padre: Nuestro querido D. Antonio Ceballos Ob, D. Joaquín Tuñón, D. Félix Martínez, D. Manuel Peña, D. Valentín Anguita, D. Reyes Castaño y D. Diego Moreno.
Hoy es día de oración por todo el Pueblo Santo de Dios, pueblo consagrado y sacerdotal, pero especialmente por quienes estamos llamados a ser “otros Cristos”, por el sacerdocio ministerial recibido. Por ello, queridos diáconos, religiosos, religiosas, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, fieles cristianos laicos, rogad con nosotros y por nosotros, por nuestro ministerio, para que renovemos verdaderamente, de corazón, las promesas sacerdotales, y pidamos a Dios que nunca falten en nuestra Iglesia jóvenes dispuestos a ofrecer su vida en este servicio santo del ministerio sacerdotal y apostólico.
Que Santa María, Madre de Jesús y Madre nuestra, Madre de los Apóstoles y Madre de la Iglesia, nos conceda la gracia de responder con fidelidad y con alegría a la vocación que cada uno hemos recibido del Señor para servicio de los hermanos y edificación del Reino de Dios en nuestro mundo.