Atrio de los gentiles: preguntas, muerte y la esperanza (parte I)
5 febrero de 2018“Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, de pronto, cambiaron las preguntas” esta frase de Mario Benedetti parece describir la situación de muchas personas en el mundo de hoy. Muchos cristianos comprometidos tienen la impresión de ofrecer respuestas a preguntas que, gran parte de sus coetáneos, han dejado de hacerse. En el Concilio Vaticano II[1] se afirmaba que detrás de las preocupaciones y deseos del hombre contemporáneo estaban sus interrogantes más profundos. En Jesucristo se encontraría la respuesta a esas grandes preguntas. Hasta ahí bien, pero hoy, cuando han pasado más de cincuenta años desde el Concilio y aquí, en nuestra sociedad occidental que muchos definen como fuertemente secularizada, ¿cuáles son esos anhelos y esas preguntas? y sobre todo ¿qué profundidad tienen?
Hasta ahora creíamos que existen cuestiones insoslayables, preguntas que siempre se seguirían formulando como si viniesen impuestas por algo más fuerte que nuestra voluntad. ¿Es eso realmente así?, da la impresión de que convivimos con muchas personas que navegan por la superficie de la existencia. Personas cuyos deseos e intereses y por lo tanto, sus preguntas, distan mucho de ser radicales y profundas. Comenzaremos por tratar el tema de la necesidad de plantear las grandes cuestiones; posteriormente preguntaremos a esa gran maestra, la muerte, y finalmente, veremos si hay algo en el hombre que nos invite a la esperanza.
1-Las grandes cuestiones y la trascendencia.
En sus Diarios filosóficos afirmaba Wittgenstein[2] que creer en Dios significaba creer que la vida tenía un sentido. Décadas antes, en La Gaya Ciencia, Nietzsche[3], de modo contundente, había proclamado: “Gott is tot” (Dios ha muerto). Con esta demoledora expresión se hacía eco del hecho de que para gran parte de la intelectualidad de su tiempo la idea matriz que fundamentaba el edificio de la cultura, la roca donde se cimentaba el bien y la verdad, la garantía del sentido de la existencia, se había derrumbado o al menos, como décadas más tarde afirmara Martín Buber[4], se había eclipsado.
Nietzsche se convertía así en el profeta de unos nuevos tiempos donde muchas personas experimentarían la ausencia de Dios. Una devastadora ausencia cuyos síntomas serían la sensación de profundo vacío, el sentimiento de soledad, de estar a la deriva y a la intemperie, la experiencia de abismo, en definitiva, la crisis de sentido. El hombre tenía que rebuscar para encontrar algunas migajas de significado pero ya no había nada a lo que anclarse, habíamos quedado solos. De modo inevitable debíamos forjar nuestro destino asentados en una frágil esperanza.
Sin embargo, esa nostalgia del Dios ausente, esa sensación del vacío dejado, podía mantener viva la esperanza en su retorno. La huella dejada en la arena de la historia era signo tanto de ausencia, como de presencia en el recuerdo, en el anhelo que podía permitir seguir oteando el horizonte en busca del sentido perdido. Las grandes preguntas sobre el por qué y para qué de la vida, sobre el bien y el mal, sobre el puesto del hombre en el cosmos, sobre el tiempo y la eternidad, sobre el dolor y la muerte, seguían estando ahí, no dejaban de aguijonearnos. Por mucho que algunos pretendieran hacernos creer lo contrario, el aguijón que no nos dejaba tranquilos, no nos permitía descansar tranquilamente en la propia finitud.
Han pasado muchos años y parece que, al menos para muchas personas, la situación ha cambiado. En la actualidad la indiferencia se adueña de muchas mentes y corazones. Esto nos lleva a la siguiente cuestión: ¿se sigue teniendo nostalgia de Dios o nos hemos acostumbrado a su ausencia? En un ensayo publicado hace pocos años, Peter Watson[5], reconocido historiador de las ideas, sostenía que existen muchas personas que no ven problema en que Dios haya muerto, es decir que no les causa ninguna ansiedad, ni perplejidad, lo que implica la inexistencia de Dios. Son personas que no buscan un sentido profundo a la existencia. Sus intereses se limitarían a ceñirse a las preocupaciones de la vida cotidiana, a vivir día a día y a pasarlo bien cuando encuentran ocasión. Las grandes interrogantes de la existencia no ocuparían un lugar destacado en su biografía. Más aún, Watson llegaba a afirmar que estos eran, en cierto sentido, las personas más laicas del momento y, quizás las más felices. En una primera aproximación pudiera parecer que Watson tiene razón, buena parte de las personas con las que convivimos no parecen demasiado preocupadas por esas grandes cuestiones de las que hablamos. Sus intereses, sus deseos, sus preguntas son otras. Ciertamente las personas siguen necesitando de significados que iluminen y orienten su existencia. Obras como la de Watson se centran en esa aspiración a comprender como podrá vivirse sin Dios, o sea intentan hallar significación en un mundo laico. Su apuesta sería la de sustituir la idea de Dios por ideas más manejables, ideas de tejas para abajo, que permitieran ofrecer pequeños oasis de sentido a sus vidas, el arte, la ciencia y el pragmatismo, podrían ser tres buenos focos para esa especie de fe laica.
Si el análisis que hemos realizado es correcto, la conclusión parece evidente: difícilmente va a plantearse la idea de Dios alguien que no siente la nostalgia del absoluto, que no se ve aguijoneado por el vacío de sentido o que de la única salvación que parece tener necesidad es la de no caer en el paro, un bienestar en el futuro para su hijo y, más burguesamente, la de no perder el mes de vacaciones o la cervecita del viernes, permitidme que sea un poco irónico. Pero ¿es cierto eso? esa especie de recaída en la superficialidad de las cosas ¿no será más bien el síntoma de alguien que se ha narcotizado para evitar la angustia de saberse nadando sobre un mar de miles de brazas de profundidad? Como dice Iris Murdoch [6] ¿hay realmente algo que ocupe el lugar que un día ocupara Dios? Es curioso como pensadores contemporáneos de la talla de T. Nagel, Ronal Dworkin o J. Habermas[7] desde posiciones ateas y agnósticas, y resistiéndose al impulso trascendente, no pueden menos de reconocer que no es posible eludir la búsqueda de la trascendencia, y es que la nostalgia de sentido y de lo absoluto persiste.
Pongámonos en nuestra existencia concreta y lo comprenderemos. Se puede sostener que uno se siente muy bien en la finitud, en la contingencia, aceptando lo que hay, que no le hace falta más, pero la realidad es muy tozuda y terminará golpeándole. Un buen día, más tarde o más temprano, acontecerá eso que Ramsey llama disclosure situations, situaciones de apertura. Para que nos entendamos, ciertos hechos o circunstancias, encuentros o desencuentros, palabras o silencios, ocasionarán que la frágil capa de hielo sobre la que conducíamos nuestra existencia se rompa y la exaltación del instante nos parecerá un pobre consuelo. Quizás el fracaso en una relación, la frustración ante un proyecto inconcluso, la sensación de haber escogido un camino equivocado, una enfermedad, la perspectiva del dolor de tantos inocentes, el sufrimiento de tantas víctimas a lo largo de la historia, la muerte de un ser querido, etc. Las ocasiones serán infinitas, tantas como momentos y personas. Uno puede estar anestesiado, pero antes o después los grandes interrogantes volverán a emerger de las profundidades. De forma más o menos dramática se nos presentarán y nos impelerán a apostar. Pero una apuesta supone un riesgo, la apuesta por el sentido o la recaída en el sin sentido, la actitud del diletante difícilmente se podrá sostener. En esa apuesta tengamos en cuenta que “solo mediante una recuperación de la trascendencia podemos colmar esa necesidad de significado”[8].
Y ahora dejémonos interpelar por una de esas preguntas insoslayables. Recordando las dramáticas palabras del Nexus 6, al final de la célebre película de Ridley Scott Blude Runner: ¿Qué pasa si al final todo se pierde como lágrimas en la lluvia?
Esto será objeto no obstante de la próxima entrada.
Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote diocesano y Profesor de Filosofía
[1] Vease la Constitución pastoral Gaudium et Spes.
[2] L. Wittgenstein, Diarios filosóficos, Ariel, Barcelona 1982.
[3] F. Nietzsche, La Gaya Ciencia”, Edaf, Barcelona 2002.
[4] M. Buber, El eclipse de Dios, Sígueme, Salamanca 2014.
[5] P. Watson, La Edad de la Nada. El mundo después de la muerte de Dios, Crítica, Barcelona 2014, p 719-720.
[6] I. Murdoch, La soberanía del bien, Caparros, Madrid 2001.
[7] T. Nagel, Secular Philosophy and the religions temperament, Oxford University Press 2010; J. Habermas, J. Ratzinger, Entre razón y religion: dialéctica de la secularización, Fondo de Cultura Económica, Madrid 2008; Ronal Dworkin, Religion without God, Harvard University Press 2013.
[8] Ch. Taylor, La era secular Tomo I, Gedisa, Barcelona 2007 .