¿Cómo alabar a Dios?
7 diciembre de 2023Hay un salmo que, de manera muy concreta e incisiva, recoge la experiencia del pueblo de Dios exiliado en Babilonia. Los deportados sienten la nostalgia de su tierra y, al mismo tiempo, la sarcástica reacción de los opresores, llena de desprecio, burla y superficialidad. Los refugiados cuelgan sus cítaras a los pies de los sauces (Sal 137,2), sugiriendo así que lloran los árboles, lloran las cítaras y lloran las personas. Mientras, los opresores quieren divertirse a costa de los extranjeros (“cantadnos un cantar de Sion”: Sal 137,3). Una petición punzante a la que se responde con una pregunta que es, a la vez, una exclamación y un grito atribulado: “¿Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera?” (Sal 137,4).
Recuerdo esto porque los títulos de los dos documentos más importantes que el Papa Francisco ha dedicado al cuidado de la casa común incluyen una invitación a la alabanza: la encíclica Laudato Si’, del 24 de mayo de 2015, y ocho años después la exhortación apostólica Laudate Deum, publicada el 4 de octubre de 2023. Las expresiones con las que se inician ambos textos están inspiradas en san Francisco de Asís: “Alabado seas, mi Señor” y “Alaben a Dios por todas sus criaturas”. Pero, en el contexto en que vivimos, parece legítimo preguntarse, igual que hacía el pueblo deportado en Babilonia, “¿cómo alabar a Dios?”.
Nos acercamos a la celebración del Día Internacional de los Derechos Humanos (10 de diciembre). Esa importante jornada este año coincide con el LXXV aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en París, el 10 de diciembre de 1948. Conmemoraremos esa efeméride sufriendo por la gravísima situación en Palestina y en Israel, donde en los últimos dos meses muchísimas personas han perdido cruelmente la vida. Seguimos igualmente rezando y esperando que llegue la paz a Ucrania, sumergida en una sangrienta espiral de muerte y destrucción desde el 24 de febrero de 2022. Ninguna de esas tragedias, sin embargo, puede hacernos olvidar otros conflictos bélicos actualmente activos en Burkina Faso, Somalia, Sudán, Yemen, Myanmar, Mozambique, Nigeria, Siria… ¿Cómo alabar a Dios cuando tantos seres humanos inocentes, tantos pueblos están destrozados por el dolor, las lágrimas, la desolación, los atropellos y un sinfín de crímenes y atrocidades?
Una manera de alentar la esperanza y hacer más factible la alabanza a Dios en un mundo desgarrado pasa por los compromisos internacionales a favor del medio ambiente. Desde hace décadas, se habla del derecho a un medio ambiente sano y saludable. Y, en el pasado mes de julio de 2022, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó –con 161 votos a favor, ocho abstenciones y ningún voto en contra– una resolución que reconoce el medio ambiente limpio, sano y sostenible como un derecho humano universal. Pero la injusticia medioambiental sigue ahí, como permanece la sistemática imposibilidad de millones de personas para vivir en un medio ambiente seguro. Continúan los perjuicios que suponen el cambio climático, la contaminación y la pérdida de la biodiversidad. ¿Cómo alabar a Dios en medio de todo esto?
El pasado 28 de noviembre, en un mensaje dirigido a la Asamblea de las Partes de la Organización Internacional de Derecho para el Desarrollo, Su Santidad subrayaba la seriedad de los retos que la familia de las naciones debe afrontar en la actualidad. Dijo Francisco en esa circunstancia: “El cambio climático es una cuestión de justicia intergeneracional. La degradación del planeta no solamente impide una convivencia serena y armónica en el presente, sino que merma en gran medida el progreso integral de las futuras generaciones. «Es indudable que el impacto del cambio climático perjudicará de modo creciente las vidas y las familias de muchas personas. Sentiremos sus efectos en los ámbitos de la salud, las fuentes de trabajo, el acceso a los recursos, la vivienda, las migraciones forzadas, etc.» (LD, 2). La justicia, los derechos humanos, la equidad y la igualdad están fundamentalmente entrelazados con las causas y efectos del cambio climático”.
Justo en estos días, está teniendo lugar en Dubái la Conferencia de las Partes de la Convención Marco de la ONU sobre el Cambio Climático (COP 28). Al respecto afirma el Papa Francisco: “Esta Convención puede ser un punto de inflexión, que muestre que todo lo que se ha hecho desde 1992 iba en serio y valió la pena, o será una gran decepción y pondrá en riesgo lo bueno que se haya podido lograr hasta ahora” (LD, 54). Y añade, de un modo más concreto: “Si hay un interés sincero en lograr que la COP28 sea histórica, que nos honre y ennoblezca como seres humanos, entonces sólo cabe esperar formas vinculantes de transición energética que tengan tres características: que sean eficientes, que sean obligatorias y que se puedan monitorear fácilmente. Esto para lograr que se inicie un nuevo proceso destacado por tres aspectos: que sea drástico, que sea intenso y que cuente con el compromiso de todos” (LD, 59). Lograr eso sería un motivo de alabanza.
Los discípulos de Cristo vivimos estos eventos (jornada de los Derechos Humanos y Cumbre del Clima) en medio del tiempo litúrgico del Adviento, que supone una llamada renovada a la oración, a la conversión, a la esperanza, a la alabanza. La ambición por producir y poseer se ha convertido en una obsesión y ha desembocado en una terrible codicia, que ha hecho del ambiente objeto de una explotación desmesurada y enloquecida. El clima trastornado es una advertencia para que atajemos semejante delirio de omnipotencia. El único camino para poder vivir en plenitud es que volvamos a tomar conciencia, con sinceridad, audacia y humildad, de nuestro límite. Es preciso que alabemos a Dios para superar el paradigma tecnocrático que nos aísla del Creador, imponiéndonos “la idea de un ser humano autónomo, todopoderoso, ilimitado” (LD, 68). Por ello, el Sucesor de Pedro invita “a cada uno a acompañar este camino de reconciliación con el mundo que nos alberga, y a embellecerlo con el propio aporte” (LD, 69). Por ejemplo, “el esfuerzo de los hogares por contaminar menos, reducir los desperdicios, consumir con prudencia, va creando una nueva cultura” (LD, 71). Así, sí podemos alabar a Dios con sentido.
Más aún, el Obispo de Roma concluye recordando que Laudate Deum “es el nombre de esta carta. Porque un ser humano que pretende ocupar el lugar de Dios se convierte en el peor peligro para sí mismo” (LD, 75). Alabamos a Dios precisamente porque Él es el fundamento de los derechos humanos y el Creador de la casa común. Alabamos a Dios para no olvidarnos de ello ni de los compromisos que de ahí se derivan. Alabamos a Dios desde el deseo de ser coherentes con lo que expresamos en la alabanza: que cada ser humano vea respetados sus derechos y que cuidemos nuestra casa común, maltrecha en muchos flancos, arrasada en regiones enteras. El Adviento es un tiempo propicio para ello. Es un tiempo para redoblar nuestra plegaria, pidiendo a Dios que nos dé fuerzas para dejar a un lado divisiones, enfrentamientos y egoísmos. Es un tiempo para que abatamos muros, unamos las fuerzas y, sostenidos por la divina gracia, salgamos de la tiniebla de la guerra y de la depredación ambiental para transformar en una aurora luminosa el porvenir que merecen y aguardan las generaciones venideras.
Fernando Chica Arellano
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA