Carta Pastoral: Evangelizar la realidad de la muerte en el Año de la Fe
25 octubre de 2013 Queridos fieles diocesanos:
1. Al abrirse el mes de noviembre los cristianos acostumbrados a recordar y orar, de una forma especial, por los fieles difuntos. Repasamos sus nombres y sus vidas, visitamos sus tumbas y, junto a nuestra oración, depositamos unas flores como expresión de amor y cariño.
Los cristianos tenemos así una ocasión muy propicia para pensar serenamente en que el tema de la muerte nos interesa y nos afecta. Por mucho que se trate en convertir el hecho de la muerte en un especie de “tabú” prohibido en círculos de nuestra sociedad, sin embargo, la persona, aún de forma inconsciente, busca algo en qué esperar, porque su vocación es ser inmortal.
Se teme a la muerte, porque se tiene miedo a la nada. No podemos aceptar que todo lo realizado durante el recorrido de la vida se borre y caiga en el abismo de la nada. Existe, además, la percepción de la existencia de un juicio sobre nuestras acciones, sobre cómo hemos gastado nuestra vida y tratamos de dejar limpia nuestra conciencia. En cierto sentido el afecto y oraciones con las que rodeamos a nuestros difuntos son como un modo de protegerlos para que sus equivocados pasos en la vida queden sin efecto y, sus obras buenas, prevalezcan.
2. En la Homilía que pronunció Su Santidad Benedicto XVI en el funeral por el Cardenal Spidik, año 2010, hizo referencia a estas últimas palabras del difunto: “Durante toda la vida he buscado el rostro de Jesús, y ahora estoy feliz y sereno, porque me voy a verlo”. Esta es la verdadera respuesta de un cristiano ante la muerte.
Coincide este deseo expresado por el Cardenal con la oración de Cristo, cuando dijo: “Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado” (Jn 17,24).
Pensemos que estas palabras de Jesús no son un mero deseo, una aspiración, sino que expresan su voluntad que siempre tiene cumplimiento. Nuestro fundamento seguro para creer y esperar radican en esta voluntad de Cristo precisamente. De hecho esta su voluntad coincide con la de Dios Padre y la obra del Espíritu Santo, lo que nos conduce a ese abrazo dulce y seguro de nuestra futura vida eterna.
Sabemos que Dios se hizo hombre cercano a nosotros. Y entró en nuestra vida y en nuestra historia. Él nos dice y asegura: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre” (Jn 11, 25-26).
3. La respuesta del cristiano ante la muerte es mirarla con fundada esperanza desde nuestra fe, que se apoya en la muerte y resurrección de Jesucristo. Con el paso de la muerte se abre la vida eterna que “no es un duplicado infinito del tiempo presente, sino algo completamente nuevo: una relación de comunión plena con el Dios vivo, estar en sus manos, en su amor, y transformarnos en Él en una sola cosa con todos los hermanos y hermanas que El ha creado y redimido, con toda la creación” (BENEDICTO XVI, Homilía en sufragio de los cardenales y obispos fallecidos durante el año, 3-11-2012).
En nuestro recorrido por esta vida no faltan dificultades y problemas. Pasamos por situaciones de dolor y sufrimiento, por momentos difíciles de comprender y aceptar. Todo alcanza un gran valor, dese la perspectiva de nuestra futura vida eterna, si las acogemos con paciencia y acertamos a unirlas a la Cruz de Cristo. Asociados a su Pasión, podemos lograr que nuestra existencia toda sea muy fecunda, en cualquier momento de su recorrido, como ofrenda agradable a Dios.
Como nos recuerda también la Sagrada liturgia: “La vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina, se transforma, y al deshacerse nuestra morara terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo” (Prefacio de difuntos).
¡Descansen en paz. Amén!
Os saluda en el Señor.
+ Ramón del Hoyo López, Obispo de Jaén