Homilías de los Domingos I, II y III de Adviento
29 noviembre de 2008Don Manuel Carmona García, Delegado Episcopal de Liturgia, nos presenta las reflexiones correspondientes a las lecturas de los primeros domingos de Adviento:
DOMINGO I DE ADVIENTO (B) (30 de noviembre)
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Comenzamos un nuevo año litúrgico. Y lo iniciamos con un «tiempo fuerte»: desde este domingo hasta aquél en el que celebraremos el Bautismo del Señor, van a ser seis semanas en las que somos invitados a celebrar, progresivamente, el Adviento, la Navidad y la Epifanía –o sea, la venida, el nacimiento y la manifestación del Señor– que apuntan de suyo al misterio que entraña siempre el domingo y su celebración: que el Hijo de Dios ha querido hacerse presente en nuestra historia para comunicarnos su salvación…
DOMINGO II DE ADVIENTO (B) (7 de diciembre de 2008)
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En su origen, la palabra «evangelio» no designaba un libro, sino una «buena noticia para el pueblo» por referirse al emperador.
Podía ser el anuncio de su nacimiento o de su entronización, la promulgación de un decreto o la difusión de la victoria sobre los enemigos por parte de su legión: en todo caso eran «anuncios gozosos para el pueblo», al ser portadores de la paz, la fortuna y el bienestar que venían de la mano del que detentaba el título de «soter» o salvador. A todos los «evangelios» que entonces circulaban –como los que también ahora pueden cundir–, el evangelista Marcos opondrá el único Evangelio que lo era de verdad, por ser el de la salvación definitiva que sólo de Dios cabía esperar. Su relato es el que se proclamará a lo largo de este nuevo año litúrgico que acabamos de empezar.
DOMINGO III DE ADVIENTO (B) (14 de diciembre de 2008)
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Desde hace siglos, se le llama domingo «Gaudete» o «de la alegría» a este tercero de Adviento, por las palabras con las que comienza el canto latino de entrada, tomado de Flp 4,4: «Gaudete in Domino semper», «alegraos siempre en el Señor». El motivo es que «está ya cerca» para cumplir sus promesas de salvación. Y así los textos bíblicos resaltan hoy la esperanza cristiana, como fuente de la verdadera alegría capaz de sostenernos en el bien, por encima de toda dificultad; la única que nos permitirá «celebrar la Navidad con alegría desbordante» –tal y como pide hoy la Iglesia en su oración– y que, desde luego, no pueden contagiar ni la cantidad de bombillas ni de regalos con que nos la quieren ambientar.