3ª y 4ª entrega de «Al pie de la tapia»

26 mayo de 2015
     Con motivo del año de la Vida Consagrada que estamos viviendo durante 2015 (y parte de 2016), queremos compartir este homenaje de Lolo a las religiosas. «Al pie de la tapia» es la recopilación de una serie de artículos escritos por el beato Manuel Lozano Garrido, en la revista Orate, que editaba la Pontificia Unión misional del clero, para las religiosas. Y que semanalmente publicaremos para todos vosotros.
     Todos los artículos de este libro están editados por generosidad del Monasterio de Carmelitas Descalzas de Jaén. Os dejamos con la 3ª y 4ª entrega. 

 
     Un corazón como el universo
     Hermanas: Hoy he visto a Sor Linarejos.
     Subía por la cuesta, bajo el implacable sol de Andalucía, y se paró a descansar y secarse el sudor que le manaba por las sienes. Llevaba la cesta del mercado y otra con las cajas de inyecciones. Me hubiera gustado echar con ella un rato de conversación, pero hube de contentarme con decirle adiós detrás de los hierros de mi balcón. Sor Linarejos es hermanita de la Asunción y se marchó con prisa porque la esperaba el enfermo que ahora cuida.
      Veréis; yo os tengo que decir que Sor Linarejos entra en esos lazos que unen tanto como la propia sangre. Su afecto se hizo sentir sobre nosotros ya mucho antes de pensar en hacerse religiosa. Cuando mi hermana y enfermera tuvo que ir al hospital a que la operaran la cuidó con un noble instinto maternal. Incluso buscaba ratos para darme a mi las sopas y los filetes.
     En realidad, Sor Linarejos es una de los varios chicos y chicas que componían una generación marcada por la misma ansia de servidumbre religiosa. Y apenas si quedo yo en mi silloncito de ruedas.
     Últimamente Sor Linarejos, me ha dado a mí mucha materia de meditación sobre la naturaleza del amor. Pensamos que el mundo marcha a trompicones porque parece que tiene las raíces acartonadas. Los más nos cruzamos con un fiero impulso de gallos de pelea y por cualquier sitio podría oírse como el chirrido de una aserradora. Y es que lo que nos produce esa dentera es la falta de cordialidad. Bastante más es la función vital que el corazón desempeña en el hombre. Si a uno no le late, seguro que no andará muy lejos de la sombra de un ciprés. Los sabios hacen fichas y se devanan los sesos buscando una teoría sobre el origen del mundo. Cuando no hay nada tan sencillo y coherente como la palabra «amor» en el quicio del Universo.
     Yo pienso nuestra emoción cuando acariciamos los rizos de un niño como una menuda semejanza del gran temblor de las manos del Padre cuando moldeaba al primer hombre. ¡Ay si entonces pudiéramos haber estado en la ternura de sus ojos…! y si no, fijaos en la figura que tiene nuestro corazón: si no es como, si las manos de alguien – Alguien – se hubieran abarquillado sobre un trozo de barro, lo apretaran con cariño y, en la grandeza de la emoción, un río de vida y de fuego se descolgara por las muñecas hasta el eje de la entraña.
     Y tenía que ser así, porque la función espiritual de ese trozo de entraña es la del seno de Dios; como objetivo de su cariño. El amor exige una doble corriente que, compenetrándose, se funde en una sola hoguera. San Juan de la Cruz lo aclaraba mejor con la comparación del tronco y del fuego. Al principio, el tronco se carboniza y afea; luego destila su jugo y, al fin, la llama penetra y lo transfigura totalmente. Sólo así puede el tronco calentar e iluminar.
     Nacimos para ser proyectados por la caridad de Dios y, si somos libres es para, en nuestra medida, devolver y corresponder a esa dulzura.
     Mas si el mundo no tiene otro sentido que el de la cordialidad y ésta pensamos que se hace crisis, cabría decir que a todo amor, por raquítico que sea, deberíamos mimarlo como a una flor de invernadero. Si a uno le quieren los amigos y le cuidan, bien va – deducimos así-; hagamos tres tiendas y al menos nos habremos salvado con los nuestros. Sor Linarejos, hala, a cuidarnos a nosotros y a los suyos; la maestra, a enseñar a los niños de los conocidos y, ¿quien piensa en gente de ojos rasgados que navegue por entre la marea de su casa? Así, el mundo todo como un océano polar con las islas de los hogares, como témpanos flotantes.
     Y no; con el amor pasa como con las flores, que sólo valen las que son de verdad. Las hay de imitación que hasta huelen a rosas, pero a la hora de felicitar no hay nada como el ramo de un jardín.
     Lo único que no admite fronteras es el afecto de los hombres. Cuando pensamos en latir sólo para los hermanos, para los amigos, para los padres, nosotros mismos le estamos dando a esa caricia de la sangre el nombre de egoísmo y, amor y egoísmo junto, ya se sabe: dinamita.
     La gran virtud del amor es la de la comunicación y la inmensidad. Se crece y se ensancha sobre los propios dones y las propias conquistas. Incluso la renuncia por generosidad va hinchando las paredes del pecho hacia una línea infinita.
     Cuando vosotras salíais de vuestra casa, allá en lo hondo oísteis un chasquido de dolor que era como la puesta en marcha de una semilla. Luego rezasteis por criaturas a las que no conocíais, sanasteis heridas de hombres y mujeres vistos por primera vez, y el modelar de vuestras manos lo sintieron chavalines que no eran de vuestra propia sangre. Trabajasteis dura, callada y fatigosamente, y no sé si pensaríais que era el misterio fecundo del amor lo que vivíais, el mismo que empezaba a germinar y se os crecía lenta y gallardamente entre las manos, sobre el sudor de la renuncia, como las espigas que granan al aire y al viento.
     Si alguna vez os ponéis a hacer recuento de los frutos de vuestro corazón, yo os ruego que no recapituléis sobre el fervor y los consuelos sensibles. Hacedlo más bien sobre el dolor y la sangre, que es la única siembra que da cosecha. El saldo de Cristo lo dan cinco heridas y una misión que se pierde en la anchura del mundo y en la profundidad del tiempo. Hubieron podido contentarse con un Viernes Santo para los alcabaleros, los sanedrines o los paisanos de su tierra y de su generación, pero la semilla de su agonía está viva para germinar ahora y también luego en las criaturas que vayan a Venus.
     La consecuencia de esta perennidad es la dicha limpia y palpitante. Amamos así y podemos ser correspondidos por un Dios-Hombre que todavía pisa nuestro suelo, que mira nuestros propios ojos y que sincroniza su latido con el de nuestro corazón.
     En los amigos y hermanos que a mí se me fueron, en los parientes que vosotros dejasteis, en el dolor que entonces plantamos sobre las huellas de su marcha, en las criaturas anónimas que hemos ido acariciando por los senderos del destino, se ha ido dilatando también nuestro corazón para vivir las propias anchuras del mundo. Mirad, si no, por donde os circula la sangre y el sentimiento: Habréis de sentir la maravillosa alegría de que tenéis pedazos de las entrañas en las Indias y en el Congo, y en los pobres y en los palacios, en los niños y en los ancianos, y en los que lloran y en los que viven torrencialmente la alegría de la consolación.
     Por la generosidad del amor el mundo es vuestro; ese mundo que casi tiene también forma de corazón con el que empapar la inmensa ternura de Dios.
   Vuestro siempre, Manuel Lozano Garrido
 
 
 
     Alegría con y sin panderetas
     Hermanas:
     ¿Verdad que con las palabras suce­de como con las cosas nuevas, que de pa­sarle la mano pierden el brillo y se hacen rutinarias? Me acordaba de esto con las felicitaciones de Navidad. Estuve despa­chando las de los amigos y pensaba en que – qué lástima de la palabra – «felicidad», tan limpia, tan hermosa, tan fundamen­tal; y tan gris, a fuerza de saludos de tien­das de comestibles. Me he dicho que tenía que felicitaros con el corazón, sobre los «crismas» bonitos y las frases de circuns­tancias, y aquí estoy, con el pensamiento de cada una de vosotras de cara a Dios y ese deseo de que seáis eterna y radiantemente dichosas, que es el fin de la naturaleza humana.
     Pienso y os digo que nunca es más oportuno el pensamiento de la felicidad, que en este día. El 25 de diciembre, más que una hermosa fiesta hogareña, más que una esperanza, es una evidencia de felici­dad, la sed infinita que hay en la raíz del corazón que desciende ya del cielo y se nos pone sobre la palma de cada uno.
     En realidad a partir de Belén, cada criatura que se esfuerza no hace sino mar­char por un camino de gloria fácil, dejar­se llevar por esa fuerza divina que le en­carna y le arrastra velozmente hacia una meta en donde se cumplen limpia y perpe­tuamente los sentimientos de paz, de ale­gría y de gozo. Desde Navidad, con el Niño que nace, somos como los bebés de un rei­no de bienaventuranza. Nadie mejor que vosotras lo ha entendido así. Lo dicen las alas de vuestros pies y el revuelo de vues­tro corazón ahora que empezáis a instalar el Nacimiento, o el brillo de vuestros ojos cuando ensayáis canciones, rebuscáis musgo por la huerta o desempolváis las viejas figuras de colorines. La ternura y el escalofriante misterio de un Niño recién nacido lo anunciáis tan sólo con el mensa­je de la alegría.
     Mirad, os quiero contad que ano­che nosotros también pusimos el Naci­miento. No os puedo decir que es pobre porque nunca será pobre ni aún un leve pensamiento de Dios. No es más que las tres figuras del Misterio, puestas delante de los libros, sobre un travesano de la bi­blioteca. Luego quisimos que allí hubiera también como un símbolo palpable de nuestro reconocimiento y hemos colgado del techo una gran estrella de purpurina, con su guirnalda y todo de verde y pape­les que relucen. Sin embargo, ahora mis­mo me decía que hay que ver la indiferen­cia de este Belén con canas y aquellos otros que empezamos a instalar con unas figu­ras que fuimos comprando al lado del abuelo y que cada año alineábamos sobre la mesa del comedor con la misma ilusión infantil y las mismas canciones de una vida que se despliega en esperanza. ¿Por qué no hay ahora en mi cuarto una bulla de zambombas? ¿ Es que la ilusión de Navi­dad se derrite al fuego de la vida, como la leyenda infantil del regalo de los Magos?
     Lo bueno de la Navidad es que está sobre las edades y los tópicos, los fraca­sos y los triunfos, los accidentes y las de­bilidades. Lo hermoso de esta felicidad es que Dios está en el destino de cada perso­na y allí se hace árbol de Amor que vive siempre en primavera, aunque en el cuer­po en que habita haya tribulaciones, peli­gros y sufrimientos.
     Cuando Dios da a compartir su alegría lo hace sin cortapisas, con nieve o sudando, con días de fiesta o jornada de trabajo, con cantares o entre lágrimas, al nacer o con el impacto de la muerte. Su júbilo sobrenada sobre los domingos y las fies­tas oficiales. Es una fuente que siempre tiene a punto su chorro claro para cada hora. Permanece siempre, se crece siem­pre, fructifica siempre.
     Por eso hay que tener cuidado con la zancadilla de las «luces». Con la ale­gría cristiana cabe el peligro de que nos la escamotee «nuestra» alegría, el molde de la alegría en uso. Y como la alegría una raíz tan limitada de risas y festejos, la paz se nos puede perder durante las circuns­tancias serias y difíciles. En un dolor de cabeza o durante una humillación no hay carcajadas, pero a ver quien puede negar el gozo que hay allí de la aceptación por amor. Las celdas se barren los lunes y los martes, sin fulgores de domingo; quejas y curas de enfermos se hacen en la noche y correcciones y titubeos de cartillas de ni­ños en los días grises; pero Dios sigue cada día sonriendo al fondo, sobre la aparente oscuridad y el baño común de las cosas. No habrá destellos ni iluminaciones, pero un algo secreto nos dice que estamos en buen camino y que, desde donde quiera que nos miren, los ojos de Dios permane­cen serenos y confirman nuestros pasos. Esa es la sustancia eterna de la alegría, la que vale porque está sobre las consolacio­nes momentáneas.
     Tan ancho y tan pleno es el mensa­je de la encarnación que también Cristo nos ha dejado la lección de estos ángulos «negros». Belén tiene ofrenda de requeso­nes, misión de ángeles y sonrisas de Niño sonrosado, pero nadie puede quitarnos, a su vez, el edor del establo, el frío, la po­breza o la angustia de una noche sin posa­da. Son realidades que Dios quiso incrus­tar en su misión como un elemento más a lo que salva. Antes que «padre» o «ma­dre», ya quedó en el pesebre la primera palabra del tesoro redentor de la alegría dolorosa. Lo que de verdad nos dijo en­tonces es que la alegría será siempre po­sible; que tiene un signo «más» que se cre­ce sobre los triunfos, pero también sobre los fracasos aparentes, los dolores y el duro y lento caminar de cada hora. ¿ Para qué darle vueltas? : la Pasión sangra ya en el Niño que sonríe entre la muía y el buey.
     Por favor, que nadie me piense un aguafiestas. A ver si me entendéis: lo que quiero dejar bien claro es este cuerpo ro­busto de la alegría cristiana, su transcendencia y su universalidad.
     Desde el concepto vulgar sólo se puede sonreír con el cuerpo sano, sin pro­blemas, o con discos y con monedas en el billetero. Por el contrario, desde Belén, la paz, el júbilo y la serenidad florecen ver­daderamente en la dura labor del trabajo y la obediencia, en la áspera línea de los vencimientos, en tantas contradicciones, quejas y dolores como rezuman las camas de los dolientes. El color de la comunidad cristiana es el blanco de la alegría y no el negro, (como alguien ha querido tachar­le); y es el blanco pensando en el símbolo clave del sepulcro abierto de Cristo.
     Sangre hay también en las palmas agujereadas del Mesías que resucita, como en las leves manilas del Niño entre paña­les, pero ya sólo cuenta la luz y la paz.
Vuestro siempre,Manuel Lozano Garrido
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