Pensar sobre la fe III. Hablar de Dios puede resultar presuntuoso, no hablar de Dios es imbécil

7 mayo de 2021

Hablar de Dios es presuntuoso, no hablar de Dios es imbécil dice Gómez Dávila. Aunque en estos tiempos, en los que disfrazamos la hipocresía con la corrección política, esta expresión  puede resultar dura no deja de ser cierta. Hablar de Dios, aunque sea para cuestionarle, es hablar del sentido o del  sinsentido de la existencia, hablar de la esperanza o desesperanza, hablar de la vida y la muerte, del tiempo y  la eternidad, hablar de la posibilidad de la verdad y el bien más allá del utilitarismo o del egoísmo camuflado bajo el ropaje del interés público o privado.

Cuando me refiero a hablar de Dios no  estoy invitando a que disertemos sobre Él para presentarlo como una especie de postulado de la ética o del conocimiento. No digo que esto esté mal, solo que no es mi intención. El hablar de Dios que propongo tiene que ver más con el riesgo de una aventura  que merece la pena. Se trata de hablar desde el nivel más profundo de la realidad que enlaza con el nivel más íntimo de nuestra  alma, donde las ideologías, las vanidades, los intereses o las mentiras,propias o ajenas,  están de más.

Se habla  de ciertos temas éticos,  de la actualidad de las  religiones o de la, poca o mucha, influencia de la  Iglesia, del Papa o de la doctrina,   pero se habla poco de Dios. Este mutismo sobre lo divino tiene mucho que ver con el deslizamiento de la fe al ámbito de lo privado. Ya advertía San Juan Pablo IIque una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida. En nuestra sociedad el silencio sobre Dios tiene como contrapartida  la experiencia de la ausencia de Dios. Ya han advertido algunos cómo la orfandad divina conlleva la muerte si no del propio hombre, como algunos pronostican, al menos la muerte del humanismo, o sea de ese conjunto de valores que parten de que la persona humana no es mercancía de intercambio porque no tiene un precio sino que es portadora de dignidad como enseñara Kant. De hecho la ausencia de Dios no ha abierto paso a lo trágico como pensaron Nietzsche, Sartre o Camussino  a lo mezquino, a lo ruin, a lo miserable, o sea  a lo sórdido,  en ocasiones   con el aval de lo políticamente correcto y lo legal, que no legítimo.Y es que la  expulsión de Dios de la escena pública no tiene que ver con el intento de asumir la responsabilidad del mundo sino por el contrario con la intención de no  asumirla. De hecho Dios  significa,entre otrasmuchas cosas, que somos auténticamente responsables de lo que hagamos  con nosotros, con los demás y con el mundo porque la responsabilidad siempre es ante Alguien.

En sus Diarios filosóficos   Wittgensteín tenía escrito: Creer en un Dios significa comprender la pregunta sobre el sentido de la vida. Creer en un Dios implica el ver que con los hechos del mundo no está todo dicho. Creer en Dios implica ver que la vida tiene un sentido. En la actualidad hay muchas personas a las que les resulta difícil encajar a Dios en la imagen lógica que tienen del mundo, por cierto esto mismo le ocurría a Wittgenstein, pero sería bastante necio,existencialmente hablando, dejar de lado todas las experiencias y sentimientos que nos hablan de esa necesidad de sentido que tenemos. Hablar de Dios es hablar de nosotros, de nuestro puesto en el cosmos; es pensar sobre la alternativa que se establece entre sentirse arrojados al mundo o  ver la vida como un don. Hablar sobre Dios, al contrario de lo que suelen pensar muchos ateos, es mucho más que buscar una especie de consuelo respecto al tema de la muerte. Dios no es solo la substancia de lo que esperamos sino la substancia de lo que vivimos y de lo que amamos. Es comprender que lo puede colmar el corazón, contrariamente a lo que a menudo juzga la razón, entra en el campo de nuestras posibilidades.

Hablar de Dios, como descubriera Pascal, es superarla  escisión entre   la razón calculadora, instrumental y analítica, que se ocupa de las cosas y la razón cordial  que tiene que ver con el sentido de la vida,  la espiritualidad y la calidad de las relaciones humanas. Es descubrir que la razón calculadora corrige los errores lógicos, pero los errores espirituales solo son corregibles por la conversión de la persona.Y es que Dios más que el objeto de mi razón o de mi sensibilidad, es el objeto de mi ser. Si sabemos lo que quiere decir el vocablo Dios entenderemos que Dios existe para nosotros en el mismo acto en que existimos.

Hablar de Dios, es sobre todo hablar del amor, no del amor natural que se circunscribe al deseo,  la emoción o al sentimiento, sino a la raíz ontológica del amor. Con que radicalidad lo   expresa San Juan al afirmar: Dios es amor (1 Jn 4:16). De hecho el amor no es misterio sino lugar donde el Misterio se disuelve. Más que la razón es el amor el que ronda sin descanso ante la impenetrabilidad del ser permitiéndonos, de vez en cuando, obtener un fragmento.  Por, último, hablar de Dios es considerar que por  mezquina y pobre que sea toda nuestra vida, éstasiempre tendrá algún  instante digno de eternidad.

Después de lo dicho se puede comprender a quien afirmó que ni el diablo le queda al que pierde a Dios. Ciertamente no todos los creyentes han vivido el encuentro con Dios como una experiencia que les sacudiese hasta los más profundo de su ser, tal como pareciera deducirse de esta reflexión, pues  hay tantos grados en la experiencia religiosa como creyentes. Lo que sí debe quedar claro  es que la cuestión de Dios, se crea o no se crea en Él, no es una cuestión baladí, y que aunque hablar sobre Dios pueda parecer presuntuoso no hablar sobre Él es pura necedad.

Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote diocesano y Profesor de Filosofía

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