Pensar la fe VI. Recuperar el tiempo con aroma y la vida contemplativa

19 julio de 2021

La fe es una cuestión puramente subjetiva, incapaz de ser evaluada desde la exterioridad. De ahí que la vida religiosa y lo que lleva anejo es, para el no creyente, incomprensible[1]. Esto explica la dificultad que tienen muchos creyentes para ser testigos de su fe en un mundo en el que Dios ha desaparecido de la conciencia de muchas personas. El sociólogo Peter Berger[2] decía que la estructura de verosimilitud, es decir,  lo que era creíble o no, había cambiado en occidente lo que implicaba que para muchas personas la existencia de Dios no era creíble. No se trata de que nos preguntemos sobre si Dios existe o no y respondamos que no creemos en Él, no, la cuestión es  que ni siquiera tenía sentido plantearse esa cuestión, como no tendría mucho sentido plantearse si las hadas existen o no. No es extraño que el creyente ante esta circunstancia quede perplejo. De hecho cuando él habla de Dios, habla más desde una experiencia que desde un conocimiento teórico. Dios le sostiene, le envuelve y le penetra. En Dios somos, nos movemos  y existimos dirá Pablo o como afirmara  Juliana de Norwich: no solo estamos hechos por Dios, sino que estamos hechos de Dios. El creyente, por propia experiencia, sabe de esa dimensión del entendimiento que le permite abrirse a lo trascendente.  Sin embargo, en nuestra vieja Europa muchos tienen una especie de ceguera metafísica para lo divino. Pero ¿por qué para muchas personas esa facultad permanece cerrada?

Parte de la respuesta a esta cuestión está en la perdida de la capacidad contemplativa. Dios habita en lo profundo, para encontrarse con Él es necesario sumergirse en la vida y no, simplemente, surfear por ella. Esa inmersión en la vida tiene que ver mucho con nuestra experiencia del tiempo. Nuestro ser no deja de ser tiempo como advirtiera Heidegger[3], pero ¿Cómo es el tiempo que vivimos hoy?

Vivimos en un tiempo que pasa rápido, veloz, siempre acelerado. Un tiempo disperso, atomizado, sin aroma como señala el filósofo Byung – Chul Han[4]. Siempre lo mismo, nada comienza porque nada concluye, cada instante es igual a otros instantes. Vivimos sin percepción  teleológica (un tiempo que va hacia algún lado) ni percepción teológica (un tiempo que va hacia Dios o la eternidad); se trata pues de un tiempo sin sentido de trascendencia porque no tiene final. ¿Cómo vivir y cómo morir en un mundo sin final, sin sentido, sin rumbo? Esto conlleva un problema existencial, una vida carente de sentido, marcada  por el rendimiento, donde la vida se nos escapa  persiguiendo metas que nos agotan antes de morir. Viviendo ese tiempo, hecho de puros presentes sin ningún significado último,  nos obsesionados por la salud y pretendemos envejecer sin hacernos mayores[5]. En una existencia sin profundidad, resbalando  por la vida, siempre morimos a destiempo.

La impresión de que todo pasa rápido tiene que ver con la imposibilidad de la demora y con el cambio permanente de vivencia tras vivencia. Con  este panorama valores como el compromiso (presente), lealtad (pasado) o promesa (futuro) que requieren proyección temporal pierden sentido. En un mundo donde todo es presente, donde no hay memoria (antes) ni esperanza (después) la historia carece de significado  pues todo se vuelve igual. No hay una narración, como  ocurría con el cristianismo, que dote de permanencia, de duración al tiempo.

Se trata de un tiempo en el que  se  pierde el conocimiento profundo que requiere del reposo y la maduración. Todo son informaciones,  datos y más datos. Análogamente a lo que ocurre en  las redes sociales,  la vida se compone de links que se pueden abandonar  y cambiar. La existencia se va transformando   en una especie de  espacio digital, en el que se  surfea pero no  se camina. Vivimos inmersos en una serie alocada de acontecimientos, de novedades  que impactan en un segundo y se olvidan al siguiente. Es la diferencia entre el peregrino y el turista, el turista solo transita de un aquí y ahora a otro aquí y ahora, mientras que el peregrino transita una ruta con un destino que va de un aquí a un allá

Sin embargo, es en el intervalo entre presente y futuro en el que descubrimos el sentido,  ese es el espacio en el que  se genera la esperanza que acontece en la dialéctica entre tiempo y eternidad. En el espacio donde no se da una tensión entre el tiempo y la eternidad  todo se convierte finalmente en goce inmediato y frustración perenne. El tiempo queda reducido a  trabajo y consumo. El ocio (fundamental para tener una actitud contemplativa como enseñara Aristóteles) se convierte en una etapa entre trabajo y trabajo, tiempo para recargar las pilas y seguir trabajando. No queda espacio para la demora, para la lentitud necesaria que permite contemplar nuestro pasado y  vincularnos con él a través del recuerdo. Precisamente es ese el tiempo  que posibilita, en la esperanza, abrirnos al futuro.  Sin esta demora, sin este tiempo sin prisa, es imposible  contemplar la verdad, el bien y  la belleza   que son el reflejo de  lo divino.

Hemos de recuperar esa demora, ese aroma del tiempo, recuperando la vida contemplativa. La capacidad de  contemplación  permitirá que nos  sumerjamos en la vida y captemos (experimentemos) el Misterio que nos envuelve. Este es el modo de vivir que produce tiempo y amplía el espacio permitiéndonos desvelar la presencia de lo divino en el tejido de nuestra historia. Es la vida contemplativa la que nos pone en contacto con lo divino en el cosmo. Es  la vida contemplativa la que descubrirá que el río del tiempo desemboca en el océano de la eternidad.

Después de todo, parafraseando a Kierkegaard[6],  lo que nuestra época necesita en el más profundo sentido puede decirse total y completamente en una sola palabra: necesita eternidad. La desdicha de nuestro tiempo es justamente que se ha convertido simplemente nada más que en tiempo disperso, suelto, atomizado, un tiempo sin aroma, un tiempo sin  eternidad.

Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote diocesano y Profesor de Filosofía

 

[1] M. Maceira, Schopenhauer y Kierkegaard, Cincel 1985, p. 174.

[2] Peter L. Berger, El dosel sagrado: para una teoría sociológica de la religión, Kairos, Barcelona 2006.

[3] M. Heidegger, Ser y Tiempo, Trotta, Madrid 2020.

[4]Byung –Chul Han, El aroma del tiempo. Ensayos filosóficos sobre el arte de demorarse, Herder, Barcelona 2015.

[5] Ezequiel Ander-egg,, Cómo envejecer sin ser viejos, CCS, Madrid 2010.

[6] S. Kierkegaard, Mi punto de vista, Sarpe, Madrid, 1995 p. 147.

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