Homilía del Obispo en el Domingo de Ramos
11 abril de 2022Iniciamos hoy, Domingo de Ramos, la que llamamos Semana Santa. La semana más hermosa y grande de todo el año litúrgico. El tiempo más intenso y central de nuestra fe, de nuestra vida religiosa.
Es de nuevo “el paso del Señor” por nuestra historia, por nuestra vida. Lo que exige, por nuestra parte una actitud de escucha y acogida. Tengamos abierto nuestro corazón, Dios nos va a hablar y quiere derramarnos su amor.
Recordamos hoy la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. La ciudad de Jerusalén es unas veces símbolo de la salvación celeste. Otras veces es símbolo del mundo entero. Hoy Jerusalén es el mundo… Hoy Jerusalén es tu casa… y Él entra, aclamado y victorioso. Esta Jerusalén es signo de lo que debería ser la tierra, el mundo entero.
Hoy nosotros queremos recordar y repetir el recibimiento de Jesús. Seamos ese pueblo sencillo que sale a recibirle con los ramos de nuestro corazón agradecido y el manto de nuestra vida que desea cumplir su Palabra; seamos el pueblo de buena voluntad que ve en Jesús al enviado de Dios, fuente de verdad y de vida, verdadero Salvador de la humanidad, esperanza y centro de nuestra propia vida. Procuremos que este recibimiento sea sincero, y lleno de consecuencias, que son los frutos que esperamos en esta Pascua.
Con este recibimiento iniciamos la celebración de la Semana Santa. Desde ahora tenemos que vivirla intensamente. Hagamos un acto expreso de fe en Él: “Creo Jesús que eres nuestro salvador, creo que eres el camino y el apoyo y la esperanza de mi vida. Confío en ti, me entrego a ti, quiero que tomes posesión de mi vida, de mi corazón”.
Las lecturas que acabamos de escuchar son el pórtico que nos introducen a los acontecimientos de estos próximos días. Como siempre nos ayudan a entender mejor la profundidad del misterio que vamos a vivir.
Isaías nos habla del Siervo de Yaveh que se ofrece así mismo, inocente por los pecadores para salvar a todos. Y San Pablo, haciendo eco de las palabras de Isaías, nos da la verdadera perspectiva desde la cual hay que entender el relato de la Pasión de Cristo: “Dios creador, nos ama de tal manera, que envió a su Hijo Eterno para que se hiciera uno de nosotros y así redimiera y salvara nuestra vida desde dentro de nuestro propio mundo”.
Este es el misterio que nunca acabaremos de comprender: Dios creador no nos dejó abandonados a nuestra suerte, o a nuestra desgracia. Quiso estar a nuestro lado, compartir nuestra vida, para restaurarla, para dignificarla, para salvarla.
Y en este amor llegó hasta hacerse como un hombre cualquiera, sometido a las angustias de la muerte, a la ceguera y la crueldad de los hombres.
Hemos escuchado en el Evangelio el relato de la Pasión de Jesús tal como nos la cuenta San Lucas. Estos relatos de la Pasión son probablemente los textos más antiguos de los Evangelios. Las primeras lecturas que corrieron entre los cristianos y que se leían en las asambleas cristianas, en los inicios del cristianismo. La Muerte y la Resurrección de Jesús son los acontecimientos centrales de nuestra redención, la substancia misma de todas las Eucaristías y de toda nuestra vida.
Os invito a repasar la lectura de la Pasión que hemos escuchado en casa, con sosiego, con amor, con gratitud. Para esta lectura os sugiero unos puntos de vista:
La Pasión y la Muerte de Cristo son una entrega y una donación de Dios a cada uno de nosotros. Dios nos lo envía para que nos salve viviendo y muriendo con nosotros. Detrás de la silueta terrible de la Cruz está el gran amor y la gran compasión de Dios.
Al otro lado estamos nosotros, los hombres. En torno a Cristo aparecen todas las flaquezas humanas: la cobardía y el arrepentimiento de Pedro; la traición y la dureza de Judas; la frivolidad de Pilatos y Herodes; la hipocresía de los dirigentes judíos; la ceguera del pueblo; la humildad y la piedad del buen ladrón. Preguntémonos: ¿Cómo queremos asistir nosotros a la Pasión del Señor? ¿Qué papel tomo en esta tremenda obra?
Y, por último, en el centro de este torbellino, está Jesús que vive su propio destino, cumpliendo la voluntad de Dios, perdonando a quienes le rechazan y torturan, inaugurando la vida nueva de la verdad, de la libertad, del perdón y de la esperanza:
Jesús entrega la vida libremente, nos la deja, en su cuerpo y en su sangre, como un don, como un tesoro para nosotros, que está siempre a nuestro alcance en el sacramento de la Eucaristía.
Ante la muerte aparece, como nunca, su entera y sencilla humanidad. La muerte le da horror. Se siente solo, incomprendido, abandonado. Sólo la cercanía y el amor del Padre del Cielo le da fortaleza: Hágase tu voluntad y no la mía.
Acerquémonos con reverencia, con amor y devoción, a la Pasión del Señor, al Triduo Santo, que iniciaremos con la Eucaristía vespertina del Jueves Santo, y hagamos nuestros sus sentimientos y sus palabras de salvación.
Vivamos la Misa Crismal, el próximo martes, junto a nuestros pastores, las celebraciones del Jueves y Viernes Santo, la Gran Vigilia Pascual y la Misa de Pascua, momentos imprescindibles de la vida del cristiano. Es la oportunidad para renovar nuestra fe, recordar y revivir los acontecimientos culminantes de la vida de Jesús, entrar en ellos, hacerlos parte y fundamento de nuestra vida, de nuestras convicciones morales, de nuestras actitudes de fondo ante la vida y la muerte, la salud y la enfermedad, la alegría y el dolor. Ser cristiano significa vivir revestido, empapado todos los días del año de la Muerte y de la Resurrección de Jesús.
De este amor de Jesús, tiene que alimentarse cada día nuestra fe, nuestra fidelidad, nuestra fortaleza para crecer en una vida nueva que sea capaz de renovar el mundo con la fuerza y el Espíritu de Jesús.
Pidamos a la Santísima Virgen María, primera discípula de Jesús y testigo fiel de su Pasión, que nos ayude a vivir estos días santos con recogimiento, piedad y devoción para que sean fuente de renovación de nuestra vida espiritual, como de hijos de Dios y testigos de su amor.