Homilía de la Misa del Jubileo del Arciprestazgo del Condado y las Villas

2 abril de 2016

Saludos…

 

1. Con la alegría propia de la Pascua, que estamos celebrando, quiero saludar y agradecer, antes de nada, a Arcipreste, sacerdotes y a todos los presentes, su esfuerzo para poder encontrarnos en esta Catedral de Baeza para alcanzar la indulgencia singular de este jubileo extraordinario de la Misericordia.

Hacemos presentes también a todos los demás fieles de las parroquias del arciprestazgo, de forma especial a los enfermos, personas impedidas, niños, adolescentes y jóvenes, a quienes también hemos de acercar a sus vidas el mensaje de un Dios misericordioso y que nos ama a cada uno.

Mi saludo asimismo a las autoridades y representaciones, a cuantos han hecho posible este encuentro y al coro que nos acompaña en esta celebración.

 

2. Pero por encima de todo, demos gracias a Jesús Resucitado quien, a través de su Iglesia y el Papa Francisco, quiere regalarnos en este jubileo extraordinario la gracia especial de la Indulgencia, como lo hace de tiempo en tiempo, a lo largo de los siglos, la última vez fue en el jubileo del año 2000.

Seguro que se lo habrán explicado, pero se lo recuerdo brevemente. La Iglesia, ha querido, para conmemorar el cincuenta aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, acontecimiento de tanta importancia a favor de la renovación de la Iglesia, liberarnos por la gracia de la indulgencia, de todos los residuos y consecuencias que dejan en nuestra vida los pecados, aunque estén ya perdonados. Esta indulgencia nos da vigor interior para vivir los compromisos de nuestra fe, sobre todo la caridad y misericordia para con nuestros prójimos, especialmente con los necesitados. Nos hace partícipes, de una forma extraordinaria, de los beneficios de la redención de Cristo y de su Iglesia (Cf. MV, n. 22).

Para eso nos reunimos en este hermoso Templo, que levantaron nuestros antepasados en la fe. Hemos llegado en peregrinación, recordándonos nuestra vocación de caminantes, y atravesando la Puerta Santa, apuntándonos el final de nuestro camino en esta vida, cuando atravesemos la “puerta del cielo” que nos abrió el Triunfo de Cristo en su Resurrección. Profesaremos juntos nuestra fe, el Credo, y nos alimentamos del Pan de la Vida, sagrada Comunión, viático del caminante, habiendo pedido el perdón de nuestros pecados ante un confesor, dentro del plazo de quince días. Finalmente, en comunión con toda la Iglesia, rezaremos el Padrenuestro por las intenciones del Santo Padre y la oración del jubileo.

 

3. En la víspera de este Segundo Domingo de Pascua, hemos proclamado sus lecturas santas, porque saben que, por designio del Papa san Juan Pablo II, se llama Domingo de la Divina Misericordia. Como él mismo nos explicó en su encíclica Dives in misericordia: la “Divina Misericordia es la manifestación amorosa de Dios en una historia herida por el pecado. ‘Misericordia’ viene de dos palabras: ‘miseria’ y ‘cor’. Dios pone nuestra mísera situación debida al pecado –escribió este Papa, ‘súbito santo’ como se pidió en la plaza de san Pedro de Roma el día de sus exequias- en su corazón de Padre, que es fiel a sus designios. Jesucristo muerto y resucitado, es la suprema manifestación y actuación de la Divina Misericordia ‘Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único’ (Jn 3,16)”.

¡Qué hermosa realidad de fe para nuestras vidas: la misericordia de Dios! Metamos bien en nuestro interior, a lo largo de todo este año jubilar, que es un amor tan grande, tan profundo el que Dios nos tiene, un amor que no decae, que siempre sujeta nuestra mano, nos sostiene en el camino hasta la puerta santa de la eternidad. Nos levanta, alimenta y nos guía hasta entonces.

 

4. En el Evangelio proclamado hemos escuchado cómo el apóstol Santo Tomás experimentó la misericordia divina. No se fió de lo que le dijeron los otros apóstoles: “Hemos visto al Señor”. Quiso ver personalmente y meter su mano en la señal de los clavos y del costado de Jesús Resucitado.

Se le suele acusar, por ello, de incredulidad, aunque lo que pretendió fue experimentar por sí mismo a Jesús Resucitado, sin contentarse con el testimonio de los demás; la paciencia de Jesús permite que, a los siete días, le envuelva su misericordia mostrándole sus heridas. Tomás recobró su confianza, y de incrédulo, la presencia de Jesús Resucitado, le transformó en creyente.

Escribió el teólogo Rahner que: “El cristiano del futuro o será un místico, es decir, una persona que ha experimentado algo, o no será cristiano”. Hemos de tener nosotros también ese deseo de experimentar por nosotros mismos a Cristo resucitado, sin contentarnos únicamente con el testimonio de los demás.

Una segunda lección de este Apóstol, es un acto de fe impresionante: “Señor mío y Dios mío”, palabras que hemos de poner en nuestro corazón y en nuestros labios muchas veces, sobre todo en la elevación de la Sagrada Hostia y el Cáliz después de su consagración en la Santa Misa.

Finalmente debemos imitar también al Apóstol Santo Tomás en no apartarnos de la Comunidad cristiana, de nuestras parroquias, venciendo cualquier tentación de huida. Sería un grave error, como el que cometieron en la tarde de Pascua los dos discípulos que huyeron fracasados de Jerusalén camino de la villa de Emaús, aunque regresaron de inmediato cuando comprobaron, al partir el pan, la presencia del Resucitado en aquel desconocido que se les acercó en el camino. Que Jesús Resucitado nos reintegre a la comunidad si en alguna ocasión nos alejamos de ella.

 

5. Sí, hemos hemos de tener siempre la valentía de volver al Señor y su Comunidad, sea cual sea el error, el enfado, o el pecado que hayamos cometido.

Siempre, como Santo Tomás, podemos entrar en las llagas de Jesús. Esto ocurre cada vez que celebramos los Sacramentos. En sus heridas nos manifiesta su inmenso amor por nosotros.

San Bernardo, en un Sermón, sobre el libro del Cantar de los Cantares, se pregunta: ¿En qué puedo poner mi confianza? ¡En mis méritos? Y se responde: “Mi único mérito es la misericordia de Dios. No seré pobre en mis méritos, mientras Él no lo sea en misericordia. Y, porque la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis méritos” (Sermón 61,4).

 

6. Quedémonos con estas palabras de San Bernardo y busquemos siempre como Santo Tomás la experiencia personal en nuestras vidas de Jesús Resucitado.

Digamos con San Ignacio: “dentro de tus llagas, escóndeme y mándame ir a Ti, para que con tus Santos te alabe y bendiga, por los siglos de los siglos”.

Que Jesús Resucitado y nuestra Madre del Cielo, la Virgen de la alegría, nos lleven de su mano. Amén.

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