Homilía de la Misa del Jubileo del Arciprestazgo de Baeza

3 abril de 2016

1. Con la alegría propia de este tiempo de Pascua celebraremos en este Domingo de la Divina Misericordia el jubileo extraordinario a que nos ha convocado Su Santidad el Papa Francisco. Daremos gracias desde esta hermosa Catedral de Baeza, testigo de tantos acontecimientos en la historia de nuestra Iglesia particular de Jaén, el cincuentenario de la clausura del Concilio Vaticano II. Al mismo tiempo recibiremos la gracia extraordinaria de la Indulgencia jubilar. Por ella la Iglesia, Esposa de Cristo, libera al pecador ya perdonado “de todo residuo, consecuencia del pecado, habilitándolo para obrar con caridad y crecer en el amor más bien que a recaer en el pecado”. “Nos hace partícipes a todos de los beneficios de la redención de Cristo, porque el perdón se extiende hasta las extremas consecuencias a las que llega el amor de Dios” (M.V. n. 22).

Saludo con sumo afecto a nuestro querido Arcipreste, sacerdotes, consagrados y al gran número de fieles laicos de las localidades del Arciprestazgo, además de Baeza aquí presentes. Mi saludo especial para sus enfermos, personas impedidas, niños, adolescentes y jóvenes a quienes sé que están llevando el mensaje de misericordia, de este año jubilar de una u otra forma. Les animo a celebrar este año con mimo y cuidado especial “la pascua del enfermo”.

Mi saludo asimismo a autoridades, representaciones, cofradías y demás colectivos, al coro que nos acompaña, al tiempo que hemos de agradecer el interés y dedicación tanto de las parroquias como de las instituciones civiles que han organizado y hecho posible este encuentro.

2. Celebramos hoy, como he dicho, el Domingo de la Misericordia que instituyó el Papa santo Juan Pablo II para toda la Iglesia. Fue un gran apóstol de la misericordia que han continuado en su Magisterio el Papa Emérito Benedicto XVI y el actual Pontífice, el Papa Francisco.

¡Qué hermosa es esta realidad de fe para nuestra vida: la misericordia de Dios!, dijo en una homilía el actual Pontífice hace tres años, en un Domingo como hoy.

En el Evangelio de este domingo, el apóstol Santo Tomás experimenta precisamente esa misericordia divina, que toma rostro concreto: Jesús de Nazaret, Jesús Resucitado. No se fió este Apóstol de lo que le dijeron sus compañeros: “Hemos visto al Señor”. No le bastó la promesa y anuncio de Jesús: “Al tercer día resucitaré”. Quiere ver, quiere tocar, meter su mano en la señal de los clavos y del costado.

La reacción de Jesús fue tener paciencia. Le dio una semana de plazo a Tomás, no le cerró la puerta en su incredulidad.

La reacción de Tomás, ante esta misericordia y paciencia, fue reconocer su pobreza, su poca fe: “Señor mío y Dios mío”, le dijo. Se dejó envolver por la misericordia que brotaba a raudales de aquellas llagas aún abiertas por nuestro amor y su costado. Recobró su confianza y se transformó en un hombre nuevo: de incrédulo se hizo creyente.

Siempre hemos de confiar en esa paciencia del Dios misericordioso, como aparece con rasgos muy nítidos en la espera paciente del Padre, en la parábola del hijo pródigo, el regreso del hijo que abandonó su casa, o el perdón de Pedro, por parte de Cristo con su mirada de amor, en la noche de su Pasión, después de haberle negado tres veces.

 

3. No quiero extenderme en mis palabras, pues sé el interés que han puesto en sus Parroquias en la preparación de este acto jubilar, pero me van a permitir que subraye otro elemento importante que se desprende de las lecturas santas proclamadas, unido al de la paciencia de Dios. Me refiero a la valentía, por nuestra parte, de volver a Dios, sea cual sea el error, sea cual sea el pecado que haya penetrado en nuestro ser, en nuestra vida.

Jesús invitó a Tomás a meter su mano en las llagas de sus manos y de sus pies y en la herida de su costado. También nosotros podemos entrar en esas llagas que permanecen vivas y frescas en Jesús Resucitado, lleno de amor para todo hombre y mujer. Podemos tocarlo realmente. Nos anima y espera siempre durante esta vida a refugiarnos en esas heridas de su amor, ponernos en sus brazos para que Él nos ame y nos transforme.

Esto ocurre cada vez que recibimos los Sacramentos. Él nos toca al perdonarnos, por medio del sacerdote, y nos levanta y hace fiesta; Él nos toca y nos alimenta con el Pan de la Vida, en la Eucaristía; nos tocó por primera vez a través de las aguas bautismales, en la Confirmación, en cada uno de los sacramentos, en el Orden a los Diáconos, Sacerdotes y Obispos, en el Matrimonio a los casados, en el gran sacramento de la Santa Unción, para los enfermos y personas mayores. Continúa brotando agua y sangre de su costado abierto en la cruz.

Es de verdaderos creyentes confiar siempre en Dios y refugiarse en las heridas de su Hijo que entregó su vida por nosotros y por nuestra salvación.

Seguro de que todos los presentes somos testigos de haber visto con los ojos de nuestra fe la misericordia de Dios, y sentido su paciencia, concediéndonos tiempo para regresar a su casa. Hemos sentido de alguna forma su ternura, al abrazarnos con su amor, lleno de perdón, de nueva vida.

 

4. Termino ya. Dos cosas nada más.

La primera, que como a sus primeros discípulos, Jesús continúa invitándonos para ser sus testigos de misericordia y amor en el mundo, donde se desenvuelve nuestra vida. “Como el Padre me envió, yo os envío a vosotros”. Hoy nos hace esta misma encomienda a cada uno y para ello, también como entonces nos regala la fuerza de su Espíritu. “Recibid el Espíritu Santo”. Sed siempre misericordiosos como lo soy con vosotros, nos susurra a cada uno con el inmenso amor que tiene.

Lo segundo, es pediros que recéis por mí, cuando se acerca el final de mi pastoreo en esta querida Iglesia de Jaén. Oremos también por mi sucesor, al que Dios destine. Es Jesús resucitado, quien nos guía. Los demás, pastores y fieles, le seguimos, poniendo en nuestras manos pobres y torpes, perlas de gran valor, talentos que hemos de hacer fructificar y nunca enterrar por miedo o desidia.

5. Que el Señor Resucitado nos conceda las gracias abundantes de la indulgencia jubilar y nuestra Madre del Cielo nos lleve también siempre de su mano. Que así sea.

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