Filosofía y mística X.  La experiencia de Dios I

10 julio de 2023

“En nuestros días emerge cada vez más la dimensión experiencial (mística si se quiere) de lo cristiano que hemos llamado cristianía. Ya no es lo jurídico lo importante (cristiandad), ni lo doctrinal lo decisivo (cristianismo), sino la relación vivida con el misterio de Cristo”[1]. Sin un conocimiento que parta de la experiencia, hablar sobre Dios es pura palabrería, puro vacío.

 Pero ¿qué  entendemos por experiencia? Cuando hablamos de  experiencia nos referimos a esos fragmentos conscientemente vividos. No se trata de las noticias que nos han dado o los conceptos e ideas que se nos han transmitido,  sino  de ese conocimiento que se nos da por medio del contacto inmediato con la realidad. La experiencia puede revestir muchas formas, una de ellas es la experiencia de Dios.

Para poder comprender, o al menos intuir, esa realidad interiormente vivida a la que nos referimos cuando hablamos de experiencia de Dios vamos a pensar en algunas experiencias, más o menos comunes, que tienen una con naturalidad con la experiencia de Dios.  Siguiendo la senda  fenomenológica nos encontramos con experiencias que pueden denominarse como experiencias de la trascendencia. Nos referimos a esos episodios que sobrepasan la experiencia ordinaria. Suelen ser episodios breves  en los que nos sentimos desbordados por la aparición de una realidad que amplifica nuestra ordinaria capacidad de percepción: experiencias en la naturaleza, experiencias propiciadas por una obra de arte (una pintura, un poema, una obra arquitectónica, una melodía determinada….), experiencias ante una profunda relación interpersonal o ante una situación límite. El mundo aparece transfigurado, no encontramos palabras adecuadas solo se puede hablar de intensidad, de densidad o de luz Qué decir también de esas experiencias que Jaspers denominaba  “cifras de la trascendencia”[2]. Experiencias radicales que  remueven  lo más profundo del alma. La experiencia del fracaso en algo que considerábamos esencial para nuestra vida, un proyecto, una relación, etc. La experiencia del dolor que nos enfrenta a nuestra propia finitud. La experiencia de la soledad, el vacío, el estar de más. Sobre todo, la experiencia ante la muerte de un ser querido. Se  trata  de experiencias que  conmueven, que hacen aflorar a la consciencia la insatisfacción y la contingencia de nuestra vida,  experiencias que  hacen que nuestro propio ser se convierta en un enigma.

Las experiencias de las que hemos hablado permiten establecer un puente con  las experiencias propiamente religiosas. Éstas  pueden ser el preámbulo de las experiencias religiosas pero  no se pueden identificar sin más con ellas. Lo que  diferencia propiamente unas de  otras es el contenido. Los fenomenólogos de la religión se refieren a la experiencia religiosa en términos de encuentro.  La experiencia la suscita algo “prius” y “supra”, algo anterior y superior, algo personal que nos toca, nos penetra, nos envuelve. Se trata de la experiencia de ese  Misterio (de Dios) del que no podemos disponer ni dominar. El Misterio no es un objeto, es una presencia[3]. La trascendencia (lo  divino) en la inmanencia  (lo humano). No se trata de algo que experimentemos como procediendo de mis sentidos, de mi entendimiento o de mi voluntad. Es algo que estando en lo más profundo de nuestro ser y en el hondón de lo real nos sobrecoge. No hablamos del ser que está a este lado de la cortina sino de la fuente y el sentido del ser. Inmersos en la actividades de la vida (lo urgente) no lo captamos pues perdemos la capacidad de escuchar y experimentar la propia Vida (lo importante).

Esta experiencia religiosa no se da al margen de la fe sino que esta intrínsecamente unida a ella. La fe es esa capacidad de apertura a algo más que no nos viene dado por los sentidos o la inteligencia, no se trata de una mera creencia que se nos ha transmitido por medio de una tradición a la que pertenecemos.  Al igual que el ojo de los sentidos nos permite abrirnos a las cosas que nos rodean y el ojo de la razón nos permite penetrar en ellas, el ojo de la fe nos abre a  un más allá,  a una trascendencia en la que todo se funda y se sostiene. Esa experiencia puede presentarse como un sentimiento intenso de presencia, tal como lo describe Eloy Sánchez Rosillo en su poema la luz: “Y de pronto se destapa una luz poderosísima en tu interior y dejas de ser el hombre que eres en ese momento”. Pero  Dios también se hace palpable, audible y visible en la vida ordinaria cuando nuestra propia historia es vivida a la luz de la fe  sencilla y profunda que nace del encuentro con Alguien que nos ama y al que amamos sin conocer ni comprender del todo. Ese Alguien que nos hace sentir aquello que cantara el poeta: “cuando todo era nada apareciste Tú y ya nada era nada” (Ángel Darío Carrero).

 Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote diocesano y Profesor de Filosofía


[1]   R. Panikkar, Iconos del Misterio, la experiencia de Dios, Península, Barcelona, 1998, p 88.

[2]  K. Jaspers, Cifras de la trascendencia, Alianza, Madrid 1993.

[3]  J. Martín Velasco, Introducción a la fenomenología de la religión, Trotta, Madrid 2013

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