Filosofía y mística IV. La máscara y el misterio del hombre
1 febrero de 2023Por una razón oscura hay algo que no marcha en nuestro tiempo entre el hombre y el Dios que se le presenta, decía Teilhard de Chardin[1].En este tiempo es fundamental dilucidar el origen de la huida de lo divino; poner al descubierto las raíces de la secularización y contribuir a la instauración de una nueva manera de pensar sobre la esencia delo divino que deje a Dios ser quien es y El que es. Para eso es necesario aprender de nuevo a ver, pero sobre todo a verse, a entenderse, a contemplarse.
Todo lo profundo necesita de máscaras afirmaba Nietzsche. Precisamente la raíz de la mística está en la posibilidad que tiene el hombre de ver tras esas mascaras que cubren la realidad. La máscara más relevante es aquella que cubre al ser humano. En un primer momento el hombre se ve como una parte más del cosmos, una pieza del universo en el que está inmerso. El hombre se entiende como un conjunto de átomos entrelazados fruto de una evolución azarosa, no puede contemplarse sino solo explicarse como un sistema material. En este momento ni experimenta ni padece su propia trascendencia; vive en la superficie y no es partícipe de lo sagrado que anida en sus entrañas. Esta es la realidad del ser humano materializado cuyo espíritu está exangüe. Todo cambia si descubre su alma. El alma es el único punto de partida inmediato, no cósmico, del ser humano. Ese descubrimiento le permite adentrarse en sí mismo, vislumbrar el amor y, con él, el padecer que le acompañarán durante toda su existencia. Se trata de un sentir originario, de una auténtica experiencia mística. Descubrir el alma y descubrir la acción de Dios en ella suelen ir de la mano.
No hablamos de una experiencia exclusiva de unos pocos, en absoluto. En todos las personas existe esa capacidad y esa propensión hacia ese sentir originario que llamamos mística. Todos tenemos una fuerza interior que apunta hacia la unión con la Realidad Suprema que podemos intuir en el universo que nos circunda, pero que realmente experimentamos en nuestro interior. Esa experiencia universal se manifiesta en una sed que no puede satisfacer nada mundano. Por mucho que lo intentemos, siempre necesitamos algo que parece que se nos escapa. Es la sed por una interpenetración más profunda, más íntima con Dios. Podemos así hablar de una dimensión mística de la existencia humana[2].
Utilicemos nuestra memoria y nuestra imaginación para visualizar esa dimensión mística en nuestra propia vida. Cuando algo nos emocionó o nos conmovió profundamente, cuando un acontecimiento, una palabra, una imagen, un sueño o una persona hizo que se tambaleasen los cimientos de nuestra existencia, lo que aconteció es que en un punto determinado se alcanzó el fondo de lo sagrado que anida en nosotros. En los momentos más intensos de dicha, momentos cumbre, pero sobre todo en los intensos momentos de soledad e impotencia frente a los retos de la existencia, en los fracasos, en la experiencia de la muerte de aquel a quien amamos, nuestro ser se recoge sobre sí mismo. Entonces comenzamos a preguntarnos por la razón y sentido de nuestras vidas. Puede que nos sintamos como náufragos zarandeados por el viento y el mar de las circunstancias. Puede que entonces la superficie en la que patinamos se resquebraje como la superficie de un lago helado en primavera, entonces se nos abre esa dimensión profunda de la vida humana que apunta hacia el abismo o hacia el absoluto.
Es el momento en que se nos desvela, parafraseando a Hölderlin, que somos, yo diría nos creemos, dioses cuando dormimos y soñamos, y, sin embargo, nos reconocemos como mendigos cuando despertamos y reflexionamos[3]. Es la experiencia de debilidad y pequeñez a la par que una grandeza regalada, prestada o dada que descubrimos al sentirnos inmersos en el Misterio que nos penetra, nos rodea y nos sostiene. En definitiva al mirarnos nos vemos como un tapiz elaborado con los hilos de miseria y de grandeza. Nada por mí mismo y todo es de Dios en el sentir del creyente. Ludwig Wittgenstein, en sus Diarios Íntimos, expresa con intensidad y sinceridad esta experiencia través de la siguiente reflexión sobre su lugar, como hombre, frente a lo Absoluto que él reconoció como Dios: ”Soy un gusano, pero por obra de Dios me transformo en persona. Que Dios me asista. Amén.”[4]Frente a la experiencia del Absoluto, afirma el pensador vienés que el hombre no es nada, pero sí puede llegar a ser algo como obra de Dios; «Que Dios me asista». Sin esa conciencia de la propia miseria, que coexiste con el deseo de bien y verdad plena, el ser humano quedará en la superficie, confundiendo el rostro con la máscara, rindiendo culto a un yo imaginario o a los ídolos de todo tipo que él mismo se cree.
Si el hombre logra mirar debajo de sus máscaras descubrirá que suyo se sostiene y se fundamenta en una realidad sagrada primigenia, ilimitada, inasequible e inefable. Esa realidad es la que nos transforma en persona, la que nos hace realmente únicos. ¿Qué sostiene y fundamenta esa realidad que somos, en la que nos movemos y existimos? Los fenomenólogos de la religión le llaman Misterio. Lo que el sentir místico intuye, el pensamiento atisba y la revelación muestra, es que en el fondo del ser encontramos un abismo infinito de bondad y de amor. Es el fuego que alienta el secreto de toda vida, que atrae el devenir de la historia, que unifica, con el vuelo del trascender, la muerte y la vida. Es ese amor, principio generador de vida, el que desata en el ser viviente el anhelo de la revelación del ser oculto que lleva en sí, de encontrar el secreto de la vida. Por eso, más allá de los dolores y de las tragedias, anhelamos la vida, deseamos sentir las impresiones y las vivencias de la naturaleza (la luz de la aurora, el perfume de los frutos, el aire acariciando la piel…) y experimentamos la necesidad de amar y ser amados[5].
En toda persona humana habita un misterio, el Misterio. En el libro del Apocalipsis se nos dice que cada uno al nacer recibe una ‘piedrecilla blanca’ grabada con un nuevo nombre que nadie conoce sino el que la recibe (Ap 2,17).Este nombre, afirmaba Edith Stein, expresa la esencia más interior de aquel que lo recibe y le revela el misterio de su ser escondido en Dios[6]. El abismo de la divinidad y el secreto de la vida, lo que nos parece inaccesible, está ahí descendiendo a toda hora. Aunque no lo veamos lo llevamos en nosotros, o mejor Él nos lleva a nosotros. El mejor nombre que se le ha dado es el de amor. Por eso en el amor es posible alcanzar lo inaccesible, y la existencia consiste precisamente en descifrar ese nombre que nos es entregado, que solo nosotros podremos conocer, y llenarlo del amor sin fisuras.
El camino no es fácil, se me dirá. Es cierto, el secreto de Dios y el de la vida se nos muestra en el claroscuro del bosque de la historia donde se dan la mano la mística (experiencia), la religión (revelación)y la filosofía (pensamiento). Descifrar el nombre, nuestro nombre ¿Quién somos realmente? ¿Por qué y para qué estamos aquí?, y llenarlo todo de amor no es algo sencillo, pero eso no quiere decir que sea intransitable pues, como dice María Zambrano, caminamos en penumbra sí, pero es una “penumbra tocada de alegría”[7].
Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote diocesano y Profesor de Filosofía
[1] P. Teilhard de Chardin, Le coeur du problème. En L’avenir de l’homme. Oeuvres, vol. V, Paris1959, p. 339.
[2]Schillebeeckk la denominaba la “dimensión profunda mística o teologal de la existencia humana» E. Schillebeeckk, Los hombres, relato de Dios, Ediciones Sígueme, Salamanca 1994, 115-161
[3] F. Hölderlin, Hiperión o el eremita en Grecia, Hiperión, Madrid 1998.
[4] L. Wittgenstein, Diarios secretos, Alianza Editorial, Madrid 1991, p.149.
[5]María Zambrano, Dos fragmentos sobre el amor, Ediciones Begar, Murcia1982, p.32
[6]Edith Stein, Ser finito y ser eterno. Ensayo de una ascensión al sentido del ser, Fondo de Cultura Económica, México 1996, p. 519.
[7]María Zambrano, Hacia un saber sobre el alma, Alianza, Madrid 2004, p.13.