Filosofía y mística II. La mística como lucidez

21 noviembre de 2022

La realidad tiene en el fondo un carácter enigmático, estamos inmersos en el misterio, diría Marcel[1], y lo más escondido es lo más significativo. Intentemos desvelar ese misterio que nos embarga, o mejor intentemos que él nos revele  a nosotros mismos.

Propongo que hagamos una serie de experimentos mentales. En primer lugar, imaginemos que  estamos ante un espectáculo  que nos resulta conmovedor, un valle coronado de montañas, un cielo estrellado, una playa desde cuya orilla contemplamos el mar o los rojos y naranjas que colorean el horizonte en un atardecer. Ahora pensemos:

“¿Qué es lo que nos ha sacado de la nada de un modo tan repentino, a fin de gozar por tan corto rato de un espectáculo al que resultamos totalmente indiferentes?… ¿Era alguien distinto a nosotros? ¿No era tal vez nosotros mismos?”[2]

Estas  son preguntas que se hacía el premio nobel de física Erwin Schrödinger contemplando un valle bordeado de montañas. De hecho, las estrellas, el mar y la montaña parecen indiferentes ante el ser humano, pero qué hay en nosotros que suscita el  asombro  posibilitándonos  que nos  conmovamos, que nos elevemos sobre nosotros, que trascendamos. ¿Es algo distinto de mí? ¿Soy yo mismo?, se pregunta Schrödinger. Sea lo que sea, lo cierto es que en nosotros hay algo que trasciende la materia, algo que llamamos espíritu. Algo que intuimos como lo divino o como Dios, según sea  la tradición religiosa en la que estemos inmersos.

Esa intuición, esa experiencia que nace del asombro, es una experiencia mística. En la base de la filosofía y la mística está el asombro, ese asombro es el impulso de toda racionalidad y de todo sentimiento genuino. La intuición no es más que  mística camuflada. Es ese contacto inmediato con la realidad ante el cual los conceptos son impotentes.

 Intentemos ahora poner en palabras lo que hemos experimentado en el asombro al contemplar ese paisaje sublime. La filosofía pretende expresar la verdad que se nos muestra en esa experiencia. Pero ocurre que al  intentarlo siempre hay algo que se nos escapa, algo indecible.

 Propongamos otro experimento mental. Imaginemos la conmoción ante el encuentro con un niño que sufre, o ante el rostro implorante de un mendigo, o en la experiencia de la amistad o del amor. Intentemos traducirlo a palabras y veremos como siempre hay algo que excede, algo que no puede ponerse en palabras. Son estos  tipos de experiencia que nos resultan  indecibles  los  que nos permiten afirmar que no somos solamente animales de razón y de palabra, sino animales intrínsecamente místicos.

De aquí ya recibimos una gran lección: que  lo real, en primera instancia es siempre incomunicable,  y que permanentemente lo que no puede decirse fundamenta lo que se dice.

Un último experimento mental. Fijémonos en esas experiencias límite que todos nosotros hemos tenido o tendremos. Las experiencias del fracaso, de la crisis existencial, de la caída, de la traición, del desamor, de la pérdida o de la muerte de un ser querido. Son vivencias de las que nacen grandes preguntas, ¿por qué precisamente yo estoy aquí?, ¿qué camino debo seguir?,¿es posible que alguna vez experimente la plenitud o siempre estará al acecho el vacío que me atenaza?, pero tanto luchar ¿para qué? Cuestiones como estas hacen que surja un gran interrogante: ¿Cómo me mantengo de pie en este tiempo que me ha tocado vivir?, ¿por qué tomarme tanta molestia en luchar, en trabajar, en actuar, en crear(en mi caso al escribir este artículo) si uno va a quedar engullido por la nada?

¿Qué me dice la ciencia de esto?, en esta cultura marcada por la tecno-ciencia, en el fondo, todos“ sentimos, como afirmó Wittgenstein,  que aun cuando todas las cuestiones científicas recibieran su respuesta, el problema de nuestra vida no habría sido ni siquiera rozado[3].Más aun, estas experiencias nos desvelan los límites de la pura razón. Solo una intuición mística puede permitirnos salir del nihilismo que nos aboca a la nada. Se trata de esa intuición por la que sentimos  que en el fondo de toda esta realidad hay un sentido, que nuestro mundo es más profundo que lo que la materia y las fronteras ilusorias del ego nos indican. Al traspasar las el espejismo de nuestro propio yo, la realidad nos muestra que no somos los poseedores del absoluto (no somos Dios),  sino que  es el absoluto es el que nos  posee.

Para preparar nuestro espíritu para esa experiencia primordial hemos de tener en cuenta por un lado que lo esencial tiene que ver con lo profundo, que es invisible a los ojos, y por otro lado que hemos de volver a recuperar esa manera asombrosa de encontrarnos con la realidad que acontecía cuando éramos niños[4]. Antes que un concepto y una relación lógica, el ser es una presencia, una experiencia que nos permite comprender, sentir  y vivir. Hay que intentar ver como quien ve por primera vez, piensa en esa montaña o esas estrellas que viste por primera vez, trata de escuchar por primera vez como cuando escuchaste aquellas palabras o aquella música que te sobrecogió, de sentir como el que siente por primera vez como ocurrió cuando se despertó la amistad, la compasión, el dolor  o el amor en aquel primer encuentro. Se trata de que nuestra vista, nuestros oídos y nuestro corazón vuelvan a ese momento de virginidad. Un momento en el que  se entremezclaran la luz y la oscuridad, la esencia y el enigma. De esa  experiencia mística,  como suprema lucidez, se nutre toda filosofía y toda creación verdaderamente humana. Después de todo como dice T.S. Eliot:

El final de todo nuestro explorar/ será llegar a donde empezamos/ y conocer el lugar por primera vez[5].

Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote diocesano y Profesor de Filosofía

[1] G. Marcel, El misterio del ser, Edhasa, Barcelona 1971.

[2]Citado en S. Pániker, Filosofía y mística. Una lectura de los griegos, Kairos, Barcelona  2003, p. 168.

[3] L. Wittgenstein, Tractatuslogico-philosophicus, Alianza, Madrid 2012, parágrafo 6.52.

[4]“Lo esencial es invisible a los ojos” decía Saint –Exupery en El Principito. Antoine de Saint-Exupéry, Ediciones Rosacruces, Barcelona 2021; Jesús decía que había que hacerse como un niño para para entrar en el Reino de los Cielos (Mateo 18:3–4).

[5] T.S. Eliot, Fours Quartetshttp://www.davidgorman.com/4quartets/

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