Dios y el silencio V. El silencio, camino para viajar al interior

11 abril de 2022

Vivimos en un mundo en el que el ruido ha invadido nuestra intimidad. Es el ruido el que envenena las almas y pervierte los instintos  invitando al parloteo constante para evitar oírse a sí mismo. Solo el silencio nos permitirá   retornar  al centro de nuestro ser para llegar al hondón del alma, al lugar original y resonante donde anida la vida. Nuestra verdad sobre el amor, la muerte y el destino solo la podremos entrever en el silencio secreto de cada uno de nosotros, así podremos  comprendernos  a nosotros mismos. Debemos saber que en la medida que nos conozcamos podremos  entender a las otras personas,  lo que son,  lo que piensan,  lo que desean y lo que aman[1].

Un mundo sin silencio es un mundo  sin interioridad,  un mundo vacío.  La falta de silencio termina llevándonos  a la ruptura de la relación con nosotros mismos, con los otros y con Dios.  Necesitamos de la quietud y del silencio para penetrar en nuestro interior y llegar al origen, a la dimensión donde el sujeto se hace presente a sí mismo. Propongamos dos textos autobiográficos que desde perspectivas distintas nos permiten entrever las sendas que se nos muestran en el viaje hacia el  interior. En  primer lugar escuchemos a Teilhard de Chardin:

“Así, pues, acaso por primera vez en mi vida…tomé la lámpara y , abandoné la zona…de mis ocupaciones y de mis relaciones cotidianas, bajé a lo más íntimo de mí mismo, al abismo profundo…En cada peldaño que descendía , se descubría en mí otro personaje, al que no podía denominar exactamente y que ya no me obedecía. Y cuando hube de detener mi exploración, porque me faltaba suelo bajo los pies, me hallé sobre un abismo sin fondo del que surgía, viniendo no sé de dónde, el chorro que me atrevo a llamar mi vida… ¿Qué ciencia podrá nunca revelar al hombre, el origen, la naturaleza, el régimen de la potencia  consciente de voluntad y de amor de que está hecha la vida?”[2].

Por su parte María Zambrano en su texto Diotima de Mantinea nos dirá:

Y aquel día fui muerta y sepultada, mientras yo, sin apercibirme, atendía inmóvil al rumor lejano de la fuente invisible. Recogida en mí misma, todo mi ser se hizo un caracol marino; un oído; tan sólo oía. Y quizás creía estar hablando, cuando las palabras sonaban tan sólo para mí, ni fuera ni dentro; cuando no eran ya dichas, ni escuchadas, tal como yo había soñado deberían de ser las palabras de la verdad… Me fui volviendo oído y al volverme para mirar, nadie me escuchaba. Sin recinto sonoro me adentré en el silencio, soy su prisionera, y aunque hubiese aprendido a escribir no podría hacerlo…Y el silencio se ahondaba aún más y se abría en sus adentros. Comenzaban así a sentirse las puras vibraciones del corazón de los astros, de las plantas y de las bestias y del corazón sagrado de la materia… abismo donde toda vibración, todo latido, entra para pasar a ser vida”[3].

Tanto Teilhard como María Zambrano nos muestran como hundirse en el silencio es  el camino del saber de la vida, un camino para llegar a la realidad última. Esta fuente  solo puede percibirse  en la intimidad del corazón.  El silencio reina cuando me retiro, cuando comienzo a vaciarme de mí mismo. La retirada del yo me enseña a escuchar y a prestar atención en ese peregrinar hacia el interior. Es la vía que debe seguir aquel hombre que quiere caminar al centro de su ser para elegir ser sí mismo. Este descenso por el camino del recogimiento, el silencio y el vacío de sí,  es el que permite llegar a la  mismidad,  al origen de nuestro ser. María Zambrano lo expresa así: La palabra entonces no es necesaria, pues que el sujeto se es presente a sí mismo y a quien lo percibe. Es el silencio diáfano donde se da la pura presencia[4]. San Agustín llegaba a afirmar que en el hondón del alma podíamos experimentar la presencia de Dios: Tu autem eras, decía, interior intimo meo et superior summo meo[5] (estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío).  Se trata de la  comprensión de nuestra realidad espiritual ligada a Dios que, aquietada la razón,  se nos desvela  por la luz de la intuición y por la experiencia del corazón.

Si no sabemos crear un ámbito de silencio, si no sabemos vivir desde el silencio no creceremos en espíritu, ya que solo a través del silencio llegamos a vivir el significado divino de la realidad que nos hace reflexionar acerca del sentido de la misma.  En el silencio el hombre se confronta con el inicio original de todas las cosas: todo puede empezar de nuevo, todo puede ser recreado [6]. El silencio  puede ser nuestro mejor maestro. Aprende el silencio y enseña el silencio decía Kierkegaard y Charles de Foucault afirmaba que no cesaba de instruirse sino por el silencio[7].

La única manera de no perder nuestra esencia es creando espacios de silencio que   tienen un poder transformador ayudando al hombre  a descubrirse a sí mismo, a participar a la existencia, convirtiéndole en un oyente de lo divino. Se trata, en definitiva, de recordar que tras las palabras siempre hay algo: el silencio desde el cual nos podemos “recrear” una y otra vez.

La incapacidad de  vivir el silencio ocasiona la amnesia espiritual.  Kierkegaard la define como la enfermedad mortal [8] en la que olvidamos que somos espíritu, espíritu encarnado pero espíritu al fin y al cabo. Perdido el espíritu viviremos desde la exterioridad al  ser incapaces de elegirnos a nosotros mismos. En el interior de nuestro corazón se instalará el vacío que nos llevará a rechazar nuestro propio ser volcándonos  y perdiéndonos en las cosas. La experiencia del vacío es muy dolorosa, de ahí la frenética huida de sí mismo que caracteriza a tantas personas que  buscan cualquier cosa, distracción u ocupación que les sirva de narcótico. Pero existe un camino mejor y es el de volver a  descubrir que se tiene interioridad, que se puede vivir desde ella y que para ello hay  saber escuchar  el silencio que lo habita.

Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote diocesano y Profesor de Filosofía

 

[1]M. Scheler, Naturaleza  y forma de la simpatía, Losada , Buenos Aires 1994, p. 74.

[2] Teilhard de Chardin, El medio divino, Taurus Madrid 1972, 54-55

[3] M. Zambrano, Hacia un saber del alma,  Alianza,  Madrid 1993,

[4]Ib.

[5]San Agustín,   Confesiones, III, 6, 11.

[6]M. Picard, El mundo del silencio,  Monte Ávila Editores, Caracas 1971.p 6.

[7] S. Kierkegaard, Temor y Temblor, Alianza Editorial, Madrid 2014; Ch. Foucault, Escritos Espirituales de Carlos Foucault. Ermitaño del Sahara, apóstol de los Tuareg, Herder, Barcelona 1996.

[8]S. Kierkegaard, La enfermedad mortal, Trotta, Madrid 2013.

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