La alegría de la Resurrección
6 abril de 2015 Las siete semanas, cincuenta días, en que los cristianos celebramos cada año la Pascua de Resurrección, son como un solo día de fiesta y de gracia. La Cincuentena pascual es el “tiempo fuerte litúrgico” por excelencia del año cristiano, porque Cristo resucitó no sólo hace dos mil años, sino que sigue viviendo y se hace presente en todo momento junto a nosotros.
El cirio pascual, encendido en nuestras Iglesias desde la noche de Pascua hasta el día de Pentecostés, nos lo recuerda. La Pascua de Cristo y su Vida debe llegar a cada uno y penetrarnos de su luz. A pesar de nuestras debilidades, o precisamente por ellas, el Resucitado quiere renovarnos cada año, llenándonos de su Espíritu y del don de la alegría.
“El Señor ha resucitado de entre los muertos, como lo había dicho, alegrémonos y regocijémonos todos, porque reina para siempre. ¡Aleluya!», canta la liturgia de Pascua. “Los cincuenta días del tiempo pascual, dice san Agustín, excluyen los ayunos, pues se trata de una anticipación del banquete que nos espera allá arriba” (Sermón, 252).
Los Evangelistas nos han dejado constancia, en cada una de las apariciones de Jesús Resucitado, de cómo los Apóstoles se alegraban viendo al Señor. Su alegría brotaba por ver a Cristo de nuevo, de saber que estaba vivo y de haber estado con Él.
Pensemos, como creyentes, que la alegría verdadera no depende del bienestar material, de no padecer necesidades, de la ausencia de dificultades, de la salud… La alegría profunda tiene su origen en Cristo, en el amor que Dios nos tiene y en nuestra correspondencia a ese amor. Se cumple así la promesa del Señor: “Os daré una alegría que nadie os podrá quitar” (Jn 16,22). La única exigencia para ello es: no separarnos de Dios, no permitir que las cosas nos separen de Él, sabernos y sentirnos en todo momento hijos suyos.
La alegría es también una forma de dar gracias a Dios por los dones y beneficios que de Él recibimos. Nuestro Padre Dios está contento con nosotros cuando nos ve felices y alegres.
El mundo y no pocas personas, incluso cercanos a nosotros, no disfrutan de esa alegría y la ansían, sin conocer su fuente. La alegría serena y amable del cristiano en la familia, en la calle, en el trabajo y en las relaciones sociales, es un instrumento de evangelización. Observarán que vivir junto con Cristo y seguir su evangelio producen estos frutos.
Por el contrario, la tristeza nos deja sin fuerzas. Es como el barro pegado a las botas del caminante que, además de mancharlo, le impide avanzar. Santo Tomás escribe que “todo el que quiera progresar en la vida espiritual necesita tener alegría” (Comentario a la carta a los Filipenses 4,1).
Pensemos en la alegría interior que manifestaba siempre Jesucristo. En la de María Santísima, madre de la esperanza y de la gracia. Los cristianos siempre la hemos invocado como causa de nuestra alegría, “causa nostra laetitia”. Y en la vida de los santos, si nos acercamos a Santa Teresa de Jesús o san Juan Bosco, en el quinto y segundo centenario que celebramos, una de las cualidades que mejor les caracterizan es su alegría. ¡Feliz Pascua!.
Con mi saludo y afecto en el Señor
+ Ramón del Hoyo López
Obispo de Jaén