Homilía en la Misa de sufragio por el eterno descanso de Su Santidad Benedicto XVI
10 enero de 2023Queridos hermanos.
Nos hemos reunido, movidos por la fe, para celebrar esta Eucaristía pidiendo a Jesucristo, el Pastor eterno que, en toda circunstancia, conduce con los dones de su Espíritu a la Iglesia, que acoja en las moradas eternas el alma de Su Santidad Benedicto XVI, que dejó este mundo hace unos días tras una larga y fecunda vida.
No es este el momento de hacer una meticulosa biografía del Papa emérito, ni de presentar un panegírico de la altura científica o del rigor de sus investigaciones, glosando acontecimientos e iniciativas de quien ha sido uno de los grandes pontífices de nuestros tiempos. Ya se encargarán de esto los estudiosos e historiadores para descubrir al mundo, con ecuanimidad y esmero, la originalidad de sus reflexiones teológicas, la riqueza de su magisterio, sus profundas intuiciones bíblicas y la luminosidad con que supo desentrañar el maravilloso tesoro que se encuentra escondido en el Corazón de Dios, explicando su contenido de forma sencilla y a la par elocuente.
El tiempo logrará que brille su figura con todo su fulgor, sus meritorias aportaciones dogmáticas, cuya valía intelectual vuelven imperecederas las enseñanzas de Joseph Ratzinger, poniendo de relieve la erudición y competencia del que fuera durante lustros insigne profesor y maestro de enteras generaciones de agentes de pastoral.
Acabamos de escuchar, en el Evangelio (Mc 1, 14-20), el comienzo del ministerio de Jesús en Galilea. Atrás ha quedado la vida oculta, el encuentro con Juan, su bautismo, el desierto. “Ha llegado la hora” y la inicia llamando a la conversión y a acoger la buena noticia que trae, que es Él mismo. Y para este proyecto, el plan sublime de la salvación del hombre, cuenta también con el hombre y “llama” a aquellos que tendrán que continuar, en su momento, su obra salvadora.
La salvación viene de Dios. La Iglesia la inició Jesús. Sus enseñanzas, su memoria, su vida nos llegan por la enseñanza de los Apóstoles y de sus sucesores. Jesús encomendó a sus Apóstoles y a sus sucesores la transmisión y el mantenimiento de su doctrina. «Id y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles todo lo que yo os he mandado» (Mt 28, 19-20).
Este es un mandato que los Apóstoles reciben en conjunto, como grupo, y que ellos y sus sucesores deben cumplir conjuntamente. La unidad entre ellos es garantía de acierto y autenticidad.
A la vez, Jesús concede a Pedro custodiar el depósito de la fe, y el cuidado y la misión de esta unidad indispensable entre los Apóstoles: «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia… A ti te daré las llaves del Reino» (Mt 16, 18). «Yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 32).
Pedro es siempre el primero de los Apóstoles. La tradición de la Iglesia, con obras y palabras, ha concretado esta voluntad de Jesucristo en el reconocimiento de Pedro y de sus sucesores, los Obispos de Roma, como signos e instrumentos de la unidad de la Iglesia: unidad entre los Obispos, sucesores de los Apóstoles; signo e instrumento de la unidad de la fe y de la vida espiritual y moral de todos los cristianos.
El Papa Benedicto XIV entregó toda su vida por Cristo y para Cristo, y desde Él a toda la humanidad, sirviendo de una manera especial a la unidad y a la catolicidad de la Iglesia.
Buscador infatigable de la verdad, la encontró en Aquel a quien sus contemporáneos llamaron “Rabí”. Percibió que arraigando la existencia en Jesús no se carece de nada. Y, aunque era consciente de su fragilidad e insuficiencia, aceptó dócilmente y amparado en la oración de los hermanos ser el Sucesor del discípulo al que el Señor le cambió el nombre de Simón con el de “Cefas”, que significa “roca”, para edificar sobre él su Iglesia (cfr. Jn 1,35-42).
Al tenerlo presente en nuestra plegaria con veneración, lo primero que hacemos es dar gracias a Dios por la inmensidad de su labor apostólica, por el testimonio de su abnegación, por tantos sacrificios como llevó a cabo en el silencio del amor para beneficio y provecho espiritual de muchos.
Evocando su excelente figura, podemos extraer, en este clima de recogimiento y fervor cristiano, unas lecciones extraordinarias. Deseo compartirlas con todos vosotros porque sin duda nos pueden ayudar para vivir nuestro compromiso cristiano con mayor hondura, pues de eso se trata.
La razón de su generosidad y entrega no fue otra que la Persona de Jesús de Nazaret, a quien él amó con un corazón indiviso, a quien siguió sin tibieza alguna, anunciando con audacia y fidelidad su Evangelio. Así lo corroboró apenas elegido Obispo de Roma, cuando se dirigió a la multitud que lo aclamaba desde la plaza de san Pedro, afirmando que él se entendía como “un simple y humilde trabajador de la viña del Señor” (Primeras palabras de Su Santidad Benedicto XVI. Balcón central de la Basílica Vaticana. 19 de abril de 2005).
Hoy queremos traer a colación esta actitud evangélica de sobriedad, desprendimiento, humildad y mesura del Papa emérito, hombre bueno y dotado de grandes talentos. Él, sin embargo, nunca hizo alarde de ellos. Al contrario, avanzó por el camino de la vida no desde un protagonismo malsano, sino desde la humildad que solo aspira a ir tras las huellas de Cristo, que busca en todo su gloria, que acata sin lamentos sus mandatos y acoge gozosamente sus designios, aunque no obstante a menudo esto no sea fácil. Por eso, al comienzo de su pontificado, glosó de esta manera sus intenciones: “Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino de ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia” (Benedicto XVI, Homilía en el solemne inicio del ministerio petrino del Obispo de Roma. 24 de abril de 2005).
Permitir que Cristo reine en nuestros corazones, otorgarle el primado de nuestra existencia, de nuestro tiempo, de nuestro quehacer es la gran enseñanza que nos ha dejado el Papa emérito con su vida y sus innumerables escritos y reflexiones. Poner a Jesús en el centro de nuestras opciones personales y comunitarias, dejar que su luz ilumine nuestras almas y su gracia guíe nuestros pasos, hacer de su Palabra nuestro alimento para que nuestras manos no desfallezcan en el servicio a los hermanos ni nuestros pasos se desvíen de la recta senda, me atrevería a decir que ha sido el gran legado que Benedicto XVI ha regalado al mundo como don precioso.
Hoy, Joseph Ratzinger sigue diciendo a todos, con mansedumbre y convicción, que “quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera” (Benedicto XVI, Homilía en el solemne inicio del ministerio petrino del Obispo de Roma. 24 de abril de 2005).
Ojalá estas palabras del Papa emérito permanezcan en el alma de cuantos están llamados a regir los destinos de nuestros pueblos. Ojalá aviven el entusiasmo de los hogares cristianos. Ojalá sean el aliento de cuantos han entregado su vida a nobles causas. Ojalá sirvan de acicate para cuantos se encuentran cansados y fatigados. Ojalá levanten el ánimo de los que pasan pruebas diversas, de los que se sienten olvidados, de quienes están tentados por el pesimismo o la desesperación.
Hoy, a todos, Benedicto XVI, el pastor de mirada serena, nos repite sin vacilar que Dios es el amor que jamás defrauda, Aquel que nunca pasa de moda, el sentido que inunda la vida de plenitud sin ocaso. Pues cuando no es Dios la brújula que orienta la vida del hombre, nuestros caprichos emergen como ídolos ante los que nos arrodillamos. Cuando Dios no descuella en nuestras vidas, otras son las pasiones que nos avasallan. Si Dios no alumbra nuestro camino, otros son los resplandores que nos ciegan. Si el Evangelio no es la melodía de nuestra existencia, efímeros son los cantos que la embaucan y fascinan, crueles las tendencias que la arrollan y ofuscan.
Hoy, el Papa emérito nos recuerda que Dios es el amigo del hombre, Aquel que le otorga su auténtica dignidad y que ensancha su corazón. Y cuando esto no es así, cuando insensatamente expulsamos a Dios de nuestra mente y de nuestros juicios, acabamos arruinando nuestra humanidad. Si Dios no traza los planes de nuestra vida, caducos y triviales son los proyectos que hacemos. No lo olvidemos: los intentos y estrategias que llevan al hombre a apartarse de Dios, en vez de hacerlo más libre, en realidad lo atenazan reduciéndolo a pura mezquindad. Lo convierten en un tirano para sus semejantes y le impiden colaborar para la construcción de un mundo más fraterno y más solidario.
Benedicto XVI, con el testimonio de su constante trabajo evangelizador, de su presencia delicada, con la exquisitez de sus ademanes, a todos cuantos estamos hoy aquí congregados pidiendo a Dios que lo admita entre sus santos y elegidos, nos recuerda que no hay más dicha ni más felicidad que seguir a Cristo con radicalidad. Lo repetía a menudo, poniendo sus penetrantes ojos en las nuevas generaciones, a las que siempre reservó un afecto especial. Lo sabemos bien cuantos participamos en la inolvidable Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Madrid, en aquel caluroso verano del 2011. Quisiera repetir aquí lo que entonces el Papa nos dijo, con el fin de que llegue a todos los jóvenes de nuestra Diócesis, rogándoles que se dejen interpelar por sus clarividentes razonamientos: “Sí, queridos amigos, Dios nos ama. Ésta es la gran verdad de nuestra vida y que da sentido a todo lo demás… Si permanecéis en el amor de Cristo, arraigados en la fe, encontraréis, aun en medio de contrariedades y sufrimientos, la raíz del gozo y la alegría. La fe no se opone a vuestros ideales más altos, al contrario, los exalta y perfecciona. Queridos jóvenes, no os conforméis con menos que la Verdad y el Amor, no os conforméis con menos que Cristo… Queridos amigos, que ninguna adversidad os paralice. No tengáis miedo al mundo, ni al futuro, ni a vuestra debilidad. El Señor os ha otorgado vivir en este momento de la historia, para que gracias a vuestra fe siga resonando su Nombre en toda la tierra” (Benedicto XVI, Homilía en la vigilia de oración con jóvenes. Aeropuerto de Cuatro Vientos. 20 de agosto de 2011).
Amadísimos hermanos, el Papa Emérito Benedicto XVI terminó sus días diciendo con absoluta confianza: “Jesús, te amo”. Ofrecemos esta Santa Misa con la intención de que el Divino Redentor haya acogido ese último suspiro de Benedicto XVI, su servidor bueno y fiel, y con misericordia entrañable le otorgue la corona de gloria que no se marchita, por intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Reina de los Apóstoles.
Que así sea.
+Sebastián Chico Martínez
Obispo de Jaén