Homilía de la Misa Crismal

22 marzo de 2016

Querido D. Antonio, hermano en el Episcopado; queridos hermanos en el sacerdocio; queridos todos cuantos os habéis unido a vuestros Pastores en este día santo, para la solemne celebración de la Misa Crismal.

1. Hoy los sacerdotes, adelantándonos dos días al Jueves Santo para poder estar juntos, agradecemos el don de nuestro sacerdocio y renovamos los compromisos que hicimos el día de nuestra ordenación, ante Dios y ante la Iglesia.

Gracias, una vez más, por vuestra presencia en esta celebración. Recordamos a todos nuestros hermanos del presbiterio, de forma especial a los sacerdotes impedidos, enfermos y a quienes, por otras circunstancias, no han podido hacerse presentes en esta ocasión, particularmente a los misioneros de Ecuador y de África. Encomendamos también, ante el Señor, a quienes hace un año celebraban esta fiesta y han sido llamados a su presencia ante el Altar del Cielo.

Mi gratitud para cada uno de vosotros, por vuestra ayuda callada y generosa. Sin ella, no podría cumplir mis obligaciones de Pastor en esta querida Iglesia de Jaén, que el Señor sigue encomendándome. Gracias. Muchísimas gracias. Que Dios continúe llamándonos y cuente con nosotros como instrumentos de comunión y misericordia para con todos.

2. En la celebración de esta Eucaristía bendeciremos, además, los óleos de los catecúmenos y de los enfermos, consagraremos el crisma, que luego distribuiremos, por todas las parroquias de la Diócesis, para el servicio y atención de los nuevos bautizados, confirmados, consagrados al ministerio sacerdotal y a favor de los enfermos.

Los óleos santos están en el centro de esta acción litúrgica y expresan la unidad de nuestra Iglesia en torno a su Obispo. Nos remiten al verdadero Pastor y Obispo de nuestras almas, como lo llama San Pedro a Cristo Nuestro Señor[1]. A nosotros los sacerdotes, de forma muy especial, el santo Crisma nos traslada a la “unción” de nuestras manos en la ordenación, por la que Cristo nos hizo partícipes de su sacerdocio.

En una homilía pronunciada en la Misa Crismal por Su Santidad Benedicto XVI, nos recordaba que “ya desde la antigüedad en la etimología popular se ha unido la palabra griega ‘elaion’, aceite, con la palabra ‘éleos’, misericordia. De hecho, en varios sacramentos, el óleo consagrado es siempre signo de la misericordia de Dios. Por tanto, la unción para el sacerdote, significa también el encargo de llevar la misericordia de Dios a los hombres”. Añadía Su Santidad: “En la lámpara de nuestra vida (del sacerdote) nunca debería faltar el óleo de la misericordia”[2].

Vivamos estas enseñanzas a lo largo de todo este año jubilar extraordinario que estamos celebrando. Que nuestras manos impregnadas del santo crisma desde nuestra ordenación, continúen siempre desprendiendo ese buen olor de Cristo misericordioso como el Padre. Que nos preparemos, con tiempo y alegría, para la celebración de nuestro jubileo sacerdotal, el día 3 de junio próximo, Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, junto con todos los sacerdotes del mundo[3].

3. El escritor ruso León Tolstoi, narra que un rey severo pidió a sus sabios que le mostraran a Dios. No fueron capaces de cumplir su deseo y un sencillo pastor se ofreció a dar su respuesta al rey. Le dijo que sus ojos no podrían ver a Dios. Quiso entonces el rey conocer qué hacía Dios y el pastor le dijo: Para ello tenemos que intercambiar nuestros vestidos. Impulsado por la curiosidad, el rey le entregó sus vestidos reales y él se vistió con sus ropas sencillas y pobres. Entonces, le dijo: Esto es lo que hace Dios.

Es muy cierto. Así lo escribe san Pablo a los Filipenses: Cristo Jesús “se despojó de sí mismo, tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte y una muerte de cruz”[4].

Como dicen los Santos Padres, Dios realizó el sacrum commercium, el sagrado intercambio. Asumió lo que era nuestro, para que nosotros pudiéramos recibir lo que era suyo, y así ser semejantes a Dios.

Cristo se ha puesto nuestros vestidos, dándonos los suyos desde el Bautismo. Escribe san Pablo a los Gálatas: “Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo”[5]. Y a los Efesios les dice: “Despojaos del hombre viejo y de su anterior modo de vida… revestíos de la nueva condición humana creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas”[6].

Esta teología bautismal se repite también y de modo nuevo en la ordenación sacerdotal. El intercambio de vestidos en la ordenación sacerdotal es intercambio de destino, con una nueva comunión existencial del bautizado con Cristo, para que hable y actúe “in nomine suo”, en su nombre, “in persona Christi”, en la persona de Cristo.

En el reciente retiro cuaresmal de los sacerdotes, pudimos escuchar a D. Lorenzo Trujillo insistir, durante la meditación en esta misma idea fundamental. El sacerdote, durante la celebración de los sagrados misterios habla y actúa en nombre de “Otro”, de Jesucristo mismo. Desde que nos llamó el Obispo que nos ordenó y respondimos “presente”, nos pusimos a la total disposición de Él y de todos, es decir, nos entregamos como Cristo al servicio de la humanidad, sin límite alguno. Desde aquel día nos revestimos con ornamentos litúrgicos, nuestro vestido sacerdotal nos identificará hasta la sepultura, como expresa el Ritual de exequias para el sacerdote. Los ornamentos deben recordarnos siempre que actuamos, sea, donde sea, en la persona de Cristo. Que hablamos con su “Yo” y actuamos en su Nombre[7].

4. Dios ha sido infinitamente misericordioso con nosotros, al querer que ejerzamos su sacerdocio. Este conmovedor misterio que se renueva en cada celebración, queremos actualizarle hoy, de forma tan especial, todos juntos. Hemos de procurar, con frecuencia, no incurrir en la rutina por la reiteración de los mismos actos. Cada uno es distinto. Necesitamos, al menos una vez al año, retroceder al momento en que Él, por medio de un Obispo concreto, nos impuso sus manos, para hacernos partícipes directos de tan altos misterios.

Acabamos de escuchar, del Evangelio de san Lucas, el pasaje en que Jesús se presenta en la sinagoga de Nazaret, como el Ungido de Dios: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido, me ha enviado a anunciar la Buena Nueva a los pobres, la libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor”[8].

Estas palabras podemos aplicarlas a cada uno de nosotros, porque la imposición de manos nos transmite una participación ontológica del sacerdocio de Cristo y nos hace ministros suyos. Podemos decir, con toda verdad, que Cristo nos ha consagrado ministros suyos para enviarnos a anunciar la salvación a los pobres y la libertad a los cautivos.

Es Jesucristo quien nos entregó esos dones, elevándonos hacia Él, para ejercer así “su” sacerdocio. Sólo Él puede decir: Esto es mi Cuerpo, ésta es mi Sangre, Yo te bautizo, Yo te perdono. Por nuestra ordenación sacerdotal, hablamos y actuamos in persona Christi.

Tal vez en algún momento de este recorrido vivamos la experiencia del Apóstol Pedro, cuando después de la pesca milagrosa se sintió sobrecogido ante tanta grandeza[9], o desilusionados, como los discípulos de Emaús, en la tarde de la Pascua[10]. Sepamos siempre esperar, porque él se hará el encontradizo, antes o más tarde, y nos dirá, más de una vez seguramente: torpe de corazón, ¿no sabías que siempre estoy contigo y no te abandono?

Junto a nuestra acción de gracias hoy, dejemos que su mano nos sostenga y se aferre a nosotros para no hundirnos en las tormentas que nos lleguen, que llegarán.

5. Dentro de unos momentos procederemos a la renovación de nuestras promesas sacerdotales. Como representante de Jesucristo en esta porción del Pueblo de Dios y cabeza del presbiterio diocesano, os haré esta pregunta: “¿Deseáis ser fieles dispensadores de los misterios de Dios en la celebración eucarística, en el sacramento de la reconciliación y desempeñar fielmente el ministerio de la predicación como seguidores de Cristo, Cabeza y Pastor?”. Y vosotros responderéis: “Si, quiero”.

Los sacramentos y el anuncio del Evangelio no pueden concebirse como separados entre sí. Jesucristo, el enviado del Padre, como bien sabemos, vino para anunciar la salvación y para realizarla mediante la Palabra, la entrega de su vida como Buen Pastor y la institución de los Sacramentos, especialmente de la Eucaristía y de la Reconciliación o perdón de los pecados. Antes de subir al Cielo, envió a los Apóstoles al mundo entero para que continuaran su obra hasta el fin de los siglos, obra que ha puesto de forma especial, en manos de los sacerdotes.

Hermanos todos: Estamos viendo siempre, un tiempo de misericordia divina. Hoy, nos encontramos con una realidad concreta: muchas almas están heridas de gravedad y son incontables los que están heridos de muerte. Con palabras del Papa Francisco “la Iglesia tiene que ser un gran hospital de campaña”.

Debe conmovernos ver a todas estas ovejas, como se conmovía Jesús al ver a la gente cansada y extenuada, como ovejas sin pastor. Toda persona herida en su vida, del modo que sea, ha de encontrar en nosotros, sacerdotes y fieles, a alguien que le escuche, le atienda, que vea que no está solo. Esto es tener entrañas de misericordia. Éste es el sufrimiento pastoral: sufrir “por” y “con” las personas como sufren un padre y una madre por sus hijos, a veces hasta llorar por ellos.

Puede servirnos de pequeño examen las preguntas que hacia el actual Pontífice a un grupo de sacerdotes: ¿Tú lloras ante este panorama?, ¿lloras por tu pueblo?, ¿haces oración de intercesión por tus fieles? o es que ¿hemos perdido las lágrimas en el presbiterio?

Sabemos que existe en nuestros fieles un profundo deseo de cambio y de misericordia, a poco que acertemos a avivar su fe. Necesitan volver  a experimentar, mediante el Sacramento de la Reconciliación “el encuentro y el abrazo de Cristo”. ¿Cuántas horas hemos dedicado, durante la presente Cuaresma, a este ministerio del perdón, al que nos invitaba el Papa de modo especial? ¿Cuántas veces hemos recibido nosotros este Sacramento en este tiempo de gracia?

6. Queridos sacerdotes: demos gracias a Jesucristo, por el don inmenso de nuestro sacerdocio. Renovemos la alegría por haber sido llamados a tal alto ministerio de salvación. Hagamos el firme propósito de ejercer de día y de noche, en todo tiempo, el ministerio de la misericordia, como enviados por Jesucristo.

Que la Santísima Virgen María “Madre de misericordia”[11] continúe intercediendo por nosotros para ser pastores según el modelo de su Hijo, y ovejas que sigamos al Supremo y Verdadero Pastor, Jesucristo, Nuestro Señor. Amén.

[1] Cf. 1 Pe 2, 25

[2] Benedicto XVI, Homilía de la Misa Crismal, 1 de abril de 2010.

[3] Sería de interés que algunos pudieran representarnos en Roma en esta fecha, además de D. Fernando Chica, presente entre nosotros.

[4] Flp 2, 6-8

[5] Gal 3, 27

[6] Ef 4, 22-24

[7] En una homilía, durante la celebración de la Misa Crismal, del 5 de abril de 2007, Su Santidad Benedicto XVI, fue exponiendo el alcance litúrgico de cada uno de los ornamentos occidentales: amito, alba, estola, casulla.

[8] Lc 4, 16-21

[9] Lc 5, 8-9

[10] Lc 24, 13-32

[11] Cf. Conc. Vaticano II, Const. Lumen Gentium, n. 62.

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