Filosofía y mística VII. La naturaleza filosófica y mística del hombre

24 marzo de 2023

En una carta le decía Fichte a Jacobi: “El primero que planteó una pregunta sobre la existencia de Dios, sacudió la humanidad hasta sus cimientos más profundos… Comenzamos a filosofar por orgullo y así quebramos nuestra inocencia, vimos nuestra desnudez y desde entonces filosofamos por necesidad para nuestra redención”[1]. La cuestión sobre Dios nos sacude porque nos hace plantearnos la cuestión del sentido, el valor y la finalidad de nuestra propia vida. Si no hemos entregado la libertad a quien ya no habla de verdad, de bondad y de belleza. Si somos capaces de elevarnos sobre ese universo de palabras sin sentido en el que estamos inmersos, y comenzamos a pensar, descubriremos nuestra finitud, nuestra contingencia, nuestra propia nada.  No somos dioses sino seres arrojados a una existencia marcada por la desnudez y la muerte. Nada perdura, nada permanece, todo es efímero, todo está “de más” y el ser se muestra con una levedad insoportable. Llegados aquí, como diría Fichte, ya no filosofamos por orgullo sino por necesidad de redención, pero no debemos olvidar que la filosofía que escojamos dependerá de la clase de hombre que seamos.

  El ser humano es filósofo y religioso por naturaleza. Somos racionales y por lo tanto filósofos; y somos hombres, eternos insatisfechos que anhelamos la plenitud, y por lo tanto religiosos. Tanto nuestro ser filosófico como nuestro ser religioso tienen una misma meta, aun cuando el camino a seguir sea diferente. De hecho, siempre aspiramos a la contemplación de una verdad definitiva, de un bien sin mácula y de una belleza sin ocaso. Esta es la raíz de la búsqueda de Dios. Por el pensamiento podemos percibir a Dios, por el amor lo sentimos y vamos hacia Él.

 Nuestra naturaleza de filósofo mira desde la cima de un lado del valle, desde ahí medita sobre el bien, la verdad y la belleza que hunden sus raíces en lo profundo de lo divino, de Dios, del Misterio. Nuestra naturaleza mística, por su parte, se siente llamada y salta al abismo arrastrada por el viento del amor que sopla desde ese Misterio. Nuestro ser filosófico intuye una realidad más allá de lo que las facultades humanas pueden alcanzar, fuera del universo mental del hombre. Se trata de la realidad que no puede ser un objeto de este mundo pero que da sentido y valor al mundo. Nuestro ser místico descubre en el Misterio (Dios o lo divino) un amor infinito que nos toma y que reta continuamente a la razón.  En este sentido es nuestra naturaleza mística o religiosa la  que nos permite una base experiencial  verdadera y completa. Ambos, el filósofo y el místico que llevamos en el hondón del alma, llegan a descubrir que sin el Misterio la vida se torna irrespirable, que solo el Misterio nos hace vivir, como diría García Lorca.

Cuando nuestro ser filosófico, con su supuesta razón pura, ha pretendido dominar sobre nuestro ser místico, Dios ha quedado reducido a un concepto, a una idea.  Pero tan pronto como se hace de Dios el objeto de un concepto, deja de ser Dios, es decir, infinito y es encerrado en límites. Dios entonces se oculta y solo queda el silencio y la nostalgia. Para que Dios se haga presente hay que emprender otro camino: el de la liberación, el vaciamiento y el desprendimiento. Solo desprendiéndonos de un ego que se pretende absoluto, dejando de ser egocéntricos, podemos intuir lo divino. Lo que no es concepto ni palabra, pero, sin embargo, aparece y se percibe, se denomina en la tradición filosófica intuición. Es precisamente la intuición la que permite contemplar la presencia del ser absoluto en lo finito.

Dios opera dentro del universo, especialmente en el interior del hombre, pero siempre lo hace desbordándolo, por eso nuestra naturaleza mística puede experimentarlo. Cuando, cegados por las cosas o centrados en nosotros mismos, nos cerramos a esta experiencia creyendo encontrarnos nos perdemos, pues solo escuchamos las voces de nuestro yo. De hecho mucho de lo que pensamos  y de los conceptos  que hemos elaborado sobre Dios no son más que reflejos de nosotros mismos. La crítica religiosa lo puso al descubierto al decir que Dios no era más que una proyección de los deseos del propio hombre. En buena parte no dejaba de tener razón. Cuando solo se escuchan las voces del yo se traiciona tanto a Dios como al hombre mismo. Sabiamente lo decía Jesús  al afirmar que el que pretenda ganarse se perderá y el que se pierda (el que se descentre de sí mismo)  se ganará.  Mientras el ser humano aspira a sustentarse en sí mismo, Dios no viene a él, pues ningún ser humano puede convertirse en Dios. Pero tan pronto como rompe las cadenas de su “yo” sólo queda Dios. El ser humano no puede producir ningún Dios, pero puede negarse a sí mismo  y así sumergirse en Dios.  Cuando el hombre aprende a perderse es cuando  se abre al amor y puede  experimentar y pensar a Dios al poder reconocer lo divino en nosotros  y, a su vez,  reconocerse en lo divino.

El ser humano tiene pues un componente filosófico y místico, esto no debería extrañar al cristiano, como revela el mismo san Juan en su evangelio, el Dios del que somos imagen también es logos (palabra, sabiduría y razón) y amor. Por nuestra dimensión racional podemos intuir y pensar a Dios, pero es el amor que surge del mismo Dios  el que hace que vayamos hacia Él.  Se trata de un amor que podemos rechazar o aceptar. El verdadero elemento del espíritu racional, el que nos impulsa a conocer, a buscar y a caminar no es una especie de razón pura, neutra y aséptica, sino por el contrario es el amor al absoluto, el amor a Dios. Éste es el auténtico motor pero eso solo lo conoce quien lo tiene, el que ha acogido ese amor  y ha dejado que en él plante su semilla. 

Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote diocesano y Profesor de Filosofía


[1] Fichte a Jacobi, 30.8. 1794 (GA,III-2, 392-393) citado por Salvi Turo, Fichte: Lo absoluto y su manifestación en la conciencia  en Francisco Javier Sancho (dir.) Mística y filosofía, Cites Universidad de la mística, Ávila 2009,  pp. 182-208, 206.

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