Filosofía y mística V. El asombro, el camino y la contemplación meditativa

15 febrero de 2023

“En esta vida oscura las ventanas del alma (entiéndanse los sentidos) distorsionan los cielos de polo a polo y te incitan a creer una mentira que ves con los ojos, no a través de los ojos” dice el poeta William Blake. En nuestra sociedad nos hemos acostumbrado a ver con los ojos pero no a través de los ojos. Blake quiere hacernos comprender que existe una diferencian entre ver el mundo  tal como aparece y ver el mundo tal como es. Cuando vemos el mundo tal como aparece, éste  se reduce  a cosas o a hechos, pero perdemos el valor, el fin y el sentido del mundo, algo que reside fuera de él porque lo sostiene trascendiéndolo. Es la meditación  contemplativa la que evita que caigamos en el engaño  pues permite ver a través de los ojos. El agostamiento  de la capacidad meditativa y contemplativa va precedida de la falta asombro, algo característico de muchas personas en la actualidad.

El asombro es el punto de partida de la filosofía más genuina y de toda mística. En un momento de la historia donde el tiempo queda reducido a instantes que pasan constantemente, un mundo tecnológicamente cambiante  y acelerado, se hace muy difícil el detenerse, el serenarse, el parar la vista y aguzar el oído, algo necesario para que surja el asombro.  Cuando hablamos del asombro nos referimos a esa conmoción por el “hay”, por el ser. Cada instante de asombro abre la vida a su primera vez al  permitirnos intuir el Misterio que nos rodea, nos sostiene y nos penetra, es como volver a tener la visión del niño que se sorprende ante lo real, es la visión capaz de mirar a través de los ojos. El asombro es un estado de ánimo que precede a la palabra. No hay palabra, hay asombro, ojos abiertos, boca abierta, cuerpo en vilo. Asombro por la existencia, por la belleza, por la bondad; es el asombro por el ser. Siendo lo más básico, lo más fundamental, algo que todo hombre siente inmediatamente ¿por qué lo hemos perdido? Esto viene causado por un olvido al quedar enredados en los entes, en las cosas, en la trama espacio-temporal siempre cambiante, pasando de una impresión a otra, de una imagen a otra, de un sonido  a otro,  sin poder “ver u oír a través”, entonces perdemos el hálito del ser. La cuestión queda reducida a cómo es esto o aquello, cómo es este volcán, cómo es  este animal, o cómo es este teorema. Entonces olvidamos lo esencial,  que el mundo sea, que yo soy, que tú eres, que tú vives. Perdido el asombro lo que nos queda es un saber que se centra en el hacer, fabricar, dominar, manipular, controlar. Nos queda la ciencia y la técnica, es cierto, pero el mismo Wittgenstein decía: “sentimos que aun cuando todas las posibles cuestiones científicas hayan recibido respuesta, nuestros problemas vitales todavía no se han rozado en los más mínimo”[1].

Es posible, sin embargo, otra forma de pensar, de sentir y, en definitiva, de vivir. Un pensar a cielo abierto, un pensar libre que deje que las cosas aparezcan, que la realidad nos hable, que se desvele. Es ese pensamiento que surge del asombro  que medita contemplando y  contempla meditando. No es el pensamiento que especula y calcula. Sino un pensar desde el sentimiento de serenidad, desde el aquí y el ahora que contemplando permite llegar a lo esencial, y eso esencial se ve a través de los ojos por mediación de una  conciencia en la que la razón y el corazón van unidos. Se trata de una razón cordial, una razón acogedora, que escucha y comprende y no meramente instrumental, que analiza, explica y manipula.

Para recuperar la capacidad de asombro y  posibilitar un pensamiento meditativo y contemplativo[2]. Debemos  de intentar descubrir y eliminar aquello que nos impide vivenciar la realidad, la totalidad de lo que es. Debemos de detectar esas ideas, deseos y  esquemas que nos inculcan,  y que pensando que son nuestros  no son más que fruto de manipulaciones orquestadas que actúan como lentes que distorsionan lo real. Hemos de  tomar conciencia de aquello que, irónicamente, denunciaba Rousseau[3]al desvelar la estrategia del manipulador  y que resumiríamos en la siguiente máxima: “la gente es muy libre de hacer lo que quiera que ya nos ocuparemos nosotros de que quieran hacer lo que nos interesa”. No se trata de rechazarlo todo sino de aprender a discernir sabiendo que el ser, la existencia, la verdad, el bien, la belleza, etc., no pueden ser encerrados en una serie de proposiciones que se nos enseñan y repetimos constantemente. Las ideas, conceptos, juicios o esquemas que recibimos no son dogmas incuestionables, son señales para mirar, oír, pensar  y cada uno se los debe apropiar para realizar su propio camino.

El siguiente paso sería mirar nuestra propia existencia, mirar lo auténtico, y lo auténtico en nuestra vida, algo que nos permita elevarnos de la mediocridad y la superficialidad. Ver hasta qué punto somos una “persona masa”, aquella que vive según los esquemas del “se dice”, “se hace, “se vive” o “se piensa”.  Se trataría del confrontar nuestra vida con el llamado de nuestra propia conciencia. Tradicionalmente el orden de las facultades  que se nos ha transmitido ha sido en su disposición jerárquica: razón, voluntad y sentimientos. Quizás sea hora que invirtamos esta disposición jerárquica  y pongamos el sentir al principio, porque la disposición afectiva  es lo más natural y originario de nuestro vivir. Heidegger decía que en la conciencia el ser-ahí se llama a sí mismo pero ¿Qué es ese a sí mismo? San Agustín en lo más hondo del sí mismo intuía la presencia de Dios, en este sentido pensamos que  este llamado de la conciencia del que habla Heidegger es la presencia de Dios en el hombre. En esta llamada la clave no está, primeramente, en lo que pensamos o queremos, sino en la disposición afectiva, el estado de ánimo que se nos desvela. Uno puede sentir, por ejemplo, que está fuera de casa, alienado, atrapado en lo cotidiano, en su trabajo, en sus relaciones vacías, en tiempo en el que no hay vida propia, es en esa toma de conciencia donde recibe la llamada al experimentarse como acosado por lo inhóspito, por la desazón o el desasosiego. Como dice Tolstoi[4], refiriéndose a la vida  de IvanIllich, la confrontación con la conciencia nos puede hacer ver que lo más simple y ordinario es lo más terrible. Al sentir esto, antes que hacer o responder, lo primero es escuchar, abrirse, no apresurarse, pues esta llamada no va de meros acontecimientos  y sucesos del mundo, ni de ruidos, sino que habla de la vida auténtica e inauténtica, de tiempo con o sin vida.  En esta confrontación con la propia conciencia se genera un discurso silente que solo se comprende cuando se calla. La conciencia habla única y constantemente en la modalidad del silencio. La conciencia da a entender y nos muestra nuestra contingencia, nuestra limitación, nuestra facticidad  al enfrentarnos  a nuestra propia realidad, al tiempo que somos y que se nos va, a lo que es esencial y lo despreciamos y a las vanidades que tomamos por esencia. En definitiva nuestra conciencia nos enfrenta a la muerte y, por ende, a la vida misma. Precisamente esto no nos debe hundir en el vacío, todo lo contrario, esto es lo que permite descubrir nuestras posibilidades esenciales, lo que de verdad merece la pena y nos pone en marcha, lo que nos marca una meta, sabiendo que  lo importante es caminar. La meta se hace  camino y se recibe como gracia. Se hace camino al andar dice el poeta, y en  este camino la clave no es la conquista, sino la esperanza vivida, la acogida, la creatividad, la gracia. Esto es Dios, pues Dios en cada uno se presenta como aspiración, como necesidad, como último fondo intocable del ser y de nuestro ser parafraseando a Octavio Paz. Un camino que nos lleva a crecer y florecer, o sea, a abrirnos a la inmensidad del cielo, pues solo se florece si se está disponible a la llamada del cielo, y a la vez a arraigarse en la oscuridad de la tierra, porque para florecer hay que estar enraizado y acogido a la protección de la tierra que lo porta y lo sostiene. La meditación contemplativa que nos permite ver y oír no con los ojos y los oídos,  intuir que este camino es el que permite llegar allí donde, sin experimentarlo y sin verlo del todo, residíamos ya desde hace tiempo, o mejor dicho residíamos desde siempre.

Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote diocesano y Profesor de Filosofía


[1]Ludwig Wittgenstein, TractatusLogico-philosophicus, Tecnos, Madrid 2007,  6.5.2.

[2] Hugo Múgica, Señas hacia lo abierto. Los estados de ánimo en la obra de Heidegger, El hilo de Ariadna, Buenos Aires 2021.

[3]Jean Jaques Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres, Tecnos, Madrid 1987.

 

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