Dios y el silencio VI. El encuentro entre Dios y el hombre en el silencio

5 mayo de 2022

1.- El Ruido y el alejamiento de Dios.

Vivimos en un tiempo sin consagración, en una era en la que el ruido producido por  la hipercomunicación  ha desacralizado y profanado el mundo afirma el filósofo Byung Chul-Han[1]. Lo sagrado está ligado al silencio porque el silencio nos permite escuchar, es en esa escucha donde se manifiesta la gran presencia del ser. El alejamiento del mundo del silencio  significa el alejamiento de Dios.

Algunos  quisieran distinguir la voz de Dios en el conjunto de voces que le llegan por la multitud de redes a las que están conectados y sienten que Dios calla. Por paradójico que parezca  estos  no escuchan la voz de Dios al no escuchar su silencio. Para escuchar la voz de Dios hay que empezar escuchando  el silencio de Dios. Aquí  se plantea un problema ¿cómo distinguir el silencio elocuente de quien se expresa a través de él y el silencio de lo inexistente? Al hablar del silencio Bindenman se pregunta  si el silencio es una ausencia o una presencia, un vacío o una plenitud, un espacio negativo o positivo, algo o nada, preludio o final[2]. El silencio no es el preludio  de la nada sino  el velo que cubre el rostro de la presencia originaria   fundamento primero y el sentido último de la realidad. Se trata de  un silencio elocuente que brota de la conciencia del misterio de nuestra existencia, de nuestra contingencia y de nuestros límites. Es señal o huella que no se resuelve en explicaciones aptas para el entendimiento. En el silencio se trasciende la lógica y la racionalidad traspasa la realidad, lo que nos permite experimentar el Misterio en el que somos, nos movemos y existimos, como dice san Pablo[3]. La escucha de ese silencio en la interioridad del alma nos abre a la fuente del ser y de la vida.

El ruido incapacita para oír el silencio, lo que termina borrando la memoria que teníamos sobre el sentido originario de la realidad, de la relación entre el tiempo y lo eterno,  y lo visible con lo invisible. El ruido invade nuestra intimidad imposibilitando percibir el Misterio que nos rodea y nos penetra. Alejarse del silencio es alejarse de Dios.

2.- El Dios que se oculta y se revela en el silencio.

La revelación y ocultamiento de Dios van de la mano, dada la infinitud de Dios y la finitud del hombre. Es el Misterio de Dios, Deus Absconditus que nunca puede ser plenamente Deus Revelatus.  La experiencia del silencio de Dios es la consecuencia inevitable de la existencia de un espacio de libertad para el ser humano, de lo contrario su presencia se impondría.  Simon Weil  afirmaba que solamente ocultándose ha podido Dios crear. De otro modo, solo él existiría[4]. Esto es lo que permite que siempre exista la posibilidad racional de entender al mundo sin Dios precisamente porque Dios es Dios y el hombre es el hombre. Pero Dios no calla, o si se me permite utilizar el recurso de la paradoja, Dios cuando calla habla. Hay una presencia  de Dios oída en la quietud de la noche oscura audible cuando nos lavamos los oídos en el silencio.

Si somos capaces  de contemplar la realidad que nos circunda con mirada limpia y escuchamos la voz de la conciencia. Si logramos ir más allá de los  ruidos internos y de los exteriores del mundo,  podremos percibir, en el silencio,  una soledad habitada por una presencia que no es otra que lo divino que intuimos en lo más íntimo del alma. El silencio es la retirada a ese lugar original y resonante.

Esto puede acontecer porque en el recogimiento y el silencio  nuestro yo deja de ejercer su poder omnímodo permitiendo que Dios se nos presente como música callada o soledad sonora en el decir de San Juan de la Cruz. En el asombro el ser humano se hace consciente que   dentro de sí hay algo que le supera.   Las grandes tradiciones espirituales nos muestran que al adelgazarse nuestras facultades  se hace transparente, en el hondón de nuestro ser, una presencia que lo habita.  Se  trata de una presencia elusiva, pero fundante e inconfundible, que se experimenta como un misterio mayor que nosotros  mismos[5].

3.- Buscar a Dios y buscarse  en Dios.

La razón ni es tan poderosa como pensaba la modernidad ni tan débil como piensan los posmodernos. Hoy el problema no está tanto en el ejercicio tiránico de la diosa razón sino en una razón que ha olvidado volar[6]. De hecho el ejercicio más puro de la razón es el de llevar al pensamiento hasta sus límites, hasta el terreno del misterio en el que se intuyen las verdades indemostrables. Como nos enseña Simone Weil  por medio de la inteligencia sabemos   que lo que la inteligencia no capta es más real que lo que capta[7]. En ese límite en el  cual se abisma la inteligencia la razón apunta hacia Dios pero no puede definirlo, a lo sumo puede decir no es eso, ni aquello ni lo otro. Decimos que es infinito, absoluto, omnipotente u omnisciente creyendo definir algo pero con ello simplemente afirmamos  que no tiene límites ni de espacio  ni de tiempo  ni de poder ni de conocimiento.

Hemos de ir más allá de nuestros conceptos y nuestras palabras para que en silencio podamos escuchar  y acoger la comunicación de Dios. Sin el silencio la palabra sería meramente humana (un reflejo de nosotros mismos) y Dios una pura proyección de nuestros miedos, necesidades o deseos como han afirmado los críticos de la religión. Lo que  podemos conocer de Dios, salvo que Él se revele, es que no es lo que las cosas o nosotros somos. Lo único de lo que podemos estar completamente seguros es  que no hay nada real que se le parezca. Por eso ante Dios deben enmudecer nuestros conceptos y poner el alma en disposición de escuchar una voz que  el lenguaje no puede expresar.  Como afirma Steiner  solo lo que está más allá de la palabra del hombre nos habla elocuentemente de Dios[8]. Es el silencio  el que nos pone en situación de  espera de la posible interpelación por lo totalmente Otro. Sin este silencio el hombre no puede acercarse al Misterio de Dios.

A Dios no se le conoce sino que se le reconoce porque siempre está ahí. Por eso decía Pascal que el que busca a Dios ya lo ha encontrado. Solo busca el que  siente la ausencia de algo y el que no tiene a Dios en sí mismo no puede sentir su ausencia[9]. El que experimenta la ausencia de Dios descubre que está perdido, desasido,  a la deriva. De hecho al buscar a Dios está buscándose a sí mismo. Por eso no solo buscamos a Dios, sino que sobre todo nos buscamos en Dios. El silencio al alejarnos de la mundanidad y al volvernos sobre nosotros mismos nos permite contemplar a Dios en nuestra propia existencia y a nuestra  existencia en Dios.  El que se busca en Dios es un oyente del silencio que se deja transfigurar por él y al sentir la presencia de Dios descubre  el fundamento y sentido de su existir[10].

4.- El silencio y el diálogo con Dios.

Cuando emprendemos el camino que nos lleva hacia el interior los ruidos personales (problemas, preocupaciones,  ideologías, proyectos, miedos…) son un obstáculo. Nuestros ruidos necesitan disolverse en silencio. Sin  la oscuridad voluntaria de la inteligencia nuestro yo sigue incólume y no podemos intuir  la presencia divina que nos habita. Kierkegaard lo expresaba diciendo que la presencia ante Dios hace que el lenguaje enmudezca silencioso[11]. En el encuentro con Dios, el silencio disuelve las palabras hasta que el lenguaje  se desvanece, queda  solo la escucha.  El silencio al acallar el yo nos introduce en la dimensión más profunda de nuestro ser, en la esfera de lo sagrado. Es en esta esfera donde acontece el diálogo con Dios en la oración. En la oración nuestra palabra  desaparece en el silencio[12]. Nosotros escuchamos pero Dios también escucha. La oración presupone el encuentro de dos silencios, nuestro silencio que invita a oír a Dios, a atenderlo y escucharlo, y el silencio de Dios que deja hablar, ambos son la condición indispensable del diálogo con lo divino.

Es en la oración dónde se refleja, de la mejor manera, este aparecer y desaparecer del lenguaje, ese encuentro donde la palabra comienza con el silencio. Ese  silencio  que viene de Dios acogido en nuestro propio silencio tiene un alcance metafísico porque  nos ofrece la posibilidad para experimentar y comprender que nuestro mundo se asienta en Dios que lo fundamenta, lo sostiene y lo impele. Desde ese encuentro puede surgir un lenguaje con sentido donde lo inefable (in-hablable porque está más allá del alcance de nuestro lenguaje) puede hacerse palabra.  El silencio se convierte  entonces en palabra divina cuyo reflejo se encuentra en la palabra humana. Por esa Palabra absoluta la palabra humana no se desvanece en el aire[13].

5.- El regalo del silencio.

El silencio es el ámbito natural en el cual se realiza la naturaleza de la fe. La esfera de la fe y la del silencio se pertenecen una a la otra[14]. Fe y silencio pertenecen al conocimiento y a la relación con Dios en el tiempo.  Sin ese silencio  Dios no se oye pues lo que predomina es nuestro discurso, nuestra razón. Es el silencio el que nos dispone a escuchar la divinidad al darnos acceso al interior y al más allá permitiéndonos captar el enlace entre el tiempo y lo eterno, entre lo visible y lo invisible.

El verdadero silencio no es opresivo sino elevador, no roba sino que regala. Sin el silencio se pierde la posibilidad  de que el espíritu logre la calma contemplativa. Hundiéndose en el ruido olvida lo divino que lo habita,  lo sostiene y lo impele, cayendo en una espiral autodestructiva donde el ser humano se consume en la hiperactividad, el hedonismo fútil, la adoración de falsos ídolos,  el consumismo, etc., donde, parafraseando a Rousseau, el hombre puede llegar a conocer lo que valen todas las cosas sin conocer el valor de nada. Se trata de ese hombre que vive en la superficialidad  sin tener conciencia clara de su espiritualidad. Kierkegaard definía esta situación como la enfermedad mortal y aconsejaba:

El mundo está enfermo, la sociedad actual está enferma, y si fuera un médico y alguien me pidiera un remedio, o un tratamiento  para afrontar la enfermedad yo le diría ¡crea el silencio! ¡lleva a los hombres hacia el silencio! El mundo de Dios no se puede oír en el mundo ruidoso de hoy…Por lo tanto ¡crea el silencio! [15]

Necesitamos crear ese silencio, un   silencio contemplativo, un  silencio que redima al posibilitarnos  escuchar a Dios porque escuchar a Dios es regresar a Él lo que permitirá que  a pesar de las caídas, las crisis, las dificultades o las muertes todo pueda empezar otra vez,  pues solo en Él  todo puede ser re-creado[16].

Juan Jesús Cañete
Sacerdote y profesor de Filosofía

 

 

 

[1] Byung Chul-Han, No cosas: quiebras del mundo de hoy, Taurus, Madrid 2021.

[2] S. L. Bindenman, Silence in Philosophy, Literature and Arte, Brill Rodopi, Boston 2017, p.1.

[3] Hechos de los Apóstoles 17,28.

[4]  Simon Weil, La Gravedad y la Gracia, Trotta, Madrid 1994  p.86.

[5] Von Balthasar afirmaba que “El hombre es un ser con un misterio en el corazón, que es mayor que él mismo”  H.  V. Balthasar, La oración contemplativa, Encuentro 1985, p 16

[6] Para un análisis de este tema puede leerse la encíclica  Fides et Ratio de san Juan Pablo II.

[7] Simon Weil, La Gravedad y la Gracia, Trotta 1994  p. 163

[8]  G. Steiner, Lenguaje y silencio. Ensayos sobre el lenguaje, la literatura y lo inhumano, Gedisa, Barcelona 2003, p. 56.

[9]  S. Weil, La Gravedad y la Gracia, p. 76.

[10]  M. de Unamuno,  Diario Íntimo, Alianza, Madrid, 1970.

[11] Søren Kierkegaard, Temor y temblor, Técnos, Madrid 1998, p. 165.).

[12] PICARD, 1964: 231-232 afirma que La oración puede ser de nunca acabar, pero la palabra de la oración siempre desaparece en el silencio.

[13] Grab K. Moral Philosophy and the Art of silence (Tesis doctoral Loyola University, Chicago 2014 en http://ecom-non/luciedu/luc_dios).

[14] M. Picard, El mundo del silencio,  Monte Ávila Editores, Caracas 1971 p. 228.

[15] S. Kierkegaard, La enfermedad mortal (o de la desesperación y el pecado), Ediciones Guadarrama, Madrid 1969,

[16]  En las palabras de Picard:  Escuchar a Dios significa regresar a Dios y este regresar es signo de que todo puede “empezar otra vez; de que todo puede ser re-creado” M. Picard, El mundo del silencio,  Monte Ávila Editores, Caracas 1971 p. 84.

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