Carta Pastoral: Muerte y resurrección
27 octubre de 20151. Los cristianos solemos asociar este mes de Noviembre, de tardes cortas, a nuestros difuntos. Quien más, quien menos, desde cerca o desde lejos, recuerda a sus familiares difuntos y, si le es posible, se acerca al cementerio para depositar un ramo de flores y una oración, en señal de afecto y recuerdo.
Para quienes creemos en Jesucristo, sabemos que la muerte de los justos es un encuentro con Dios, que nos llama para sentarnos a la mesa de su Reino y hacernos partícipes de su Vida divina.
Es lo que Cristo nos promete cuando nos dice: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida, el que cree en Mí, vivirá para siempre”. Él pasó por la experiencia de la muerte, murió verdaderamente, pero resucitó, convirtiéndose en vencedor de la muerte y en soberano de la Vida. Cuantos creemos en Él, tenemos la certeza de que participamos no sólo de la experiencia universal de la muerte, sino también de la gloria de la resurrección
2. Este sentimiento ha sido tan fuerte en el cristianismo, que ya los primeros cristianos borraron de su vocabulario los términos “muerte” y “necrópolis”. Los sustituyeron por los de “dormición” y “cementerio”. Creían firmemente que cuando un cristiano cierra los ojos a este mundo, los cierra de modo temporal, hasta el momento de su resurrección. Por eso al lugar donde los sepultaban no le llamaban necrópolis “ciudad de los muertos”, sino “dormitorio”, que es lo que significa cementerio.
¡Qué gratificante y consolador es pensar, iluminados por la fe, que nuestros seres queridos se han despedido de nosotros con un esperanzador “hasta luego”! Y que, aunque no estén a nuestro lado de forma física, ellos viven su propia identidad en la presencia de Dios e interceden por nosotros. Nada de lo que hay en el corazón humano deja Dios sin satisfacerlo, y nuestro ser añora la inmortalidad.
3. Desde esta fe cristiana ha nacido la piadosa costumbre de ofrecer sufragios por las almas de los difuntos. En el fondo estos sufragios no son otra cosa que una ferviente e insistente súplica a Dios para que tenga misericordia por quienes nos precedieron en la fe, los purifique con el fuego de su amor misericordioso y los introduzca, para siempre, en el reino de la luz y de la vida.
En una ocasión, un cristiano preguntó a San Agustín: “¿Cuánto rezarán por mí cuando me haya muerto?”. El sabio Obispo de Hipona le contestó: “eso depende de cuánto reces tú por los difuntos. Porque el Evangelio dice que la medida que cada uno emplee para dar a los demás, esa medida se empleará para nosotros”. Era una respuesta que le salía de muy adentro, porque su madre, Santa Mónica, le había dicho en Ostia-Italia, poco antes de morir: “No os preocupéis dónde me daréis sepultura, lo que os pido es que no os olvidéis de ofrecer oraciones por mí ante el altar de Dios”.
4. Todo ello nos recuerda, como creyentes cristianos, que mientras vivimos esta vida no hemos llegado aún a la meta, sino que somos caminantes que nos dirigimos a la Vida eterna. Esta peregrinación comienza el día de nuestro nacimiento y de nuestro Bautismo y concluirá en el encuentro con Dios, que nos acogerá por toda la eternidad en su gloria.
Nuestra fe en Jesucristo nos asegura que, si intentamos vivir de verdad, como Él vivió, moriremos con Él y resucitaremos con Él. Nuestra peregrinación, por tanto, está marcada por la esperanza. Es verdad que somos frágiles y pecadores, pero la misericordia de Dios nos llama sin cesar a la conversión, y nos perdona, nos renueva y alimenta con el pan de la Vida. El camino no lo hacemos solos: Jesucristo nos precede y nuestra Madre del Cielo nos lleva de su mano, junto con la gran familia de nuestra Madre la Iglesia.
Mi saludo en el Señor
+ Ramón del Hoyo López
Obispo de Jaén