Filosofía y mística VIII. La resurrección en el silencio de Dios de la cultura actual

18 mayo de 2023

A mediados de los años sesenta del siglo pasado María Zambrano, en el prólogo de El hombre y lo divino, afirmaba que hacía muy poco tiempo que el hombre proyectaba su historia sin Dios. Que podíamos aceptar la creencia en Dios pero se hacía muy difícil vivir esa creencia como cuando no se trataba de una forma cristalizada sino del hálito que daba vida penetrando toda la historia del hombre. Este hálito se manifestaba en el arte, en la poesía, y daba nacimiento a actividades tan esenciales como la ciencia o la filosofía. Hoy a Dios simplemente se le dejaba estar o se le toleraba,  pero había dejado de ser ese Misterioso hondón del que todo cobraba su existencia. Sin embargo, al menos en los templos cristianos,  aún siguen oyéndose  estas palabras: “¡Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!”. La cuestión es si  en nuestra sociedad este anuncio interpela, llama y convoca.

Parece que el alma contemporánea, cegada por la cultura materialista, deja poco espacio para que el silencio de Dios quede roto por este anuncio. La resurrección de Cristo hoy no  suele generar demasiado asombro porque tampoco su muerte ocasiona una herida, un escándalo o un vacío. El gran relato de la muerte y la resurrección de Jesucristo no es el gran símbolo que cohesiona nuestra sociedad. De hecho, los resortes que servían de sostén a muchos cristianos se han ido desarticulando. La estética ha dejado de ser una representación de la gloria de la creación.  No es común el artista que intenta plasmar  lo bello, lo verdadero, lo sublime,  sintiéndose cocreador, es decir, partícipe del proyecto creador de Dios. Respecto a la ética que se nutría de un Dios que nos creaba a su imagen y que  elevaba al ser humano a la máxima dignidad  en virtud de la sangre de Cristo, ha quedado aparcada y desvalorizada. En la misma línea, podemos afirmar que  el gran interrogante sobre el sentido de la vida  ha dejado de ser la cuestión que aguijonea la conciencia de muchos de nuestros contemporáneos. En el terreno existencial Cristo ya no es, para gran parte de nuestros coetáneos, la fuente de donde mana la esperanza, la paz y el consuelo del que todos tenemos necesidad. De hecho cada vez son más las terapias posmodernas   que se ofertan ante la necesidad espiritual de un hombre cerrado a la trascendencia.

Es cierto que muchos valores fundamentales de nuestra sociedad tienen una raíz cristiana y, en buena parte podemos considerarnos culturalmente cristianos, pero ese ser cristiano es experimentado más como pertenencia a una tradición pasada que ha una realidad presente que ilumine   nuestro proyecto de futuro. Parafraseando a Zambrano, Cristo resucitado ha dejado de ser el hálito que infunde la vida al penetrar el alma del hombre contemporáneo. Si  los grandes puntales que podían mantener una fe vacilante, un mero creer o un cristianismo sociológico van desapareciendo poco a poco ¿qué queda entonces?

Pues queda lo más fundamental, lo esencial. Al cristiano solo le queda Cristo. El Cristo vivo, real, el resucitado que no deja de ser el crucificado. El escándalo para el hombre religioso y la necedad para el libre pensador. O sea, el Cristo que desvela la existencia de un Dios al que nunca podemos acostumbrarnos.  Cristo que es la respuesta viva a nuestros interrogantes más profundos porque previamente ha sido nuestro problema.  Esta es la gran batalla espiritual: ¿Quién es realmente para ti Cristo?, esa es la gran cuestión.

Podemos decir, utilizando la expresión de Kierkegaard, que la creencia propia del cristiano sociológico es un enfermedad mortal que solo es superada por aquel que transita por su propio  silencio. Nadie puede oír a  Dios si no transita su silencio, nadie puede hacer eco en su corazón del anuncio de la Resurrección sin pasar por la experiencia del abismo y pavoroso silencio de la cruz. Solo el que se reconoce como hijo prodigo  puede escuchar la palabra que en el desierto le conmina a volver a la casa del padre.

Hay que reconocer que la fe no deja de ser un milagro. Mientras la creencia típica y tópica se nutre de la cultura ambiental, la fe viva se experimenta como el regalo sobrenatural que procede de un encuentro. Se trata de un encuentro que propicia un cambio tal que, siendo los mismos, nos vamos experimentando como  renacidos, recreados, en palabras de Pablo diríamos “hombres y mujeres nuevos”. A nivel de simple creencia hablaríamos de despertar algo que se manifiesta en esa especie de  cultura Woke que impregna nuestra sociedad. A nivel de fe, sin embargo, no se trata de despertar sino de resucitar. Despierta el que estaba dormido, resucita el que estaba muerto. A nivel de creencia uno se acostumbra a la existencia de Dios, a nivel de fe, el estupor del crucificado-resucitado nunca desaparece, realmente uno no puede acostumbrarse ni a la cruz ni a la existencia de Dios.  La fe dada por el Espíritu de Jesucristo te da la Vida. Es la experiencia de que antes, aunque vivo, estabas muerto y ahora la muerte no tiene ningún poder.

Antonio Machado, ante la tumba de un amigo, decía: ”Un golpe de ataúd en tierra es una cuestión bastante seria”. Aquí hablamos de profundidad  y seriedad. Quien no toma en serio la ausencia de Dios tampoco tomará en serio su presencia. Quien no toma en serio lo absurdo del mensaje cristiano tampoco tomará en serio el sentido del mensaje cristiano. Quien no toma en serio la pasión y la muerte de Jesús tampoco tomará en serio la resurrección.

 Si miramos con los ojos del mundo Dios está muerto. Si miramos con los ojos de buena parte  de los periodistas, filósofos, políticos, economistas, artistas y científicos de hoy  Dios permanece en la tumba. Pero la tumba en la que no quieren mirar está vacía. Dios no está ahí, la esperanza no está ahí sino en el testimonio de hombres y mujeres que siguen proclamando que Jesucristo ha resucitado porque lo han visto, escuchado y han comido con Él. La esperanza está en el mismo Jesucristo que sale a tu encuentro, no quedan más asideros. Es Cristo que te toca el corazón y te infunde una certeza en lo que se espera y una convicción en lo que no se ve.

 Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote diocesano y Profesor de Filosofía

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