Homilía en la ordenación sacerdotal: «Todo apóstol es un enamorado de Jesucristo»

29 junio de 2019

Celebramos hoy, en la solemnidad de San Pedro y San Pablo, la ordenación sacerdotal de estos dos jóvenes, Miguel y Andrés. Dos de nuestros seminaristas, que en su día fueron llamados y elegidos por el Señor, van a ser consagrados para el servicio del pueblo santo de Dios. Desde que intuyeron la llamada hasta hoy, la Iglesia les ha ayudado a discernir, a crecer y a formarse en todo lo que se le pide a un candidato al sacerdocio. De ellos dos puedo decir que todo ha ido bien, porque, como habéis escuchado, han sido considerados dignos de entrar en el Orden de los presbíteros y de hacer las veces de Cristo.

El camino que han seguido nos recuerda bien a las claras que toda vocación es un tesoro que el Señor le ofrece a su Iglesia, que es llevado por los elegidos en vasijas de barro. Es Él quien llama y elige; y es Él también quien, por la formación integral del seminario, los ha ido puliendo con tiempo, paciencia, misericordia y con mucho esmero espiritual, intelectual y pastoral, para una perfecta identificación con Jesucristo. De un modo especial, se ha ido cuidando su calidad humana. Se ha hecho lo que sabiamente decía el Maestro Ávila: Resta decir de la elección de los que han de ser tomados para esta crianza, pues acertar en eso es mucho provecho. Porque, cuando sobre buen vaso cae buena educación, hácese una cosa perfecta. Y cuando el sujeto no es capaz ciérrese esta tan mala entrada y cesarán los malos efectos (Primer memorial al Concilio de Trento 16).  

Hecho ese camino, aquí los tenéis, son para vosotros, pueblo de Dios que camina en Jaén. Confiad en ellos, porque han superado, en su camino de formación, evaluaciones continuas – las suyas y las de la Iglesia -. Querido pueblo de Dios, cuidad mucho a vuestros sacerdotes, amadlos, respetadlos y, si fuera preciso, no dejéis de defenderlos. Os lo pido como Padre y Pastor que soy de todos vosotros. Por mi parte procuraré hacer lo que recomendaba el santo y sabio Doctor de la Iglesia, cuyo año jubilar celebramos: Prevéanse los obispos en criar a los clérigos como hijos, con aquel cuidado que pide una dignidad tan alta como han de recibir; y entonces tendrán mucha gloria en tener hijos sábios y mucho gozo y descanso en tener hijos buenos, y gozarse a toda la Iglesia en buenos ministros (Primer memorial al Concilio de Toledo, 5).

Un buen modelo del camino seguido por todo candidato al sacerdocio lo tenemos en los dos apóstoles en cuya Solemnidad Litúrgica celebramos esta ordenación. Cada uno de ellos tiene el suyo. Pablo, desde que fue “alcanzado por Cristo” (Flp 3, 12 s) en el amor, al que antes perseguía, abrió su vida a la acción del Espíritu, y se dejó guiar por Él, en la Iglesia, hasta que al final podía decir: “He combatido bien mi combate… he mantenido la fe” (2 Tim 4,1-8).

El camino de Pedro, sin embargo, es distinto, se parece más al de cualquiera de nosotros. Pedro necesitó mucha pedagogía divina. Nunca dudó de seguir al Señor, pero siempre lo quiso hacer a su manera; no acababa de reconocer que su vocación era un regalo del que le llamó. Pedro quería ser apóstol por si mismo, a su manera y no entendía que todo había de suceder al estilo de Jesús. Ese cambio de perspectiva sobre el origen de toda vocación no fue nunca fácil para él. Siempre reaccionaba como si sus pasos en el seguimiento de Cristo dependieran exclusivamente de sí mismo. Quizás, en su ingenuidad, estaba convencido de que él era el primero en el amor. Pedro tuvo que aprender a dejarse amar, a dejarse llevar por el amor. Sólo el diálogo final con Cristo sobre el amor necesario para la misión le tumbó definitivamente en su orgullo. Pues bien, Pablo por un camino y Pedro por otro, nos muestran que todo apóstol es un enamorado de Cristo.

Queridos Miguel y Andrés: la verdad de vuestra vocación y misión pasa por el amor de Cristo y a Cristo. Sólo ese amor nos capacita, sólo por ese amor nace y crece la caridad pastoral. Dejad, pues, que ese amor divino viva en vosotros. Cuanto más seáis otros cristos, más fino y auténtico será vuestro ministerio. Por tanto, hacedlo todo en nombre de Cristo Maestro, Sacerdote y Pastor. Al ser configurados con Cristo os convertís en sacerdotes para, en su nombre, anunciar el Evangelio, celebrar el culto divino y apacentar al Pueblo de Dios, principalmente en el sacrificio del Señor.

Cuidad la misión de enseñar en nombre de Cristo, el Maestro. En vuestro ministerio, recordad siempre cómo la Palabra del Señor os ha ido forjando, cómo os ha conformado en Él, cómo os ha ayudado a crecer como cristianos y sacerdotes, como discípulos misioneros. Esa fidelidad a la Palabra escuchada, vivida y transmitida, actualizadla en la formación permanente, que ha de ser continuidad de la enseñanza sabía de vuestros formadores y profesores, que nunca olvidaréis.

No olvidéis tampoco el magisterio sencillo de cuantos desde niños os han acompañado en la fe; y estad atentos a la Palabra que se escucha poniendo amorosa atención al latido cristiano del corazón de los sencillos. Toda esta atención de los oídos del alma a la Palabra, que nunca dejará de iluminaros, la vais a necesitar en esta Iglesia en salida, Iglesia en misión en la que vais a estrenar el ministerio. “Que vuestra enseñanza sea alimento para el Pueblo de Dios; que vuestra vida sea un estímulo para los discípulos de Cristo, a fin de que, con palabra y ejemplo van juntos: palabra y ejemplo – se vaya edificando la casa de Dios, que es la Iglesia. (Papa Francisco, homilía ordenación sacerdotal en Blangladesh). Evangelizad dejándoos evangelizar por la Palabra que pronunciáis en nombre de Cristo.

En el próximo año pastoral de nuestra Iglesia diocesana, en el que presentaremos una especial atención a la celebración de los misterios de la fe, cuidad muy especialmente la función de santificar en nombre de Cristo. ¡Qué buen estreno del ministerio! Nunca olvidéis que, por vuestro sacerdocio ministerial, alcanzará su plenitud el sacrificio espiritual de los fieles, que, por vuestras manos, junto con ellos, será ofrecido sobre el altar, unido al sacrificio de Cristo, en celebración incruenta.

Al celebrar la Eucaristía, imitad lo que conmemoráis y dejad pasar el misterio pascual por vuestra vida: morid con Cristo a todo el mal que os aceche, especialmente el que pretenda arruinar vuestra ilusión y vuestra esperanza, desde hoy consagradas. Dejad que Cristo Resucitado os renueve en cada Eucaristía en el amor, la unidad y el servicio.

Y con la misma actitud mística que oráis y celebráis, servid a vuestros hermanos en los sacramentos, especialmente en los de iniciación cristiana. La situación en la que los celebraréis, a veces os cegará y no os dejará comprender que son fuente de vida y santificación. Permitidme un consejo: no rebajéis nunca la calidad espiritual y pastoral de cuanto hacéis. Cuidad especialmente el sacramento de la penitencia, recibido y ofrecido, por él pasa la eficacia de la evangelización. Dejad que la gracia que ofreceréis en nombre de Cristo en vuestra vida ministerial os santifique y renueve.

Ejerced el ministerio en comunión filial conmigo y con mis sucesores, como vais a prometer, y siempre en comunión con el presbiterio diocesano en el que os sentiréis vinculados más allá de amistades, simpatías u otros intereses. Vivir en comunión pertenece a la identidad sacerdotal. Sentid, por eso, como propia en vuestro corazón sacerdotal una Iglesia en sinodalidad y en corresponsabilidad. El sacerdocio crece cuando nos comprometemos a unir a los fieles en una sola familia.

Tened siempre un corazón misionero, tal como se ha ido formando en vuestro seguimiento de Jesucristo Buen Pastor. Que se os vea siempre como sacerdotes que salen, que arriesgan, que inventan, que abren camino para poder ofrecer a todos el amor de Dios. Como Jesucristo, sed pobres y servid a los pobres Que todas las pobrezas tengan un lugar privilegiado en vuestro corazón sacerdotal compasivo y misericordioso. El amor a la pobreza y a los pobres sea un rasgo esencial de vuestra identidad y es también expresión de vuestra santidad. En definitiva, sed pastores dejándoos impregnar del olor de la gente; en ese olor siempre encontraréis el perfume de Cristo.

Invoco sobre vosotros la protección maternal de María, Madre sacerdotal, a la que os invito a sentir cercana y entrañable y con la que compartiréis las alegrías y las fatigas, las ilusiones y los desencantos que quizás os encontréis en la grandeza y belleza de un sacerdocio en el que veréis, escuchareis y haréis cosas que guardaréis en vuestro corazón, donde la Virgen guardaba lo que escuchaba de su Hijo Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote.

+ Amadeo Rodríguez Magro, Obispo de Jaén

 

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