La duda lugar de encuentro entre creyentes e increyentes

28 diciembre de 2018

Al comienzo de este curso una exalumna me comentaba que uno de sus profesores había comenzado su clase con este interrogante: ¿No habrá entre vosotros ningún cristiano, no?, parece que este profesor daba por hecho que nos encontrábamos en ese estadio final que auguraron los teóricos de la secularización al pronosticar el estado comatoso en el que se encontraría la religión en unas décadas. La seguridad que parecía exhibir,  algo sobre lo que posiblemente ni siquiera había reflexionado,  desvela  la verdad  que encerraban aquellos versos de Yeats: “A los mejores  les falta convicción mientras que los peores están llenos de intensidad apasionada”. Nos movemos en un mundo repleto de prejuicios fruto de la falta de una reflexión madura. Un tiempo de excluyente inmediatez donde más que la cordura, la sensatez o la moderación, se afirma sin más, se aprieta rápidamente el gatillo y se expone una opinión como si fuese una verdad incontestable.

Hubo un tiempo en el que Dios era algo  seguro, presente y familiar. Algo así como un dato evidente de la realidad. La antigua expresión: “esto es verdad como que Dios existe”, utilizada para remarcar la veracidad de un hecho,  podría ilustrar el espíritu de ese tiempo. Sin embargo a lo largo de los siglos XVIII y XIX se fue operando un auténtico giro copernicano respecto a la cuestión sobre Dios. Finalmente Nietzsche levanto su acta de defunción: ¡Dios ha muerto![1], exclamó, o sea Dios es algo caduco. Heidegger, el gran intérprete de Nietzsche terminaría diciendo que en el pensamiento es mejor dejar de hablar de Dios, de lo que no se puede hablar mejor callar, en palabras de otro gran filósofo.

El problema es que a Dios no se le podía barrer de un plumazo, y quedarnos tan tranquilos. El propio Nietzsche utilizaba tres metáforas para hacernos ver la situación trágica en la que el hombre quedaba tras la muerte de  Dios:  “el mar quedaba vacío”, o sea ya no podríamos saciar nuestra sed  de trascendencia  y de plenitud ; “el horizonte se borraba”, los valores se esfumaban y nos quedábamos sin referente último, sin norte que seguir, sin meta; finalmente “el sol se separaba de la tierra”, el hombre y su historia caía la oscuridad, el frio, el vacío, el sin sentido.  ¿Qué podría ocupar el espacio dejado por Dios?, la historia reciente de occidente nos ha dado la respuesta: nada. La gran enseñanza ha sido que ningún  ídolo fabricado por el hombre puede colmar el vacío dejado por la ausencia de Dios.

El profesor del que hablábamos,   cegado posiblemente por su propia ideología  no había podido ver los signos  que son indicios de un nuevo tiempo. Tiempo de incertidumbre y duda que resume perfectamente el sociólogo Eduardo Bericot: “Mientras que hasta ahora pensábamos que la duda corroía únicamente la certeza en la creencia religiosa (Teorías de la secularización), ahora podemos ver que la duda también ejerce una acción corrosiva sobre las certezas del espíritu científico, intramundano, materialista, racionalista y secular (Teoría del ocaso de la secularización)[2].

 Parece que uno de los rasgos del  espíritu de nuestro tiempo es la universalidad de la duda,  dudamos de todo, de algún modo somos herederos de los maestros  de la sospecha[3]. Este fenómeno, aunque en los últimos siglos se ha acentuado, pertenece a la propia constitución del ser humano. El ser humano camina por la vida lleno de dudas e incertidumbres. Un simple vistazo a la literatura de todos los tiempos bastaría para constatar este hecho.

Otro tanto podríamos decir de la fe. Se dice que la razón discute  y la fe acata, que la fe confía y la razón duda. Esta contraposición olvida  por un lado que también la fe duda, discute y argumenta, y por el otro que también la razón cree, acaso no comenzamos a reflexionar porque creemos en la racionalidad última de todo lo que existe. La fe y la duda acompañan al pensamiento como la sombra al cuerpo. Para algunos vivir siempre en el crepúsculo de la incertidumbre les tortura de tal modo que andan  buscando continuamente esa roca  inmune a toda  duda. Esto explicaría los fundamentalismos y dogmatismos de todo color y especie. Pero resulta que tanto la duda como la fe son inevitables  para el que busca la verdad. “Tanto el creyente como el increyente, afirmaba  Joseph Ratzinger,  participan a su modo en la duda y la fe siempre y cuando no se oculten a sí mismos y a la verdad de su ser. Nadie puede sustraerse totalmente a la duda y la fe.”[4]

La duda puede ser de tipo  intelectual, así ocurre  por ejemplo cuando nos preguntamos sobre la existencia de Dios, sobre su bondad o su providencia. Puede también tener un origen existencial, algo que suele ocurrir ante las circunstancias adversas de la vida.  No son tampoco extrañas las dudas que manan del terreno espiritual, ¿me escucha Dios? ¿Se ocupa de mí? ¿Qué tipo de cristiano soy?, etc. Obviamente la duda surge porque Dios no es un ente medible o cuantificable. Dios se revela en el mundo como fundamento y como abismo, como poder del ser, pero no se impone. Él se muestra pero no se demuestra, de ahí esa tensión entre la duda y la fe. No es extraño que alguien que vivió la lucha interior como Unamuno llegara a decir que la fe que no duda es una fe muerta[5]. Dios no deja de ser  el misterio del mundo[6]. No olvidemos que fe cristiana fue posible gracias a la libertad y coraje de individuos que, experimentando sus propias dudas, examinaron el contenido de la fe y lo hicieron suyo[7] .

Ratzinger[8] afirmaba que en el creyente existe ante todo la amenaza de la inseguridad que,  en el momento de la impugnación,  muestra de repente y de modo insospechado la fragilidad de todo el edificio que antes parecía firme. Otro tanto ocurre al increyente, a él le acuciará siempre la inseguridad de que el universo clausurado en el que edifico su vida tenga la última palabra.  El increyente nunca podrá erradicar de su mente ese fundamental “Quizá…”; quizá la Verdad, el Bien y la Belleza se den con mayúsculas. Quizás haya una palabra que viniendo de lo Alto  de sentido a la existencia. Quizá no seamos meras casualidades destinadas a la muerte. Quizá tenga cabida la esperanza. Tanto creyentes como increyentes debemos tener en cuenta que creer en Dios significa creer en la verdad, o lo que es lo mismo, sentirse embargado por aquel que nos lleva en cada instante a abandonar nuestras pequeñas mentiras e instalarnos en la verdad que es nueva cada mañana. Por eso  la fe siempre estará presente, para el creyente a  pesar de la duda,  y para el increyente mediante la duda o en forma de duda. La incredulidad será la tentación del creyente, y la fe la tentación del increyente, nadie puede sustraerse al gran dilema del ser humano.

La duda, al impedir que nos cerremos en nosotros mismos, rompe el círculo hermético de la incomunicación permitiendo crear puentes de diálogo entre  creyentes e increyentes. Hay que empezar a  dudar de    lo propio para conocerlo bien, pues solo entonces se examinará y se pensará. Sócrates utilizaba la imagen del tábano que aguijoneando el alma la despertaba[9]. Ciertamente esto nos provocará inseguridad y malestar al cuestionar opiniones y creencias que creíamos  bien establecidas por haberlas interiorizado sin crítica alguna. Pero a su vez posibilitará que depuremos nuestras creencias, que podamos ofrecer argumentos y no solo opiniones y, finalmente, que pueda surgir un diálogo auténtico.  No olvidemos que las dudas del creyente le permitirán comprender el universo del no creyente, y las dudas del increyente serán la forma en que la fe subsista en él como exigencia, como quizá.

Hay que aprender a dudar[10], a asumir la fragilidad y la contingencia humana que nos hace autosuficientes. Solo el fundamentalista esgrimirá valores absolutos irreconciliables con otros valores igualmente absolutos. Algunos pueden seguir pensando que esta duda no es más que el reflejo de una debilidad de la fe, nada más lejos de la realidad. Para ello bastaría traer a colación el testimonio de profundos creyentes  como San Agustín, Eckhart, Pascal , San Juan de la Cruz, Santa Teresita del niño Jesús y otros muchos, me limitaré a algunos más recientes [11]. Miremos por ejemplo al gran teólogo Karl Barth cuando, irónicamente, decía que conocía a un increyente llamado Karl Barth. Escuchemos también  a aquel religioso y gran pensador que fue Karl Rahner, según Henry Fries “el mayor testigo de la fe del siglo XX”, quien a una pregunta sobre si era creyente cristiano, respondía: “sí, pero a tiempo parcial”, mostrando como el ser cristiano no es una conquista que se tiene sino un camino que se va realizando día a día, con sus luces y sus sombras.  Finalmente traigamos a colación al Papa Francisco,  con ese lenguaje sensible a nuestro tiempo y profundamente teológico llega a afirmar: “la persona que dice que ha encontrado a Dios con certeza total y ni le roza un margen de incertidumbre, algo no va bien”. Con profunda sensatez nos enseña  que el  que cree tener respuestas para todo es signo de que Dios no está con él, y añade: “un cristiano que lo tiene todo claro es seguro que no va a encontrar nada”, pues, y esto lo añado yo, no es más que el reverso de ese profesor con el que comenzábamos este artículo.  Después de todo,  esto no es más que la actualización del evangélico: “creo Señor, pero aumenta mi fe” (Mc 9,24). Todos, creyentes e increyentes, tenemos que tener en cuenta   que el problema de Dios tiene su origen no solo en el hombre, sino en Dios, en el Misterio del propio Dios.

Lo anteriormente expuesto no significa que no existan convicciones fuertes. Isaias Berlín citando a Schompeter decía que “darnos cuenta de la validez relativa de las convicciones de uno y, sin embargo, defenderlas sin titubeos, es lo que distingue al civilizado del bárbaro”[12]. Lo que ocurre es que tiene que haber razones para que las creencias se sostengan, esas razones no aparecerán si nuestras creencias no han sido previamente pensadas, si no  han pasado por el tamiz de las propias dudas. En nuestro mundo no vale ya esa fe del carbonero que nunca se cuestiona nada, no siendo capaz de dar más razones que las que le han sido dadas por tradición. Sea cual sea el alcance de la secularización, en Occidente las razones que el creyente de, y  pretendan gozar de credibilidad,  serán las que surjan al profundizar en la fe con el fonendoscopio de sus propias dudas.   “Es posible que en el recinto personal se escuche la atormentada voz de Pascal con su inolvidable: “incomprensible que exista Dios e incomprensible que no exista”; la dialéctica del sí y el no, compañera asidua de la condición humana”[13].Y en esa “interioridad apasionada” (Kierkegaard) uno pueda decir: “Sé de quién me he fiado” (1 Tim 1,12), entonces acontecerá el salto de la fe.

Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote diocesano y profesor de Filosofía

 

[1] F. Nietzsche, La Gaya Ciencia, Edaf, Madrid 2003, aforismo 125.

[2] E. Bericot Alastuey, Duda y postmodernidad. El ocaso de  la secularización en Europa, Revista de Investigaciones Sociológicas (REIS) 121, 2008, pp. 13-53, 36. El paréntesis es mío.

[3]  La expresión “maestros de la sospecha” apareció por primera vez en la obra de Paul Ricoeur, Freud: una interpretación de la cultura, Siglo XXI, México 1970.

[4] J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 1971, p. 28.

[5]  M. de  Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, Akal, Madrid 1983, p. 331.

[6] E. Jüngel, Dios como Misterio del mundo, Sígueme, Salamanca 1981.

[7] A.  Ropero, Historia, fe y Dios, Clie, Terrasa 1995.

[8] En el artículo tengo especialmente presente las ideas de J. Ratzinger expuestas en Introducción  Cristianismo (op. Cit.), especialmente el apartado “Duda y fe: situación del hombre ante el problema de Dios”, pp. 21-28.

[9] Platón, Apología de Sócrates, Gredos Madrid 2014.

[10] V. Camps, Elogio de la duda, Arpa editores, Madrid 2016.

[11] M. Fraijó, Avatares de la creencia en Dios, El País 1/11/2005.

[12] I. Berlin, Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza Editorial, Madrid 1988, p. 243.

[13] M. Fraijó op cit.

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