El atrio de los gentiles y la Misión. Una fe razonable IV. La esperanza, una incómoda virtud para el secularismo.

29 mayo de 2019

A pesar de lo que enseñaron los existencialistas del siglo pasado el estado afectivo esencial del hombre  no es la angustia, sino la esperanza. Tenemos ilusiones y esperanzas gracias a nuestro carácter futurizo, mediante el cual, anticipamos y proyectamos lo que va a venir. Esto hace que lo que creamos sobre el futuro controla por completo lo que vivimos en el presente.  Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza, Dante Alighieri[1], situaba esta frase lapidaria en la puerta de entrada al Infierno. Ciertamente perder la esperanza es el auténtico infierno. No podemos vivir sin esperanza. La manera de abordar la esperanza por parte de un secularista y de un creyente cristiano es muy distinta, ¿cuál escoger?, eso ya es una cuestión que cada uno deberá dilucidar.

1.- ¿Qué es eso de la esperanza?

La esperanza dice Laín Entralgo[2]: “Es un hábito de la segunda naturaleza del hombre, por obra del cual éste confía de un modo más o menos firme en la realización de las posibilidades de ser que pide y brinda su espera vital”. La esperanza es un hábito de segunda naturaleza pues puede adquirirse o perderse. La desesperanza es el hábito opuesto. El hombre no puede no esperar, pero puede hacerlo con esperanza o con desesperanza. La esperanza  tiene que ver con el acto de vencer la desesperación. El hombre puede dudar, pero también tener fe; puede desesperar pero también tener esperanza.

La esperanza es espera confiada. Espera y confianza son los elementos básicos de la estructura antropológica del hombre. Eso quiere decir que la esperanza tiene una dimensión metafísica en cuanto radicada en el ser.  La esperanza hunde sus raíces en lo más profundo de nosotros mismos, penetra en el fondo misterioso de las posibilidades del ser y abre a horizontes inagotables  posibilitando  la creación de lo que parecía imposible.

Pero  ¿cuál  es lo objeto de la esperanza? Algo y todo. Siempre espero seguir siendo yo mismo y poseer mi vida de modo más rico, más profundo. El hombre espera realizarse, espera ser feliz, espera que finalmente coincidan lo que es y lo que quiere ser. Toda esperanza genuina hace  referencia a la esperanza universal. No hay un bien particular que no aspire al sumo bien y el sumo bien incluye de algún modo los bienes particulares. Todos tenemos la experiencia de que cualquier meta lograda es penúltima,  que nada de lo logrado nos satisface del todo, que llegado al objetivo la meta  se resitúa  más allá. “Esperar algo, dice Laín, supone esperar todo, aunque el esperante no lo sienta expresamente y esperar todo solo es posible concretando el todo en una serie indefinida de algos”.

  2.- Del optimismo a la esperanza.

La versión secularizada de la virtud de la esperanza es la idea de optimismo y de progreso pero como veremos esto parece no funcionar demasiado bien. El secularista parece confundir esperanza con progreso, prosperidad, crecimiento, desarrollo, o sea la esperanza quedaría circunscrita de una manera u otra en la órbita de  lo que podríamos considerar una visión  optimista de la historia o de la vida. Sin embargo el tipo de esperanza que necesitamos es algo más profundo.

La esperanza genuina ni  es escapatoria y fuga como se pensaba en el mundo precristiano, ni tampoco es la previsión cognoscitiva del futuro de los ilustrados, ni el optimismo actual de aquellos que piensan “las cosas se arreglarán”. Por mucho que se  nos invite al “carpe diem” (vive el día), no podemos vivir la vida solo orientados al presente, sino que somos seres volcados hacia el futuro, orientados a una historia que  consideramos que nos lleva hacia algún lado. No podemos vivir sin un conjunto de creencias de que nuestras vidas se orientan hacia algún fin.

Fue el judeocristianismo quien dio a la humanidad la idea de progreso clausurando la visión de un tiempo cíclico. Para el mundo pagano la historia era cíclica, todo estaba inexorablemente sometido a un destino del que no podíamos escapar, en el mundo no cabía la esperanza. Ortega señala que la situación del hombre mediterráneo en el siglo I antes de Cristo era la desesperación[3]. El cristianismo introduce una visión de la historia lineal, ésta se mueve hacia un juicio divino donde acontecerá la instauración definitiva del Reino de Dios. Precisamente esta idea ascendente de la historia es la que está en la raíz de nuestra visión moderna  de la historia como un continuo progreso, quitamos a Dios, secularizamos la idea de providencia y  nos aparece la ilustrada idea de progreso indefinido. Algo tan grabado en nuestro pensamiento que, encarnado en nuestro vocabulario, describe la buena tendencia como progresiva y la mala como regresiva. Sin embargo hoy esta idea empieza a  desmoronarse al ser cuestionada desde los más diversos ámbitos. El imaginario colectivo está impregnado de todo tipo de distopías: pandemias, colapsos económicos globales, ataques cibernéticos, terrorismo, cambio climático, etc.  Así se expresaba M. Ridley: “La generación que ha experimentado más paz, libertad, tiempo libre, educación, viajes, películas, teléfonos móviles que ninguna otra en la historia acoge la pesadumbre en cualquier oportunidad que tiene. Hace poco, me detuve a observar la sección de temas de actualidad en una librería del aeropuerto… y no vi un solo libro optimista”.[4]

El optimismo secular y la idea de progreso indefinido sin atender a las contradicciones internas que conllevaba,  ha supuesto no solo un desastre para el medio ambiente, la economía de muchos países, etc., sino también para el espíritu humano. Un espíritu sometido al vaivén de los deseos, sin capacidad de sacrificio y de autolimitación, sin  antídoto efectivo para la desesperanza. Nada de extrañar cuando la bulimia de lo material ha llevado a la anorexia de lo espiritual dado que para muchos los placeres inmediatos parecen ser el punto final de toda su historia[5]. Sin embargo no tiene por qué ser así.

La alternativa al optimismo secularizado es la esperanza. El asombro, la confianza y la esperanza no pueden ser vencidas por la adversidad. Mirémoslo desde un punto de vista social e histórico. La esperanza no exige creer en el progreso indefinido, sino  en que hay un orden detrás de las cosas por un lado, que la realidad tiene un sentido, un significado,  y  por otro lado  creer que debe existir una  justicia que impida que el verdugo sea el eterno vencedor y que evite el reino la impunidad. Esto solo es posible, como advirtieron agnósticos como Horkheimer o W. Benjamin [6], si existe una  realidad  que nos trasciende y rompe el círculo de la inmanencia. Solo desde ahí puede fundamentarse una esperanza  que permita afirmar en las circunstancias más adversas el terrible derecho a vivir. Voy a poner un ejemplo,  imaginémonos  lo absurdo que le parecería  un esclavo negro del siglo XIX el oír: “Nunca  habrá un juicio divino en el que la maldad sea corregida. No habrá una vida futura en la que seas de verdad un ser libre y tus sueños sean satisfechos. Esta vida es la única, cuando mueras todo habrá acabado. Nuestra única esperanza reside en mejorar las políticas sociales. Ahora con esto en la mente, mantén tu cabeza en alto, vive una vida de valentía y no te desanimes”. Fue la fe y no el supuesto progreso histórico el que les permitió  mantener la esperanza. Marx entendió la esperanza que manaba de la fe  como una especie de adormidera para el pueblo, pero era justamente todo lo contrario, como muy bien mostró el marxista heterodoxo E. Bloch[7], la religión cristiana mantuvo viva la confianza y la lucha de muchos hombres en momentos fundamentales de la historia. La esperanza se nutría de una fe  que ningún  optimismo secular podía mantener. Tiene razón Helmut Gollwitzer[8] cuando escribe:

“Todos los fenómenos de este mundo están destinados a decaer con el tiempo; no pueden conferir un sentido permanente a las cosas. No queda sino que el hombre dé un significado al hombre. El prójimo, que es otro transitorio e imperfecto, no es capaz de sustentar esta esperanza… Parece entonces que es la humanidad completa cuya duración supera al individuo la que puede mantener viva la esperanza. Ésta es, en cambio, una abstracción de grado elevado y se necesitaría cerrar los ojos para ignorar que también ella es un fenómeno pasajero en el cosmos. Para encontrar un significado que sea sostén de la esperanza, se debe presuponer una instancia permanente. Faltando ésta, se impone al hombre y a la humanidad un peso que no puede soportar, una tarea que no puede realizar”.

3.- A la muerte no hay que temerla, pero sin embargo la temo.

El gran desafío para la esperanza humana no es solo el asunto de hacia dónde va la historia, sino hacia dónde vamos nosotros. El gran problema es como tener una esperanza humana que pueda darle sentido a la muerte. Un gran hándicap  de la historia secular occidental  es que dentro de su narrativa no puede asignarle un significado al hecho más inmutable y seguro de la vida humana: la muerte. En la concepción contemporánea individualista y secularizada, la muerte simplemente interrumpe la historia. No acelera el progreso hacia tus objetivos sino que los destruye.

La idea de Epicuro suele repetirse una y otra vez[9]: No hay nada que temer, la muerte es algo puramente natural. Cuando estás muerto simplemente no existes, cuando la muerte está tú no estás.  La muerte se presenta como parte del ciclo de la vida en la tierra, algo inevitable y natural no puede ser malo. Son numerosos los artículos y libros que tratan de hacerla aceptable  a los mayores o te indican cómo debes explicarla  a los niños. Sin embargo la realidad es que la gran mayoría de las personas le tienen mucho miedo a la muerte. El filósofo Peter Kreeft[10] relata la historia de un niño de siete años cuyo primo había muerto. La madre que no creía en Dios, trato de explicarle  que su primo había regresado a la tierra de donde venimos, ese era el ciclo de la vida. Y así, le dijo  que cuando viera las nuevas flores en primavera, sabría que es la vida de su primo la que las  estaba  fertilizando. ¿Cómo respondió el niño? Comenzó A GRITAR: ¡No quiero ser fertilizante! Y salió corriendo. Kreeft argumenta que la madre había permitido que la narrativa moderna reprimiera  la intuición natural humana, según la que la muerte no es natural del todo. Manifestarles a las personas que deben aceptar la muerte solo como otra etapa de crecimiento es como decirle a un parapléjico que la parálisis es otra etapa  de su desarrollo físico.

Sostener el discurso moderno de que no deberíamos querer nada que no sea lo que es, o que nada inevitable puede ser malo, no pasa ni nuestras convicciones morales más profundas ni el mínimo escrutinio racional. La selección natural y la evolución pueden basarse por ejemplo en la violencia, pero creemos que es mala. Eso de que la muerte es un dormir agradable sin soñar es,  como dijo Samuel Johnson, una solemne idiotez, ni es agradable, ni es dormir. En el fondo todos sentimos que  se presenta como un ladrón y un asesino. Esto se ve reflejado en los mitos y en las leyendas  antiguas que siempre la abordan como una intrusión, una aberración y una monstruosidad, todo menos perfectamente natural aunque pueda ser biológicamente necesaria. Insistir que a la muerte sencillamente no hay que temerle es sencillamente otra ilusión que ahoga su obscenidad. Negamos esto pero como todos los hechos reprimidos, nos continúa perturbando, acechando y en voz baja consumen nuestra esperanza.

Pero ¿qué es lo que tememos de la muerte y nos lleva a negarla en su raíz? La primera razón es lo que ella significa para nuestras relaciones. Carl Jung se expresaba así: “La muerte es sin duda una pieza terrible de brutalidad: carece de sentido pretender lo contrario. Es brutal no solo como evento  físico, sino sobre todo psicológicamente: un ser humano nos es arrebatado, y lo que queda es la quietud gélida de la muerte. Ya no existe ninguna esperanza de relación pues todos los puentes han sido destrozados de un solo golpe[11].

Lo que pone de relieve Jung es la carencia de todo argumento al estilo de Epicuro. Las relaciones afectivas son las que hacen la vida significativa y la muerte va eliminándolas una a una, elimina a tus seres queridos, después viene a por ti y finalmente eliminará a los que quedaron. El amor verdadero quiere durar, no quiere separarse de aquellos a quienes se ama. Pero la muerte nos quita todo lo que es relevante. No hay experiencia más terrible que ver a un ser amado muerto, por ello aparece como nuestro último enemigo (1 Cor 15, 26).

El enfoque naturalista e increyente sobre la muerte nos la quiere presentar como algo natural  e inocuo, después   no hay nada. Pero esto es un salto de fe, no puede demostrarse. El hecho de que somos mortales, y el interrogante que suscita en orden a nuestro porvenir han sido y serán motivos de profunda reflexión para el ser humano. De hecho  el mismo Epicuro escribió: “lo que los hombres temen no es si la muerte es la aniquilación, sino que no lo sea”, eso sería lo que nos perturba.  “No a lo que llamamos muerte, sino lo que  más allá de la muerte no es muerte/, tememos, tememos” decía T. Eliot[12]. Bajo la sombra de la muerte, algo nos hace preguntarnos si hemos vivido como deberíamos, y la respuesta suele ser no. Si estuvieras conduciendo un automóvil a 100Km/h, pero incapaz de ver a través de las ventanillas sería aterrador. Si estás conduciendo hacia la muerte sin la capacidad de ver lo que viene, hace que surja el miedo. Aquí por mucho que se diga lo contrario la respuesta del secularista no va más allá de un puro encogerse de hombros y decir “yo creo que…”. Un credo que parece ir en contra de la raíz de la que se nutre la esperanza humana. No obstante veamos otra respuesta distinta.

3.-  La repuesta del cristianismo.

¿Cuál es la respuesta cristiana, que no solo explica por qué sentimos que la muerte es tan antinatural, sino que además nos da la capacidad de enfrentarnos a ella?

A través de Hamlet, Shakespeare[13] señala que el pavor ante el reino de la muerte viene de que es un “desconocido país, de cuyos límites ningún viajero regresa”. Pues precisamente aquí reside el error de Shakespeare, alguien ha regresado señala el cristiano. Existen algunos que se mofan de la esperanza cristiana con una especie de superioridad moral. Normalmente sus posturas no pasan de ser puros tópicos o simples malentendidos de aquello en lo que consiste la esperanza cristiana. De principio diremos que el secularismo no ofrece ninguna esperanza   mientras que la mayoría de las religiones si lo hacen. Con todo, la concepción cristiana es distinta y única.

El materialista piensa que después de la muerte la materia que nos compone vuelve al ciclo  cósmico, bien en forma de materia inerte o bien formando parte de otro ser vivo. Las religiones místicas orientales enseñan, por el contrario, que nuestras almas superando en ciclo de las reencarnaciones se fusionarán definitivamente con lo divino, como una gota de agua que finalmente regresa finalmente al océano. Por un lado el materialista occidental nos dice después de la muerte no hay nada, por el otro las religiones místicas nos hablan de una existencia impersonal. En ambos casos podemos hablar de la muerte del amor, porque solo las personas pueden amar. A diferencia de estas visiones el amor entre las personas es el corazón y la esencia de la esperanza cristiana. La  esperanza cristiana no está en abstracciones como la inmortalidad del alma o  en el resplandor de una especie de consciencia, sino en una relación. Venimos de un Dios trino, un Dios amor, y esto explicaría por qué las personas estamos hechas para amar y para que nos amen. El cristianismo niega la creencia del secularismo actual de que somos un mero accidente insignificante en el curso de la realidad. El cristianismo declara que  el universo tiene en su hondón una estructura personal, toda la realidad procede de un fundamento trascendente cuya estructura interpersonal hace que todo tenga un sentido. La realidad del hombre es histórica, una historia que surge de Dios  y que tiende hacia Él. Las experiencias de amor que tenemos en la vida siempre son limitadas, siempre tienen algo de insatisfactorio, están llenas de temores, miedos y frustraciones, pero todas ellas apuntan hacia esa meta definitiva hacia la que caminamos y que tiene que ver con el Amor con mayúsculas. Pero hay  algo que también es original, el anhelo que satisface el cristianismo es también el reconocimiento  y el amor a  toda la creación, no por algún mundo sino por este mundo. Ninguna otra religión espera por la salvación de este mundo junto con nuestros cuerpos y nuestras almas[14].

El sufrimiento, el mal y la muerte han arruinado la vida de este mundo. Aún nuestros mejores momentos son dolorosos, porque se nos quitan demasiado pronto. Mientras más vives, más sientes que lo vas perdiendo. Con el paso del tiempo, te das cuenta de lo irrecuperable de todo esto, es como un constante morir en plena vida. El cristianismo  no ofrece una especie de consuelo  al prometer la recuperación de una vida que con la muerte se pierde. La vida de la que se nos habla es la vida que anhelamos pero nunca tuvimos. Se trata de Vivir la vida que solamente atisbamos en ciertos momentos de dicha y lucidez pero que nunca pudimos alcanzar. El cristianismo no invita a fugarse de este mundo, por el contrario el mundo también será sanado; tampoco fomenta ninguna especie de egoísmo salvífico, una especie de actitud religiosa interesada. El cristianismo  sencillamente saca a la luz lo que cada persona tiene en lo más profundo de su ser, un anhelo de plenitud, plenitud de todo el universo, plenitud de las personas, plenitud en las relaciones. Quizás muchos se nieguen a creer en la esperanza cristiana, pero su razón para hacerlo no debe ser otra que aquella que nos dice que es demasiado buena para ser verdad.

Si creemos que la resurrección realmente ocurrió, entonces Jesucristo, por así decirlo abrió la brecha entre lo ideal y lo real. Ahora por muy trágica que sea nuestra situación podemos gritar como muchos oprimidos han hecho a lo largo de la historia: ¡Ahora tengo esperanza! La gente acomodada de clase media puede entusiasmarse con la filosofía y los principios éticos,  a ellos les puede bastar, durante algún tiempo claro, eso de “las cosas mejoraran con el tiempo”. Pero a la gente que está atrapada por la oscuridad del mundo no, paradójicamente en cierto aspecto desde la oscuridad se ve mejor.

La esperanza cristiana  no se basa en ideas, filosofías o teologías sino en una historia. La de Jesús de Nazaret. La mayoría de los sistemas religiosos creen en una especie de más allá, pero generalmente condicionado a una vida moralmente  buena y, a la vez, observante de los ritos religiosos. El cristianismo la ve sin embargo como don. No pertenece a las buenas personas, sino a las personas que admiten que no son suficientemente buenas y necesitan un salvador. Esto es lo que se muestra en la pasión, la muerte y la resurrección de Jesús. El creer en la resurrección real, no simbólica, ha permitido a infinidad de personas  mantener en alto la esperanza. A nivel histórico solo el hecho de pensar que todas las injusticias se corregirían puede mantener viva la lucha por un mundo mejor sin degenerar en levitar en un bucle indefinido de violencia por un lado, o  sucumbir ante el mal al convertirnos en colaboracionistas  de la injusticia. A nivel personal solo desde este espacio de esperanza abierta en él crucificado-resucitado podemos comprender testimonios como el  de  Dietrich Bonhoeffer[15]  quien esperando en su celda la ejecución, ordenada por Hitler,  pudo decir que la muerte de un cristiano es  la “fiesta suprema en el camino hacia la vida eterna”.

4.-Y después de todo ¿Qué?

Uno puede decir que todo esto depende en primer lugar de que Dios exista, y en segundo lugar de que el rostro de Dios sea el que se revela en Cristo. Tienen toda la razón, por eso estos temas serán tratados posteriormente. Sin embargo lo que sí parece claro es, por una parte, que la respuesta secularista convierte la esperanza en un mero optimismo voluntarista muchas veces desmentido por la historia, y por otra que sucumbe del todo ante el tema de la muerte. Y por el otro lado la visión cristiana no solo explica el porqué de la esperanza, sino, y esto es aún más importante, la impulsa y la mantiene siempre viva.

No obstante, esperanza y confianza no es seguridad. Nosotros estamos en el atrio de los gentiles, no hemos entrado aún en el templo, para entrar en él la puerta es Jesucristo que permite encontrarnos con Dios, con el hombre y con el mundo de un modo único y fascinante. Claro, ahí ya nos introducimos en el terreno de la fe, una fe que es don, como nos enseña la teología, pero que también es fruto de una profunda decisión personal. A lo largo de la vida, en un momento u otro, puede salirnos al encuentro ese escéptico Flaubert que llevamos dentro susurrándonos al oído: “no será la esperanza un canto de sirena que nos lleva trágicamente a un país sin retorno”. Puede que sí, pero ¿quién no quiere vivir?:

Una belleza sin ocaso, /una verdad sin argumentos/una justicia sin retorno. /Un amor inesperado…una vida que sea Vida, como dice Pedro Casaldáliga, eso es Dios”.

Una buena apuesta diría Pascal, quizás sea bueno arriesgarse porque en definitiva la fe, como el pensamiento, suele comenzar por arriesgarse y atreverse a creer.

Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote diocesano y Profesor de Filosofía

 

[1] Dante Alighieri, La Divina Comedia, Alianza, Madrid 2013.

[2] P. Laín Entralgo, Espera y Esperanza, Alianza, Madrid 1984.

[3] J. Ortega y Gasset, En torno a Galileo. Esquema de las crisis, Espasa Calpe, Madrid, 1965.

[4] M. Ridley,  El optimista racional. Tiene límites la capacidad de progreso de la especie humana, Taurus, Madrid 2011.

[5] C. Lasch, The True and Only Heaven: Progress and Its Critics, W. W. Norton & Co., New York 1991.

 

[6] M. Horkheimer, La añoranza de lo totalmente otro, en H. Marcuse, K. Popper, M. Horkheimer, A la búsqueda de sentido, Sígueme, Salamanca 1976; W Benjamin, Tesis sobre filosofía de la historia y otros fragmentos, Ítaca, México 2008.

[7] K. Marx, Contribución a la crítica del derecho de Hegel, Martínez Roca, Barcelona 1970;E. Bloch, El Principio de Esperanza, Trotta, Madrid 2007.

[8] H. Gollwitzer, La crítica marxista della religione e la fede cristiana, Morcelliana, Brescia 1970.

[9]  Epicuro, Carta a Meneceo, Vida feliz, Universidad de Valencia, Valencia 2009,  véase por ejemplo la obra de J. Barnes, Nothing to Be Frightened Of, Jonathan Cape, London 2008.

[10] P. Kreeft, Love Is Stronger than Death, CA: Ignatius, San Francisco 1979.

[11]  C. G. Jung, Memories, Dreams and Reflections, Vintage, New York 1965.

[12] Epicuro, Carta a Meneceo, Vida feliz, Universidad de Valencia, Valencia 2009; T. S. Eliot,  Muerte en la Catedral, Encuentro, Madrid 2009.

[13] W. Shakespeare, Hamlet, Alianza, Madrid 2011.

[14] H. Snyder, La salvación de toda la creación, Kairos, Barcelona 2015.

 [15] C. Bonhoeffer, Resistencia y sumisión. Cartas y apuntes desde el cautiverio, Sígueme, Salamanca 2008.

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