Atrio de los Gentiles: «¡Dad razones de vuestra esperanza!…SÍ, pero ¿cómo?  Algunos criterios epistemológicos y hermeneúticos.»

26 septiembre de 2018

Dar razones de nuestra  fe es lo que comúnmente se conoce como apologética. La apologética tiene dos vertientes, una hacia dentro, esta  mira hacia el propio creyente, y otra hacia fuera, aquella que trata de refutar las objeciones que se le ponen a la fe mostrando, a su vez, la racionalidad del creer en Dios. Hay que encarar realistamente y sin encubrimientos piadosos las dudas honestas  que vienen motivadas por dilemas intelectuales y científicos. Hay demasiado lenguaje pseudomístico que ni es relevante  ni es honesto, pura retórica y verborrea irresponsable en nombre de Dios. Una sólida exposición de las razones para creer brinda la posibilidad de consolidar la fe al comprenderla mejor y ayuda a quitar el complejo de inferioridad que caracteriza a muchos de los cristianos.

En este artículo no vamos a hacer una defensa de la racionalidad de la fe, ya lo haremos con posterioridad, aquí se trata de exponer unos criterios que todo cristiano debe tener claros a la hora de dar estas razones, se trata del cómo más que del qué.

En primer lugar hay que tener en cuenta que el cristiano no debe temer  a la verdad, ni filosófica ni científica. Toda verdad desvelada supone un acercamiento a Dios que es la verdad. El auténtico científico o el auténtico pensador, lo sepa o no, nos descubre en la medida que su método lo permite, los misterios de la realidad creada, realidad que procede de Dios. Toda la realidad, permítaseme el neologismo, es revelacional.

En segundo lugar hay que desarrollar un sentido de comprensividad hacia todos, especialmente a aquellos que se oponen a lo que nosotros pensamos. Muchas de las críticas que se han lanzado a la religión y a la fe han sido como un regalo de Dios pues nos han ayudado a corregir errores y a profundizar en la fe. Esto implica el deber  de evitar, en lo posible, el pensamiento polémico. La práctica de desacreditar al antagonista más que discutir sus argumentos (falacia “ad hominen”) es demasiado habitual y, lejos de servir para algo, nos introduce en el callejón sin salida de la irracionalidad.

En tercer lugar se trata de establecer las bases para un diálogo cordial. Esto presupone el involucrarse personalmente poniendo en juego la inteligencia volente y sentiente para poder entender a la otra persona. Prontos para oír y tardos para hablar, como nos exhortaba el apóstol (Sant. 1,4). El pensamiento no es neutral sino que parte de presupuestos y conlleva intereses. Descubrir los presupuestos  y los intereses nos ayudará a entender las cuestiones que realmente importan. Solo entonces podremos responder a los interrogantes reales dando razones de nuestra fe y no respuestas estereotipadas o  recetas aprendidas. Si pedimos la palabra para ser escuchados debemos ir hasta el final.

Todo lo anterior nos debe llevar a mantener una actitud humilde, no tendremos respuesta para todo y deberemos aceptar las perspectivas de los demás. Pensar es dialogar con vivos y muertos, con lo propio y lo ajeno, sabiendo que cada persona es irrepetible y tiene un punto de vista único. La verdad toda pertenece a Dios, pero nadie posee la verdad absoluta, la verdad es de todos y todas las perspectivas son necesarias para ir desvelando esa verdad, “la sola perspectiva falsa es la que se pretende única” decía Ortega. Esto permitirá que descubramos vestigios de verdad en los lugares más insospechados  y podamos decir como Pablo:”Eso que veneráis sin saberlo os lo anuncio yo” (Act 17, 28).

Hace falta también buscar un área de entendimiento a nivel humano, un punto que sirva de contacto para el creyente y el increyente. Un terreno común es el cosmos en que habitamos, el orden de la creación, prescindir de Dios es privarlo de fundamento. El otro punto es más antropológico, la fenomenología de la vida. Toda la humanidad vive una especie de extrañamiento esencial, una inquietud fundamental, un anhelo de plenitud y felicidad. En todos se da una tensión entre razón e irracionalidad, corazón y locura, justicia e injusticia.

A nuestros coetáneos hay que mostrarles que la fe cristiana no es irrazonable ni la razón es increyente. Que es optimista respecto a la verdad y la posibilidad de la razón. Que es un Sí a la creación, a la vida y al hombre. Que es  una respuesta  esperanzada a los anhelos más profundos del hombre. Todo ello se resume en una persona, Jesucristo, aquél de quien se dijo que pasó haciendo el bien.

Finalmente hay que conocer los límites de este diálogo. La razón no deja de ser una breve isla flotando en el mar de la vitalidad primera, como enseñara Ortega. Nadie va a creer  porque reciba argumentos puramente racionales. La fe excede todo conocimiento y no se puede reducir el yo creo al yo pienso. El acto de fe no es conclusión de ninguna filosofía. La fe es un acto  integral de toda la persona que incluye elementos racionales y emocionales. Acto libre y don de Dios. La voluntad tiene que ver mucho en esto. “Creer en Dios es en primera instancia querer que haya Dios, no poder vivir sin Él” (Unamuno). Creer tiene mucho que ver con querer creer. Todo esto es claro, uno no llega a la fe  por simples razones pero también lo es que puede no llegar a ella, y hasta perderla, por falta de éstas.

Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote y Profesor de Filosofía

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