Trabajar juntos para rediseñar los sistemas alimentarios

19 octubre de 2021

La Jornada Mundial de la Alimentación, que tiene lugar cada 16 de octubre, propicia que volvamos nuestros ojos a la Cumbre sobre Sistemas Alimentarios, celebrada el pasado 23 de septiembre en Nueva York.

Tras 18 meses de diálogos y debates, esa significativa iniciativa de la ONU congregó a representantes de todas las naciones en torno a una mesa virtual para debatir sobre los sistemas alimentarios, la lucha contra la malnutrición y el cambio climático. Durante este período preparatorio, un aspecto resultó evidente: todavía hay demasiadas personas que no tienen una alimentación suficiente, sana y nutricionalmente adecuada. El último informe de El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo 2021, elaborado por la FAO, el FIDA, el PMA, UNICEF y la OMS, muestra que más de 800 millones de personas pasan hambre y unos 3.000 millones aún no pueden permitirse una alimentación satisfactoria. Las incongruencias en nuestro planeta son numerosas, teniendo en cuenta que 2.000 millones de personas tienen sobrepeso u obesidad, mientras que 462 millones padecen desnutrición. Asimismo, el impacto del Covid-19 ha exacerbado las desigualdades y ha generado nueva pobreza, sin exceptuar a ningún país. Ante este oscuro panorama, la citada cumbre ha sido el primer encuentro mundial en el que se ha abordado la complejidad de los sistemas alimentarios, buscando el equilibrio entre factores que coexisten en muchas partes del mundo pero que son difíciles de conciliar: el impacto medioambiental de la producción de alimentos, el acceso a alimentos sanos y nutritivos para todos, la remuneración justa de quienes se dedican a la agricultura, las normas de comercio justo y la apertura de los mercados a los pequeños productores.

El derecho a la alimentación es inalienable y fundamental, ya que está íntimamente ligado al derecho a la vida: la alimentación es, de hecho, un componente fundamental de nuestra existencia, que nos permite mantenernos y contribuye significativamente a nuestra salud y a una vida digna. Ya lo hemos aprendido: promover una alimentación sana significa, indirectamente, fomentar la educación y la capacidad de aprendizaje, favorecer la estabilidad social a través del bienestar de nuestros conciudadanos y respetar el medio ambiente mediante la obtención de alimentos producidos de forma sostenible y en consonancia con el ciclo de las estaciones. Los meses de preparación de la cumbre han confirmado que todos los actores de la comunidad internacional deben trabajar juntos para transformar la forma en que el mundo produce, consume y piensa en los alimentos. La salud de los sistemas alimentarios actuales está estrechamente vinculada a la salud humana y medioambiental y afecta a nuestras economías y culturas. La transición hacia sistemas alimentarios resilientes, inclusivos y sostenibles es esencial para lograr la seguridad alimentaria, mejorar la nutrición y garantizar que todo el mundo tenga acceso a dietas sanas y nutritivas. La cumbre ha pretendido brindar una seria contribución al cumplimiento de todos los Objetivos de la Agenda 2030 mediante un enfoque que fortalezca el vínculo entre los sistemas alimentarios y los desafíos globales como el hambre, el cambio climático, la pobreza y la desigualdad. Pero cualquier cambio requiere acciones audaces que puedan facilitar la consecución del objetivo Hambre Cero. En concreto, hay que dar más espacio a los jóvenes como impulsores del cambio y de las ideas innovadoras, invertir en ciencia y fomentar la participación de las mujeres, ya que muy a menudo son las responsables directas de la gestión de los alimentos y las explotaciones agrícolas, y darles funciones de decisión.

La transformación de los sistemas alimentarios también requiere que los gobiernos apoyen a los pequeños agricultores, custodios de la biodiversidad y responsables de la producción de aproximadamente un tercio de los alimentos del mundo, así como de la reducción de las pérdidas y el desperdicio de alimentos. Cada año, de hecho, se pierden o desperdician unos 1.300 millones de toneladas de alimentos a lo largo de toda la cadena alimentaria; a este respecto, como recuerda el Santo Padre: «El derroche de alimentos lacera la vida de muchas personas y vuelve inviable el progreso de los pueblos. Si queremos construir un futuro en el que nadie quede excluido, tenemos que plantear un presente que evite radicalmente el despilfarro de comida. Juntos, sin perder tiempo, aunando recursos e ideas, podremos presentar un estilo de vida que dé a los alimentos la importancia que merecen. Este nuevo estilo consiste en estimar en su justo valor lo que la madre Tierra nos da, y tendrá una repercusión para toda la humanidad» (Mensaje con ocasión de la apertura del segundo periodo ordinario de sesiones del Programa Mundial de Alimentos. 18 de noviembre de 2019). De hecho, los residuos favorecen la llamada cultura del descarte, que se centra en los intereses económicos y el beneficio a toda costa. Desde esta perspectiva, surge la idea de que, para recomenzar después de la pandemia, es necesario el compromiso de todos para luchar contra la lacra del derroche de comida, empezando, en su lugar, por la promoción de una cultura del cuidado, que ponga al prójimo y a la creación en el centro, en un espíritu de solidaridad, como expresión de un amor genuino y activo a favor del hermano necesitado. Los alimentos, por tanto, no pueden ser tratados como cualquier otra mercancía, dado su significado y relevancia para la vida, ni tampoco deben ser considerados como un bien inagotable, porque son, en cambio, un recurso limitado. No podemos permitirnos relegar la miseria de los demás al terreno del desinterés; la mesa siempre ha sido un lugar de escucha, de afecto, de amistad y de apoyo: es precisamente en el valor de la comida y de su reparto donde podemos experimentar en concreto la solidaridad humana y, de manera especial, el amor fraterno.

En este sentido, la cultura del despilfarro solo puede eliminarse desarrollando un modelo económico y social basado en el concepto de economía circular que contribuya a un uso más eficiente de los recursos respetando plenamente el medio ambiente. Esta perspectiva de reconversión económica ecológica e integradora es la única forma de salir de la crisis actual, cuyo aspecto ecológico «es una eclosión o una manifestación externa de la crisis ética, cultural y espiritual de la modernidad» (cfr. Laudato Si’, 119). En esta hermenéutica global y compleja, la transición hacia una nueva fase plenamente sostenible requiere necesariamente la puesta en marcha de un proceso de reconversión de la economía, la producción y el consumo, que puede llevarse a cabo con políticas públicas estructuradas que no miren únicamente al beneficio y con la participación activa de los ciudadanos, que deben comprometerse concretamente a cambiar su manera de consumir y sus estilos de vida. De cara al futuro, por tanto, será necesario un cambio histórico radical que se apoye en una ética de la responsabilidad, fundamental para una recuperación global que no deje a nadie atrás.

La Santa Sede espera que esta importante cumbre celebrada en Nueva York pueda representar específicamente el inicio del proceso de transformación de los sistemas alimentarios para que sean inclusivos, resilientes y sostenibles. En este camino posterior a la cumbre, la Iglesia católica será, como siempre, portavoz de las necesidades de los últimos, que son siempre los más afectados por todas las adversidades. La prosecución de esta perspectiva no puede prescindir del compromiso conjunto de todos los que ejercen alguna responsabilidad, bajo el enfoque que ofrece la perspectiva de la ecología integral (cf. Laudato Si’, 137ss), capaz de asegurar continuamente el justo lugar que le corresponde en el mundo a la persona humana. Un lugar que siempre ha querido para ella Dios, el Amante de la vida, que no desprecia nada de lo que ha creado (cf. Sb 11, 24).

 

Fernando Chica Arellano
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA

 

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