Teilhard de Chardin X.  El profeta de un Cristo siempre mayor

19 julio de 2024

La imagen que tenemos de Dios la formamos, en gran parte, partiendo de la idea que nos vamos forjando sobre el mundo que nos rodea. Como señalaba Santo Tomás, un error acerca de la creación no solo redunda en un hablar falsamente sobre Dios sino que  termina apartando a los hombres de Dios (Suma contra Gentiles 4). La ciencia fue cambiando la visión que teníamos del mundo y del hombre, sin embargo la imagen de Dios siguió siendo aquella que heredamos del medievo. De ahí que muchos creyentes (más formados y menos formados) vivan en una especie de esquizofrenia: por una parte se educan, trabajan y viven en un universo marcado por el desarrollo de la ciencia, y por otra generan en su mente una especie de mundo aparte que vendría conformado por su universo religioso. De hecho la imagen de Dios que suelen tener es infantil y antropomórfica. Cuando por alguna razón ambas cosmovisiones  llegan a confrontarse surge inevitablemente la crisis. Esto se observa más en los jóvenes  al  estar menos marcados por el peso de la tradición. Teilhard,  al ser consciente de que Dios se nos revela en su creación, consideró que había que purificar la imagen de Dios  atendiendo al mundo que nos iba desvelando la ciencia.  De hecho la teología debería hacerse cargo de esta nueva realidad  para poder ofrecernos una imagen creíble del Dios que no puede ser menos que el fundamento y el sentido de todo el devenir cósmico. 

Esta idea la expresaba perfectamente en una carta  que escribió a E. Mounier en la que afirmaba que ciertas representaciones de Dios y ciertas formas de adoración  debían  quedar excluidas porque no eran homogéneas con las dimensiones espirituales del Universo.  De lo contrario, sería imposible realizar una verdadera unidad espiritual, lo cual constituye la experiencia más legítima, más imperiosa y más definitiva del Hombre de hoy y del Hombre del mañana.

Para Teilhard de Chardin la imagen de Dios no podía ser otra que la del Dios de la evolución.  Dios no había creado un mundo estático y acabado, Dios crea evolutivamente, se trata de una creación continua. Él es  Foco y Principio animador de una creación evolutiva. Este modelo de Dios  es mucho más comprensivo para el hombre de hoy. En la fe se integrarían lo ascensional hacia lo Trascendente y la impulso hacia adelante, hacia el futuro, lo inmanente. Desde las profundidades de la materia se ascendería hasta las cimas del espíritu.  En ese proceso Dios aceptaba de alguna manera ser alcanzado por la criatura. Por eso dirá que Dios, de alguna forma, se ‘transforma’, se completa en el Pleroma final al incorporarnos.  Esto no significa que Dios sea limitado, que no sea absoluto e infinito como se afirma desde la metafísica, sino que Dios  incorpora toda la creación que ha ido evolucionando hasta las cimas del espíritu.

Este Dios “evolutivo y evolucionador”  tiene un rostro, el rostro no es otro que el  de Jesús de Nazaret: “Este Dios, no  es ya el del viejo cosmos, sino el de la nueva Cosmogénesis (en la medida misma en que el efecto de una tarea mística dos veces milenaria consiste en hacer aparecer en Ti, bajo el Niño de Belén y el Crucificado, el Principio Motor y el Núcleo motor del mundo mismo); este Dios tan esperado por nuestra generación, ¿no eres Tú, Jesús justamente quien lo representas y quien nos lo aportas?” (El Corazón de la Materia).  Teilhard nos invita a que  comprendamos con todo realismo lo que supone  el misterio de la Encarnación. He aquí la cifra para entender todo el pensamiento de Teilhard: Cristo es mucho más grande de lo que pensamos. Todo se hizo por Él y para Él. En su Encarnación penetra todo el cosmos y lo impulsa después de la resurrección hasta su final en el que incorporará toda la realidad  en el mismo Dios. Él  mismo es quien nos atrae y nos hace ver el proceso unificador del universo.  Esto puede resumirse en esta la Oración al Cristo siempre mayor  al final del ensayo El Corazón de la Materia:

“Señor de la Consistencia y de la Unión, Tú, cuyo signo de reconocimiento y cuya esencia consisten en poder crecer indefinidamente, sin deformación ni ruptura, a la medida de la misteriosa Materia cuyo corazón ocupas por entero; Señor de mi infancia y Señor de mi fin; Dios acabado para sí, y sin embargo, para nosotros nunca acabado de nacer; Dios que, para presentarte a nuestra adoración como ‘evolucionador y evolutivo’, eres en lo sucesivo el único que puede satisfacernos, aleja por fin todas las nubes que aún te ocultan, tanto de los prejuicios hostiles como de las falsas creencias. Que por diafanía e incendio a la vez, brote tu universal presencia. ¡Oh, Cristo, siempre mayor!”.

Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote diocesano y Profesor de Filosofía

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