Se puede cambiar de rumbo y acabar con el hambre

16 octubre de 2017

“Es un escándalo que todavía haya hambre y malnutrición en el mundo”. Estas palabras del Papa Francisco, en su mensaje con ocasión de la Jornada Mundial de la Alimentación del año 2013, cobran mayor fuerza y actualidad en nuestros días, a la luz de cuanto se lee en un reciente informe, rubricado por cinco grandes agencias del sistema de Naciones Unidas. Me refiero al publicado el pasado 15 de septiembre en la sede de la FAO en Roma, bajo el título “El estado de la seguridad alimentaria y la malnutrición 2017”. Los resultados que aparecen en este extenso documento nos ponen frente a un panorama simplemente cruel, absurdo y paradójico: a pesar de que se ha acrecentado la producción de alimentos, se estima que en 2016 el número de personas aquejadas de subalimentación crónica en el mundo aumentó hasta los 815 millones (en comparación con los 777 millones de 2015). Muchos de los que no tienen nada que comer son, por desgracia, niños menores de cinco años.

Esto nos está diciendo que, frente a casi tres lustros de paulatino descenso en las estadísticas, el año pasado hubo un repunte de 38 millones de personas hambrientas más. Sí, no se han equivocado, han leído bien. Son 38 los millones. Han crecido brutalmente las cifras de quienes se ven azotados por el flagelo del hambre. Es algo inicuo, alarmante y aterrador. No se concibe cómo en un mundo que tiene a mano tantas posibilidades, recursos y avances científicos, tantas herramientas técnicas, siga siendo tan elevado el número de cuantos en él carecen de alimento.

Pero este informe no solamente nos brinda los últimos datos de los hambrientos que hay en el mundo. Nos ofrece también la otra cara de la medalla al darnos a conocer que, junto a los que nada tienen que llevarse a la boca, en nuestros días hay millones de personas afectadas de obesidad y sobrepreso, lastradas por dietas totalmente inadecuadas que generan enfermedades tales como la diabetes, problemas circulatorios, reumatismos, etc. Son realidades no menos duras, al mismo tiempo que chocantes.

En cuanto a las causas del repunte del hambre en el mundo, los expertos apuntan a la prolongación o multiplicación de los conflictos bélicos. Este maridaje hambre-guerra es una mezcla que genera un cortejo de perversos males, cuyos tentáculos se extienden por una olvidada geografía: Yemen, República Democrática del Congo, Somalia, Siria, Sudán del Sur, Nigeria del Norte, República Centroafricana, etc. El elenco de países signados por guerras o por inclemencias climáticas naturales, ambas causas del hambre, no ha dejado de aumentar también de forma dramática con el correr de los meses.

Ante la noticia del incremento del hambre en el mundo, no podemos quedar impasibles, engañándonos o volviendo la cara hacia otro lado. Nos haría bien imaginar que somos uno de esos hambrientos, o tal vez la desesperada madre de una de esas criaturas que llora y llora porque tiene el estómago vacío. Pensemos por un momento que estamos en su piel. Tendríamos que experimentar la amargura e impotencia que sienten para comprender el dolor de tantísimos hermanos nuestros que padecen lo indecible por no poseer lo más básico para subsistir. No hallan lo fundamental. Por más que busquen ansiosamente soluciones y alivio, topan siempre con la enconada barrera de conflictos armados, desastres naturales o intereses económicos inconfesables, que les impiden alcanzar un derecho tan primario del ser humano como es el acceso al alimento.

Las lágrimas de los que carecen de alimento han de impulsarnos a cuestionarnos sobre el sentido y el valor de nuestros actos, de nuestros hábitos, de nuestro estilo de vida, a menudo egoísta y caprichoso. Ciertamente, si mirásemos el rostro lacerado de los hambrientos saldríamos de la burbuja en la que nuestro individualismo nos tiene con frecuencia enclaustrados. Su dolor nos conduciría a formularnos interrogantes frente a esta fatídica situación, que tiene historias y lugares concretos. Estoy seguro de que las preguntas aparecerían sin tardar, y conviene ciertamente que afloren: ¿Estamos perdiendo la batalla contra el hambre en el mundo?  ¿Qué impide que los esfuerzos hechos para vencerla no sean eficaces?  ¿Es posible que la comunidad internacional no haga más para acabar con el hambre? ¿No está en sus manos buscar una solución definitiva a esta tragedia? ¿No serán necesarias acciones de fondo para acabar con el hambre y no solo remedios ocasionales o mecanismos de emergencia que solo la reducen?

Pero no hablemos únicamente de lo que otros pueden hacer. Vayamos a nosotros mismos e interpelemos la conciencia de cada uno frente al padecimiento de quienes mueren de hambre. ¡Qué hermoso sería que individuáramos un compromiso personal y comunitario, que para que tenga fuerza debe brotar de una convicción interior¡ Preguntémonos: ¿Cómo voy yo a plantarle cara al hambre en el mundo? ¿Qué puedo hacer yo frente al sufrimiento de quienes se van a la cama sin comer nada?

El Papa Francisco nos invita a caminar en esta dirección. Insiste, una y otra vez, en decir que el hambre no es una entelequia. Hablar de los millones de hambrientos que existen en nuestro planeta no es hablar de meros números. Los que se ven atravesados por el funesto dardo del hambre no son cifras. Son seres humanos que penan y gritan. Son personas ante las que parece constatarse una paulatina pérdida de sensibilidad, un sopor que nos amuerma frente a este grave problema. Es desalentador e injusto que las inversiones en armamento crezcan y que lo que se dedica a combatir la pobreza disminuya. Da la impresión de que la solidaridad para paliar el sufrimiento de los desfavorecidos se va enfriando, sufrimiento que, en cambio, es escuchado por Dios, y así debería ser oído por todos.

No es posible seguir así, publicando informes y quedando todo igual. El hambre en el mundo no puede ser un convidado de piedra inamovible, perenne, con ínfulas de perdurabilidad. Ha llegado el tiempo de actuar, de levantar nuestra voz y extender nuestras manos para lograr que todo ser humano tenga el alimento necesario y adecuado. Tengamos la certeza de que se puede exterminar la lacra del hambre. Hay simplemente que querer. A las palabras y declaraciones debemos sumar una auténtica voluntad política, medidas eficaces y perentorias para que del hambre se hable solo en pasado y un drama tan penoso no oscurezca nuestro presente ni vuelva a repetirse en el futuro.

Un primer paso para acabar con el hambre sería la recuperación de la compasión, que nos impulsa a ser cercanos y a no ignorar los padecimientos de quienes sufren.  El Profeta Isaías reclama esta actitud cuando ordena: “Parte tu pan con el hambriento… y no te cierres a tú propia carne” (58,7).

Otro paso conllevaría la multiplicación de iniciativas para dar por concluida el hambre. El Papa Benedicto XVI llamaba a esto la globalización de la caridad, que pone en marcha la corresponsabilidad eclesial y social para un fin determinado. Unidos podemos hacer mucho, más cuando tenemos claro que el dolor por causa del hambre no consiente la espera, ni lo que hay que hacer para remediarlo se puede aplazar. Este es también el sentido de la exhortación paulina: “La caridad de Cristo nos apremia” (2 Cor 5,14).

Una última consideración nos ha de llevar a actuar sobre las raíces estructurales del hambre. Se trata de oponer la fuerza de la solidaridad, de la cooperación, de la justicia, de la unión, del compartir, del entendimiento, a los efectos del odio, de la guerra, de la división, de la corrupción, de la prepotencia, del egoísmo, de la desigualdad, que son precisamente germen del hambre en la mayoría de los casos.  A esto se refiere el contundente imperativo de san Pablo en su carta a los Romanos: “Vence el mal a fuerza del bien” (12,21). Traduciendo a nuestros días estas palabras del Apóstol, podríamos decir: vence el hambre a fuerza de dar, de amar, de sembrar justicia y equidad.

En pocas palabras: si entre todos realmente lo queremos, podemos eliminar el hambre sobre la faz de la tierra. Si en 2016 fueron 38 millones más los hambrientos existentes en el mundo, juntemos mente, corazones y voluntades para invertir el rumbo de estas cifras. No consintamos que siga expandiéndose el hambre en el mundo. Si solidariamente nos damos la mano y con audacia nos ponemos en movimiento para socorrer al necesitado, seremos la generación del hambre cero.

Mons. Fernando Chica Arellano
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA

 

 

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