Pulmones y corazones

14 abril de 2020

Nos adentramos en el tiempo pascual que, este año, viene claramente marcado por los estragos que la pandemia de coronavirus está causando en buena parte de la población mundial. ¿Cómo hablar de esperanza y de solidaridad, de un modo creíble, en este contexto? Quiero ofrecer unas sencillas reflexiones al respecto, tomando como punto de partida dos detalles de esta enfermedad (los pulmones y los corazones), relacionándolos con algunos aspectos que hemos podido contemplar a lo largo del Triduo Santo, porque también aparecen en los relatos evangélicos de la Pasión de nuestro Señor Jesucristo.

Recordemos, en primer lugar, que lo que popularmente llamamos coronavirus se refiere, en realidad, a dos cosas distintas: la Covid-19 es una enfermedad contagiosa, mientras que el SARS-CoV-2 es un tipo de coronavirus, causante de la enfermedad. El virus lleva el nombre de SARS porque produce un síndrome respiratorio agudo grave (siglas en inglés, SARS: Severe Acute Respiratory Syndrome). Baste este recordatorio para caer en la cuenta de que los principales síntomas de la enfermedad, y sus efectos más serios, tienen que ver con el sistema respiratorio.

Jesucristo murió crucificado, un suplicio que causaba la defunción por asfixia (suspensión de la respiración) o por falta de oxígeno en sangre (hipoxia). El evangelio nos dice que “Jesús, lanzando un fuerte grito, expiró” (Mc 15, 37) y que, “inclinando la cabeza, entregó el espíritu” (Jn 19, 30). Sabemos que la palabra griega pneuma significa “espíritu”, pero también, y originalmente, “respiración, aliento, soplo, viento”. Por tanto, los relatos muestran que la causa final de la muerte de Jesús sobreviene como un colapso respiratorio.

Pero, al decir que Jesús entrega el espíritu, se están diciendo dos cosas: primero, que muere por asfixia; segundo, que nos ofrece el don del Espíritu. Jesús, “exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado” (Hch 2, 33). Ya antes, el mismo Jesús había dicho: “El Espíritu es el que da vida, la carne no vale nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida” (Jn 6, 63). Esto significa que Jesús puede entender y solidarizarse con los enfermos de coronavirus y sus afecciones respiratorias; pero, además, puede darles fuerza, aliento, vida, esperanza. “Como él mismo sufrió la prueba, puede ayudar a los que son probados”, dice el autor de la carta a los Hebreos (2, 18).

El segundo detalle que quiero comentar se refiere a otra de las afecciones típicas relacionadas con la enfermedad del coronavirus. Siendo ésta, como acabamos de ver, una infección respiratoria, es en realidad algo más complejo. Por ejemplo, en torno al 25% de los pacientes con Covid-19 tiene problemas de corazón, no solo por las complicaciones de una enfermedad cardiovascular previa, sino también porque el mismo coronavirus genera daños cardiacos.

Y también aquí podemos acercarnos al Señor crucificado. El evangelista san Juan nos dice que los soldados romanos, “al llegar a Jesús, viendo que estaba muerto, no le quebraron las piernas; sino que un soldado le abrió el costado de una lanzada. Al punto brotó sangre y agua” (19, 33-34). La tradición cristiana ha visto en este pasaje el Corazón traspasado de Cristo, del que surgen como a borbotones los sacramentos, don del Espíritu, cauce de gracia abundante. Del Sagrado Corazón de Jesús ha brotado una fecunda corriente de espiritualidad que nos sigue animando y consolando.

De nuevo, encontramos aquí una profunda solidaridad de Jesús con todas las personas atribuladas, en particular con aquellas que (física o metafóricamente) sienten que su corazón se agota y no pueden más, incluyendo a los enfermos de coronavirus, a sus familiares y al personal sanitario que los atiende. A todos ellos les dice Jesús: “Venid a mí, los que andáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y os sentiréis aliviados. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 28-30).

Como dijo el papa Francisco en el momento extraordinario de oración en tiempos de epidemia, previo a la bendición Urbi et orbi del pasado 27 de marzo de 2020: gracias a Jesús, el Señor Crucificado y Resucitado, “tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor. En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado. El Señor nos interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita”.

Que en este tiempo de Pascua de Resurrección estrechemos nuestra amistad con Jesucristo, vencedor de la muerte y la soledad. Que el trato frecuente con Él en la oración nos ayude a arraigar nuestras vidas en una caridad sin fingimiento, en la total disponibilidad hacia quienes se encuentran cruelmente tirados en la cuneta de la vida. Sigamos las huellas del Maestro y aprendamos de su luminoso ejemplo, imitándolo con verdad y llevando su Palabra a la práctica con vigor y creatividad.

 

Fernando Chica Arellano
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA

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