Pensar la fe VIII. Experiencia y eclipse de Dios

24 octubre de 2021

La mentalidad y  la conciencia humana actual están sufriendo transformaciones que afectan  al fondo del ser humano y las maneras de vivirlo entenderlo y expresarlo. En la cuestión sobre Dios este cambio es evidente, del todo habla de Dios hemos pasado al “estamos sin noticias de Dios”[1]. La secularización de la cultura ha terminado en la secularización de muchas consciencias pero eso no es óbice para que a pesar del eclipse de Dios siga siendo posible una experiencia de Dios aquí y ahora.

1.- Experiencia de Dios. Presencia e interpretación.

Dios está presente constitutivamente en el fondo de la realidad y de la persona. Sobre este hecho descansa toda posible experiencia de Dios. El hombre, afirmaba  Zubiri,  más que tener experiencia de Dios es experiencia de Dios[2]. Vivir es poseerse a sí mismo como realidad. La realidad hace posible la persona, yo no me doy el ser a mí mismo como ninguna cosa se da el ser así misma. La  realidad como fundante de mi realidad personal ejerce sobre mí un poder al que estoy religado. Ese poder de lo real es enigmático. Es lo que me fundamenta, lo que me posibilita, lo que me impele. Es el ámbito de lo divino que lo abarca todo. Dios aparece en el ámbito de la deidad que abarca la realidad.

La religión antes de una  explicación del mundo, teoría sobre Dios, o institucionalización, consiste en el hecho mismo de la religación al poder de lo real actualizado en toda persona humana. Tal religación  es la que hace que antes de tener o hacer experiencia de Dios, el hombre sea experiencia de Dios. De este hecho radical surgen las religiones, que constituyen una ingente experiencia acerca de la verdad última sobre el fundamento último de la realidad.

Cuando uno reconoce esa  Presencia que está en el origen de todo, que lo sostiene y que le impulsa,  y se entrega a Ella podemos hablar de fe. Sin este reconocimiento no puede darse ninguna experiencia. La experiencia de Dios es la experiencia de esa Presencia mostrándose en las distintas facultades del hombre y en las diferentes situaciones de la vida; su vivencia en la conciencia, la voluntad y el sentimiento de cada uno. Es la experiencia de que no soy mi dueño, ni el pastor del ser, que no dispongo de mi propia existencia. Solo desde ese descentramiento la razón y la voluntad pueden dejarse iluminar. De esa experiencia radical surgen las múltiples formas de experiencia de Dios.

Obviamente la experiencia de Dios se da a través de determinadas experiencias humanas. Contemplando el cielo, o en la fugacidad de la vida, o mirando hacia las profundidades de la conciencia o en el rostro del otro en el que se reconoce la presencia de Dios. En el reconocimiento intervienen dos factores indispensables. Una presencia de algo real y un horizonte cultural desde el que interpretamos la experiencia de esa presencia. O sea la escucha del testimonio de la presencia en el interior de cada persona y la tradición en la que se interpreta son consustanciales a la propia experiencia de Dios. La fe no es ni pura experiencia interna del sujeto, ni pura interpretación del encuentro con el misterio en la propia tradición. La fe  es una síntesis de experiencia e interpretación.

La variedad de experiencias refleja la variedad de circunstancias personales y psicológicas de las personas. En  estas experiencias el hombre se comporta como un sujeto pasivo, o sea la iniciativa es de lo divino.  La experiencia puede darse como una toma de conciencia directa o indirecta, por la repercusión o el eco  que tiene en nosotros y que nos lleva a afirmar que esto tiene que venir de Dios. Siempre se trata de una presencia elusiva, la presencia de Alguien que no es perceptible por los sentidos y que no puede  objetivarse. Es cierta y oscura, más que una imposición es una invitación mediada por el signo. Aunque la experiencia es por supuesto subjetiva, hay una serie de indicios convergentes que nos permiten hablar de ella, una especie de certidumbre de que no procede del sujeto sino que le viene de fuera que afecta a lo más profundo de la persona. Bergson[3] señalaba que el acuerdo profundo de las múltiples experiencias es signo de una identidad de intuición que se explicaría de la forma más simple por la existencia real del ser con el que creen entrar en comunicación.

2.- ¿Por qué tantas personas parecen no tener una experiencia de Dios?

En este momento surge esta cuestión: si lo que venimos afirmando es cierto ¿Por qué con tanta frecuencia no lo sentimos y no experimentamos esa presencia?, o en todo caso, ¿por qué muchas personas no parecen experimentarla?

2.1.-Experiencias de lo divino en el hombre secularizado.

En primer lugar sería un error pensar que la experiencia solo se produce en el círculo de personas que se definen como religiosas, lo que ocurre es que solemos tener en cuenta solo las experiencias de aquellas personas que consideran esas experiencias como experiencias de Dios. Sin embargo son muchos los increyentes que nos hablan  de experiencias que de alguna manera podrían calificarse de religiosas. Se trata de  momentos  en los que han llevado las preguntas radicales hasta sus últimas consecuencias; momentos  en que han sido conscientes de su indigencia, su contingencia y su finitud;  momentos  que pueden desplegarse en situaciones de la vida diaria vivida con suficiente hondura, tales como las relaciones generosas con los demás,  o han afrontado el contacto con el sufrimiento sacando inesperadamente fuerzas de flaqueza; momentos en los que  se encuentran con valores insoslayables cuya dignidad no pueden dejar de reconocer  enfrentándose a situaciones que aunque le causen beneficios de lo más profundo de su ser brota un  “no debes” con carácter absoluto. Podríamos seguir contando un sinfín de experiencias. Situaciones análogas se producen en el terreno de la filosofía, en la experiencia del ser y el desvelamiento de la realidad, en la experiencia estética, el contacto con la naturaleza, en las relaciones de respeto y amor al otro. K. Rahner habla en este sentido de la existencia de una mística de lo cotidiano[4]. Muchas  personas aunque rechacen el designar a Dios como la fuente de esas experiencias reconocen, sin embargo,  la presencia de una realidad que se le impone al hombre y que les lleva  a orientar su vida de una manera  determinada. Independientemente de la diferencia fenomenológica, existe una semejanza estructural en lo que constituye el momento central de la experiencia religiosa: su movimiento de trascendimiento y su radical descentramiento.

En nuestra cultura se dan elementos que hacen que  una determinada experiencia  no sea tematizada como religiosa. Así por ejemplo podríamos hablar de una falta de formación religiosa, el compromiso con  una  filosofía completamente cerrada al horizonte de la fe  o la falta de hondura espiritual  que le dificulta plantearse las grandes cuestiones sobre el sentido.  Precisamente esto propicia  que la experiencia de la trascendencia pueda ser interpretada de forma no religiosa como fe filosófica, experiencia cumbre o formas de mística profana. De hecho la diferencia entre considerar la experiencia como religiosa o no religiosa estriba  en el hecho de que sean vividas  desde la atribución a una presencia fundante que va más allá de mí (Dios), o desde la autosuficiencia y la referencia exclusiva al propio yo, interpretándolas desde explicaciones naturales ya sean psicológicas o de otro tipo que las reducen a explicaciones meramente humanas.

2.2.-Miradas que entorpecen la experiencia de Dios.

En segundo lugar  debemos afrontar el hecho de que Dios no se muestra a cualquier mirada. De hecho no aparece  a la mirada dispersa del hombre distraído, a la persona perdida en el divertimento, disipada en el olvido sistemático de sí  misma.  Dios no aparece a la mirada anónima del hombre masificado, o a la mirada superficial que se contenta con el qué y el cómo pero no llega a cuestionarse el por qué o para qué. Tampoco se muestra a una mirada dominada por el interés, la utilidad o la ganancia. O a la mirada del manipulador que intenta dominarlo todo, típica de la cultura tecnocientífica. El descubrimiento de Dios exige de los hombres una cura de sosiego, concentración, desasimiento, libertad interior y creatividad. El encuentro con Dios presupone una mirada de profundidad ontológica y antropológica, un caminar siempre hacia el centro. De hecho la conciencia  que tienen todas las personas que se han encontrado con Dios en un momento determinado de sus vidas, era la de descubrir a Alguien que ya estaba presente y al que por falta de atención, por negligencia o ceguera había permanecido oculto. Por lo tanto hay que purificar la mirada y agudizar el oído para descubrir en las  circunstancias que vivimos la presencia de Dios. Dios habita en lo profundo y para verlo fuera tenemos que aprender a caminar hacia adentro. Por eso que quiero finalizar con este testimonio de Teilhard de Chardin que nos puede dar alguna pista para afrontar nuestro propio camino hacia el interior:

Así pues, acaso por primera vez en mi vida…tomé la lámpara y abandoné la zona …de mis ocupaciones y de mis relaciones cotidianas, bajé a lo más íntimo de mí mismo, al abismo profundo de donde percibo confusamente, que encarna mi poder de acción…A cada peldaño que descendía se descubría en mí otro personaje, al que no podía denominar exactamente y que ya no me obedecía. Y cuando hube de detener mi exploración porque me faltaba suelo bajo mis pies, me hallé sobre un abismo sin fondo del que surgía, viniendo no sé de dónde, el chorro que me atrevo a llamar mi vida…¿Qué ciencia podría nunca revelar al hombre el origen, la naturaleza, el régimen de la potencia consciente de la voluntad y del amor de que está hecha la vida?”[5]

Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote diocesano y Profesor de Filosofía

 

[1] Así comienza Juan Martín Velasco su obra La experiencia de Dios, texto que tendremos como principal referencia en este artículo. Martín Velasco J., La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 1997.

[2]Zubiri, X., Hombre y Dios, Alianza, Madrid 1984, p. 325 y ss.

[3]Bergson H., Las dos fuentes  de la moral y de la religión, Trotta, Madrid 2020.

[4]Rahner K., Experiencia de la gracia  en Escritos de teología ,vol 3, Madrid 1961 p. 103-107.

[5] de Chardin, T., El medio divino, Taurus, Madrid 1972, p. 54-55.

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