María: misericordia, esperanza y consuelo

16 julio de 2020

En el pasado mes de junio, el Santo Padre sumó tres nuevas invocaciones marianas a las Letanías Lauretanas, con las que habitualmente concluye el rezo del Santo Rosario. Como se sabe, estas letanías provienen del santuario de Loreto, de donde toman su nombre, y fueron oficialmente aprobadas en el siglo XVI. Posteriormente, han ido recibiendo algunos añadidos, al hilo de acontecimientos históricos y eclesiales. Así, en medio de la Primera Guerra Mundial, el papa Benedicto XV incluyó el título “Reina de la Paz”, mientras que Pío XII introdujo la invocación “Reina Asunta al Cielo” tras la aprobación del dogma de la Asunción de la Virgen. Por decisión de san Pablo VI, al finalizar el Concilio Vaticano II, se insertó “Madre de la Iglesia”. Por su parte, san Juan Pablo II agregó “Reina de las Familias”.

Las tres expresiones que el papa Francisco ha incorporado son, en latín, “Mater Misericordiae”, “Mater Spei” y “Solacium migrantium”, que podemos traducir como “Madre de la Misericordia”, “Madre de la Esperanza” y “Consuelo de los migrantes”. Detengámonos, pues, en estas tres nuevas menciones de las letanías de la Virgen María, que responden a la vivencia del pueblo fiel de Dios en esta coyuntura de pandemia por Covid-19, a sus sufrimientos y anhelos.

Madre de la Misericordia. Se trata de un modo de referirse a María que encontramos ya en la oración de la Salve y que, por tanto, ha iluminado la vida del pueblo creyente desde hace siglos. En estos tiempos de coronavirus, como en tantos otros momentos a lo largo de la historia, hemos sentido el corazón desgarrado. Nos ha visitado la enfermedad y la muerte, hemos visto zarandeadas nuestras seguridades, nos está golpeando atrozmente el desempleo y la crisis económica. En ese contexto hemos confiado en el personal sanitario y en las medidas de prevención comunitaria, seguimos esperando en el trabajo de los científicos e investigadores en pos de una vacuna y de una cura eficaz. Valoramos asimismo los esfuerzos que apoyan a las personas más vulnerables. En todo ello hemos experimentado, a través del calor y la bondad de la familia, de los vecinos y los amigos, y también del altruismo de diversas instituciones, entre ellas Cáritas, que nuestras penas y amarguras encontraban algo de alivio. A pesar de todo, cuando más agobiados estábamos, nunca hemos hallado tanta serenidad como cuando hemos acudido a la Virgen María y nos hemos refugiado bajo su amparo. Entonces, hemos percibido a las claras que ella es Madre de Misericordia. Su ternura nos ha sostenido y confortado en nuestro confinamiento. Y lo sigue haciendo, si nos acercamos a ella con devoción filial.

 Madre de la Esperanza. Desde que se identificó el primer brote de Covid-19, en la ciudad china de Wuhan, han pasado poco más de seis meses. A lo largo de este medio año hemos pasado por diferentes vicisitudes. Tras la incertidumbre inicial, los meses de marzo y de abril fueron tremendamente arduos en Europa (sobre todo, en Italia y en España) con una gran cantidad de contagios, hospitalizaciones y fallecimientos. Después, hemos vivido una mejora de las condiciones epidemiológicas y se han atenuado las restricciones impuestas por la emergencia sanitaria. Pero, al mismo tiempo, sabemos que en otros puntos del planeta (sobre todo, en África, en América del Norte y del Sur) la pandemia sigue galopante y fustigando a las poblaciones más pobres. Ya hay más de 10 millones de personas afectadas y más de 500.000 han perecido. Podemos sentir que el agotamiento y el escepticismo nos llevan a la postración y la tristeza. En esa situación haremos bien en recurrir a la Virgen María, para que aumente en nosotros la certeza de que ella es en verdad Madre de la Esperanza. Ella jamás nos defrauda. Tampoco nos decepciona. Ella mantiene el ritmo de nuestra espera, como solemos cantar en Adviento. Ella, que guardaba todas las cosas meditándolas en su corazón (Lc 2, 19), sigue abogando para que cesen todas nuestras dificultades. Ella, que fue fiel hasta el final, junto a la cruz de su divino Hijo (Jn 19, 25), permanece a nuestro lado en medio de nuestros desconciertos y apatías. Ella nos anima, nos fortalece y nutre nuestra esperanza.

Consuelo de los Migrantes. Junto a las invocaciones por así decir “genéricas”, las Letanías Lauretanas aluden a algunos grupos de personas que requieren una atención particular. Concretamente, decimos que la Madre de Dios es “Salud de los enfermos, Refugio de los pecadores, Consoladora de los afligidos, Auxilio de los cristianos”. Ahora ponemos bajo su manto a los migrantes y, en esa palabra, incluimos a quienes no tienen más remedio que abandonar sus lugares de origen, a quienes sufren desplazamiento forzoso, a quienes son víctimas de trata de personas, a quienes desarrollan su vida familiar en nuevas sociedades que, con frecuencia, los miran con hostilidad y recelo. Según datos oficiales de la ONU, en 2019 había más de 271 millones de migrantes; quienes se han visto obligados a dejar sus hogares son 71 millones, entre los que hay 30 millones de refugiados y 41 millones de desplazados internos. Todos ellos pueden acogerse a la protección de la Virgen María como Consuelo de los Migrantes. El término latino “Solacium migrantium” puede traducirse como Consuelo, pero también como “Ayuda” de los migrantes. Y es que la Virgen Madre es, al mismo tiempo, consuelo afectivo y ayuda efectiva. Así también debe ser nuestra Iglesia: madre, consuelo y ayuda de los migrantes y de cuantos están solos y apesadumbrados, de quienes, entre congojas y desgracias, no tienen a nadie que enjugue sus lágrimas.

Escribo estas líneas en el mes de julio, teniendo ya cerca la popular fiesta de la Virgen del Carmen, presente en tantos hogares y en tantos rincones de nuestra geografía. Como “Estrella de los Mares”, Nuestra Señora alumbra nuestro caminar. Y, de un modo singular, cuida y socorre a los pescadores y a los marineros. De hecho, la Iglesia celebra ese día la Jornada del Apostolado del Mar, teniendo muy presente las preocupaciones, pesares y tribulaciones de estas personas y sus familias, no olvidando nunca sus afanes y penurias. Ojalá puedan sentir todos, pero principalmente quienes dirigen a ella su clamor entre las inclemencias de la vida, que María es realmente Madre de la Misericordia, Madre de la Esperanza y Consuelo de los migrantes. Ojalá que cada uno de nosotros, individual o comunitariamente, podamos robustecer la plegaria, así como la acción solidaria por la gente del mar, por los migrantes y para que se erradiquen los cuantiosos flagelos que angustian a la humanidad. Para lograr este hermoso objetivo, nos vendrá bien escuchar las sublimes palabras de san Bernardo de Claraval, quien exhorta a buscar infatigablemente a María para no quedar desorientado: “Oh tú, quien quiera que seas, que te sientes lejos de tierra firme, arrastrado por las olas de este mundo, en medio de las borrascas y tempestades, si no quieres zozobrar, no quites los ojos de la luz de esta estrella… Mira la estrella, invoca a María… Siguiéndola, no te extraviarás; …si Ella te protege, nada tendrás que temer; si Ella te conduce, no te cansarás; si Ella te es favorable, alcanzarás la meta” (Hom. super Missus est, II, 17: PL CLXXXIII, 70-b, c, d, 71-a).

 

Fernando Chica Arellano
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA

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