Homilía en la Ordenación de diáconos: «Servidores de Cristo diácono»

4 noviembre de 2017

1.Ante todo, quiero dejar constancia de mi alegría y mi esperanza al celebrar, por primera vez, una ordenación en la Santa Iglesia Catedral de Jaén, mi amada Sede. Hoy, estos tres jóvenes, Cándido, Jesús y Pepe, son para todos nosotros causa de nuestra alegría. Me hace feliz que en esta acción sacramental llegue a buen puerto todo lo que el Señor ha ido haciendo en ellos. Pero tengo también la esperanza de que con ellos se abran puertas nuevas en el servicio de la Iglesia en el mundo, en este tiempo y en esta tierra. Espero de los tres que le den una impronta nueva al discípulo de Jesús, la del sueño misionero de llegar a todos que mueve nuestro plan pastoral.

2. Dicho esto, quiero comenzar mi homilía dirigiéndole a los candidatos al diaconado las palabras entrañables que hemos escuchado de Pablo a los Colosenses; entiendo que son imprescindibles en la configuración con Cristo: “revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, pacienciay, por encima de todo, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección”. Recordad, en efecto, que la santidad es la vocación a la que el Señor os llamó, esa es vuestra meta.

3.Desde vuestro bautismo, el Señor ha ido haciendo grandes cosas en vuestra vida, y la ha preparado para el sacramento que vais a recibir esta mañana. El diaconado viene precedido de un largo camino en el que, con el genio del Espíritu Santo, se ha ido esculpiendo en vuestro corazón, por el cincel de la Iglesia diocesana, la única artesana llamada a realizar esta obra, esa identidad que necesitabais para este nivel del Sacramento del Orden. Como decía San Gregorio Nacianceno, siendo él joven sacerdote: “Es preciso comenzar por purificarse antes de purificar a los otros; es preciso ser instruido antes de empezar a instruir; es preciso ser luz para iluminar, acercarse a Dios para acercarle a los demás, ser santificado para santificar”.

Ese desarrollo de la vocación bautismal tiene unos objetivos de vida: los apuntaba el Papa Francisco dirigiéndose justamente a los diáconos: “Si evangelizar es la misión asignada a cada cristiano en el bautismo, servir es el estilo mediante el cual se vive la misión, el único modo de ser discípulo de Jesús. Su testigo es el que hace como él: el que sirve a los hermanos y a las hermanas, sin cansarse de Cristo humilde, sin cansarse de la vida cristiana que es vida de servicio” (Roma, 29 de mayo de 2016). Pues bien, ese tono santificador os ha preparado para entrar en el diaconado.

4.Hoy, como sabéis muy bien, recibís una gracia especial del Espíritu Santo para actuar en nombre de Cristo servidor. Recibís un sello “que nadie puede hacer desaparecer y que os configura con Cristo que se hizo diácono, es decir, el servidor de todos” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1570). Nunca dejaréis de ser lo que hoy va a conformar vuestra vida. El Evangelio que nos ha sido proclamado da la clave fundamental de este ministerio: seréis servidores en el servicio de Cristo, que no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar la vida en rescate por muchos. El diácono es ministro de un modo de ser de Cristo, el del servicio. Por esta ordenación, vuestra vida se reviste de los mismos sentimientos de Cristo, que se despoja de su rango y se hizo semejante a los hombres, tomando la condición de esclavo (cf. Fl 2,6ss). Dejaos, por tanto, revestir por la gracia sacramental de la imagen de Cristo diácono, la que Juan en su Evangelio nos muestra lavando los pies de sus discípulos.

En Cristo servidor se conforma “el ser” del diácono. Pero al ser sigue el hacer, el servicio. Ser y hacer en el diaconado han de ir siempre unidos, ambos necesitan fecundarse en el amor a Cristo y en el amor a los pobres. No lo olvidemos nunca: el ser cristiano, diácono o sacerdote reclama siempre de nosotros el compromiso del servicio, porque esas experiencias sacramentales nos identifican con Cristo.

5. La tradición de la Iglesia ha entendido siempre el diaconado en Cristo servidor. Lo que los apóstoles buscaban con la decisión de elegir, bajo la acción del Espíritu Santo, a siete hombres de buena reputación para encomendarle el servicio de las mesas (cf. Hch 6,1-6) era que el servicio a los pobres no perdiera fuerza y dedicación en el ministerio que Jesús les había confiado. Habéis nacido, pues, para ser memoria permanente de que el servicio a los pobres y marginados pertenece a la esencia de la misión que Jesucristo encomendó a sus apóstoles, a la Iglesia.

6.De cualquier modo, de todos es sabido que la primera obra de caridad que hemos de hacer a nuestros hermanos será mostrarles el camino de la fe. Como dijo San Juan Pablo II: “el anuncio de Jesucristo es el primer acto de caridad hacia el hombre, más allá de cualquier gesto de generosa solidaridad” (Mensaje para las migraciones, 2001). Por eso, el ministerio que se os va a encomendar os convierte también en servidores de la Palabra de Dios, que habréis de proclamar de un modo creíble. Cuando os entregue el Evangelio os diré: “convierte en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe viva enséñalo y cumple aquello que has enseñado”. Dejaréis que la Palabra pase por vuestros ojos, al leerla, por vuestros oídos, al escucharla, por vuestra inteligencia, al estudiarla y por vuestra alma, al contemplarla; por toda vuestra persona, al asimilarla y hacerla vida.

Para este ministerio, que os ha de acercar a todas las pobrezas, recuerdo unas bellísimas palabras del Papa Benedicto XVI a los seminaristas en la Catedral de la Almudena: “Pedidle, pues, a Él que os conceda imitarlo en su caridad hasta el extremo para con todos, sin rehuir a los alejados y pecadores, de forma que, con vuestra ayuda, se conviertan y vuelvan al buen camino. Pedidle que os enseñe a estar muy cerca de los enfermos y de los pobres, con sencillez y generosidad. Afrontad este reto sin complejos ni mediocridad, antes bien como una bella forma de realizar la vida humana en gratuidad y en servicio, siendo testigos de Dios hecho hombre, mensajeros de la altísima dignidad de la persona humana y, por consiguiente, sus defensores incondicionales.

 7.Otro rasgo de vuestro servicio como diáconos lo encontramos en la Eucaristía, en el servicio del altar. A partir de ahora, acompañaréis al obispo y a los presbíteros en la celebración eucarística. Colaborando con el Obispo y el sacerdote, sois servidores del “misterio de la fe”, que es misterio de amor y de servicio. La Eucaristía es expresión del amor entregado y servidor de Jesucristo, por eso el servicio cristiano encuentra su fuente en el sacrificio eucarístico. Se dice, con razón, que la gracia sacramental de la Eucaristía lleva siempre a incrementar el amor. Adorad a Cristo en el servicio eucarístico que vais a ejercer y recordad que sólo se adora en el amor.

8.El servicio a los pobres, a la Palabra y a la Eucaristía son las manifestaciones del ministerio del diácono, pero os recuerdo de nuevo, y se lo digo también al pueblo de Dios que os acompaña, que todo el servicio de la diaconía se sustenta en una sólida espiritualidad, como os lo va a advertir la plegaria de ordenación: un estilo de vida evangélica, un amor sincero a Dios y a los hermanos, solicitud por los pobres y enfermos, una autoridad discreta, una pureza sin tacha y una observancia de las obligaciones espirituales.

9.Para alimentar esa espiritualidad vais a asumir unos compromisos que os van a ayudar a mantenerla siempre sólida y viva. Uno es la Liturgia de las Horas, a cuyo rezo asiduo os vais a comprometer en las promesas que enseguida haréis ante mí y ante el pueblo cristiano que hoy asiste gozoso a este rito de ordenación. El rezo de la Liturgia de las Horas es expresión del espíritu de oración que os ha de caracterizar; por él iréis creciendo día a día en intimidad con Jesucristo y en solicitud servidora por el Pueblo de Dios, por el que habréis de rezar.

10.Otro compromiso que contraéis es el celibato. Por el don del celibato os convertís en unos “donados”, como ha dicho la Palabra de Dios de los levitas. El celibato os convierte en testigos de la consagración del Hijo de Dios a la voluntad de su Padre. Ser célibes con humildad, madurez, alegría y entrega, es una grandísima bendición para la Iglesia y para la sociedad misma; y estoy seguro de que también es una bendición para vosotros. El celibato os enriquece como personas, y hace especialmente fecunda nuestra vida para amar y servir. El pueblo de Dios que hoy os acompaña y contempla con afecto y orgullo ha de saber que, para servirles, acabáis de comprometeros a vivir célibes. Y, sobre todo, han de saber que lo habéis hecho por amor.

Cada célibe por el Reino de los cielos ha de mostrarse como un esposo enamorado, que se ha comprometido con la Iglesia para dar vida, para engendrar, educar y hacer crecer vidas. A este respecto, os cuento una bella historia que me contaron de un sacerdote. Don Emeterio, que así se llamaba, fue ordenado de presbítero durante la guerra civil española, en 1938 en zona republicana, en Toledo, concretamente. Sus padres vivían en Plasencia, que era zona nacional. Por razones obvias, la comunicación con sus padres era muy difícil y comprometida, sobre todo por el peligro de que alguien les abriese las cartas. Por eso comunicó su ordenación sacerdotal a sus padres de esta manera: “el día 18 de septiembre me caso con la novia de siempre”. Hermosa anécdota, ¿verdad? Pues bien, esto sucede hoy con estos tres jóvenes: se casan con la novia de siempre.

11.Queridos Cándido, Jesús y Pepe, ante el pueblo cristiano y sobre todo ante el presbiterio diocesano, os invito a que situéis en la Iglesia el diaconado que hoy recibís. Este es un ministerio de la Iglesia, y amarla es condición imprescindible para su ejercicio. Y, cuando digo Iglesia, evidentemente digo Iglesia universal, pero amada en aquella que la hace presente entre nosotros, amada con el alma y el rostro de nuestra Diócesis de Jaén, la del Santo Reino. A vuestra Iglesia diocesana quedáis incardinados, caminad en ella en el sueño misionero de llegar a todos. Trabajad en ella, con vuestra vida y vuestro servicio, para que sea una bella reproducción del corazón de Jesucristo.

Que el Señor os bendiga y Santa María de la Cabeza os proteja siempre. Amén.

Santa Iglesia Catedral de Jaén, 4 de noviembre de 2017

+ Amadeo Rodríguez Magro
Obispo de Jaén

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