Homilía del Obispo de Jaén en el Domingo de Ramos

5 abril de 2020

Queridos hermanos y hermanas: Como os podéis imaginar, tengo una extraña sensación. Sé que muchos de vosotros estáis siguiendo esta Eucaristía desde vuestras casas, en familia o solos, y que seguís con devoción la celebración de este día Santo, en el que evocamos la entrada de Jesús en Jerusalén. Estoy seguro de que estáis pensado lo mismo que yo: que es una pena no poder ser este año unos acompañantes más de Jesús, en ese momento tan especial y entrañable en el que recibió el homenaje de la gente sencilla de Jerusalén.

En este festivo acontecimiento que celebramos, el Domingo de Ramos, y que tuvo lugar justamente en el momento oportuno, Jesús quiso que, antes de que “llegara su hora, para pasar de este mundo al Padre”, todos supieran quién era Él y que conocieran bien a Aquel que lo había enviado a estar entre nosotros. El cumplir la voluntad de su Padre, que le envió, es la razón por la que todo se hizo al estilo de Dios, también este homenaje popular. Todo en Él fue sumamente sencillo y humilde: lo eran los que le aclamaban, lo era su cabalgadura, un humilde asno, y lo era el cortejo que le acompañaba; era la gente que, o le había escuchado directamente o habían oído hablar de Él, de lo que hacía y decía. Era gente a la que le gustó que anunciara el amor de Dios y la alegría del Evangelio. Por eso, con esa misma alegría acompañaron a Jesús.

San Pablo diría con entusiasmo y admiración que Jesús nunca hizo alarde de nada, sobre todo no hizo alarde de su categoría de Dios. Es verdad que dijo con insistencia que era el Hijo de Dios; pero sólo le creyó un pequeño grupo de personas entre los más sencillos de la tierra. Los más religiosos e influyentes habían hecho de Dios un amigo de los poderosos de la tierra. Según la mentalidad del mundo, de su mundo religioso, al que muchas veces se parece también el nuestro, Dios no puede estar tan cerca de nosotros ni parecerse tanto a los más pobres y sencillos de este mundo.

Por este modo de actuar de Jesús, se pude muy bien decir que la entrada en Jerusalén es una lección de vida, una lección de fe. Es, en verdad, una revelación del misterio del Dios encarnado. Dios está entre nosotros, se hizo presente en su Hijo y su modo de ser y estar en el mundo es como el nuestro; se hizo uno más entre nosotros, y no destacó sino en su sabiduría, en su amor al Padre y en su generosidad con sus hermanos los hombres. Jesús era como la gente buena del pueblo. Por eso, ellos sí le entendieron y aclamaron y le dieron el consuelo que necesitaba en esas horas de dolor y de pasión.

Pues bien, con este episodio de preparación comienza la Semana Santa de Jesús. De cómo lo entendamos va a depender mucho cómo vivamos estos días santos y lo que Jesús hace en la Pasión, en la Cruz y en la Resurrección. De este episodio de la entrada en Jerusalén y de los dolorosos y trágicos que luego van a venir, de la Pasión, podemos hacer un paralelismo con la situación que todos estamos viviendo en estos días, para que todo nos sea consolador y significativo. Si entonces la gente salió de sus casas para aclamar a Jesús, hoy es él quien sale de la Catedral de Jaén, centro espiritual de la Diócesis, y visita nuestras casas, se acomoda entre nosotros, entra en nuestras familias y se interesa por todos. Hoy el Señor busca y se acerca a los que sabe que necesitan su ayuda y sanación. A todos pregunta: ¿cómo estás viviendo esta situación inesperada y absolutamente nueva? Se acerca a los niños, le mira a los ojos, y percibe lo que sienten; le pregunta a los ancianos, con especial efecto, por lo que llevan en el corazón. A todos nos dice algo, porque todo lo nuestro le interesa: también nuestros miedos, dudas y esperanzas.

Se interesa por nuestra convivencia forzada, por el trabajo, que quizás esté en peligro, por el aburrimiento, por los buenos momentos y hasta por el sentido del humor, que en Andalucía está saliendo a raudales. Todo es del interés de Jesús y, por eso, ha  participado también de los mejores momentos de confinamiento, el de los aplausos de las ocho de la tarde, a los que no lo dudéis, Jesús no ha faltado nunca, porque Él está feliz y admirado por tantos santos anónimos (“de la puerta de al lado”, dice Papa Francisco), que en este momento lo están dando todo por los demás: científicos, médicos, enfermeras, personal auxiliar, fuerzas del orden público, ejercito, en fin, todos los que se arriesgan al contagio por prestar servicios necesarios en medio de esta pandemia. No hay nada nuestro que no lo sea también de Jesús: se contagiará con los enfermos y consolará la muerte de las víctimas con gestos y caricias increíbles, las que hace por medio de los sanitarios. Ojalá descubriéramos para estos días de miedo, dudas y desencanto humano social, eso que nos dice Pablo como la mejor medicina para vivir en esperanza y con fuerza interior: “Es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20).

Sobre todo, hoy Jesús nos dice: celebrad con fervor y gratitud esta especial Semana Santa. Cada vez que recordéis lo que hemos escuchado en la Pasión Según San Mateo, no os olvidéis de que, en todos los momentos de ese recorrido doloroso y cruento, en cada uno de ellos, también en la crucifixión, estaba conmigo mi Padre Dios. “Mi Padre y yo, solía decir Jesús, somos una misma cosa”. Por eso nuestra oración, al evocar las imágenes de los episodios de la Semana Santa, ha de ser la del militar pagano, que, al mirarlo, dijo: “Verdaderamente este era el Hijo de Dios”. ¿Qué le pudo llevar a decir eso ante un cadáver destrozado? ¿El miedo al terremoto? Hay otra explicación que es la única posible, la fe. Es algo pequeño y humilde que hace grande y mejor al mundo. En realidad, todo acto de fe nace de la cruz.

Seguramente el centurión romano comprendió lo que nunca entendieron los sabios de Israel: que Jesús subió a la cruz para ser como como nosotros y para que cada uno de nosotros podamos ser como Él. Nosotros somos el motivo de la cruz, nosotros, nuestras situaciones, mueven el corazón de Dios y lo conmueven. Nada de lo que nos sucede le es ajeno, lo comparte con nosotros y hasta resiste y lucha con nosotros. Por eso la oración del cristiano, en estos días santos de la pasión de Cristo y de la pasión del mundo por la amenaza del Coronavirus, ha de tener la convicción y la confianza que el Papa Francisco nos sugería hace unos días en su bendición a la humanidad con el Santísimo Sacramento: “Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor”. Y tenemos una Estrella que nos señala la esperanza, la Santísima Virgen, la Madre del Señor y la de todos nosotros. Que así sea.

 

+ Amadeo Rodríguez Magro

Obispo de Jaén

 

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