Homilía de la Misa del Jubileo del Arciprestazgo de Arjona

3 abril de 2016

1. Mi saludo alegre y agradecido por vuestro esfuerzo para encontrarnos en esta Catedral, a mis hermanos sacerdotes, consagrados y fieles de las Parroquias y comunidades del Arciprestazgo de Arjona. Queremos alcanzar la gracia de la Indulgencia del “Jubileo extraordinario de la Misericordia”.

Nos reunimos precisamente en este domingo que instituyó el Papa san Juan Pablo II, como Fiesta de la Misericordia en toda la Iglesia. Desde entonces, esta imagen de Dios se nos viene presentando, una y otra vez, como el núcleo central del mensaje evangélico. “Convertíos día a día en hombres y mujeres de la misericordia de Dios”, nos repetía este Papa santo.

Por su parte, el Papa Emérito Benedicto XVI, su sucesor, se refirió también a la misericordia divina, para con la humanidad y el ser humano, en múltiples ocasiones. “En nuestro tiempo, -dijo en una alocución dominical en el año 2007-, la humanidad necesita que se proclame con vigor la misericordia de Dios y seamos testigos de ella”. Y añadió: “El amado Juan Pablo II, fue un gran apóstol de la Misericordia divina, e intuyó, de modo profético esta vigencia pastoral”.

El pontífice actual, el Papa Francisco, ha seguido este mismo Magisterio de sus predecesores en la Cátedra de Pedro, y, con ocasión del cincuentenario de la clausura del Concilio Vaticano II, como sabemos, proclamó este año de gracia: el Jubileo extraordinario de la Misericordia, que estamos celebrando.

También los fieles de esas queridas tierras desde las que llegáis, evangelizadas muy pronto, como lo atestiguan los santos Bonoso y Maximiano, dos soldados romanos, mártires del S. IV, Santa Potenciana, virgen, que vivió en los siglos XII-XIII, la devoción tan arraigada a la Virgen de Alharilla  y otras muchas manifestaciones religiosas de la zona, hoy, en los inicios del siglo XXI, continúan creyendo y viviendo el mismo evangelio que sus antepasados. Buscan, por ello, alcanzar en esta jornada la indulgencia jubilar, para verse enriquecidos por el perdón de la misericordia divina, y así ser también misericordiosos con los demás.

 

2. Estamos en el II Domingo de Pascua y, el tema de la fe, es primordial en los episodios y apariciones pascuales. Más de una vez nos recuerdan y constatan la resistencia de aquellos primeros discípulos para creer en la resurrección de Jesús. San Marcos relata en su Evangelio que no creyeron a María Magdalena, ni a los discípulos de Emaús cuando les dijeron que habían estado con Jesús Resucitado. El propio Jesús les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón (Mc 16, 11.13.14).

Hoy el Evangelio nos recuerda el caso de Tomás Apóstol, que ha pasado a la historia como el prototipo del incrédulo. No creyó en el testimonio de sus compañeros que le dicen que han visto al Señor. “Si no meto el dedo en el agujero de los clavos, les dijo, y no meto la mano en su costado, no lo creeré”.

Es impresionante el diálogo que, a modo de breve catequesis mantiene Tomás con Jesús. Su encuentro personal con el Resucitado origina la más breve y hermosa confesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!”. Fue entonces cuando Jesús proclamó esta nueva bienaventuranza: “Dichosos los que creen sin haber visto”. La fe en la Resurrección conlleva dicha y seguridad, y una nueva forma de vida.

 

3. La invitación de Cristo para que Tomás Apóstol metiera su mano en las llagas de sus manos y pies, y en la herida del costado hoy nos llega a nosotros. También nosotros podemos entrar en esas llagas de Jesús Resucitado, tocarlo realmente. Esto ocurre cada vez que recibimos los Sacramentos. Él nos toca al perdonarnos, por medio del sacerdote y nos levanta. Él nos toca y nos alimenta con el pan de la vida en la Eucaristía, nos tocó ya en el Bautismo, en la Confirmación, en cada Sacramento.

En una bella homilía de San Bernardo, podemos leer: “A través de estas hendiduras (sus llagas) podemos libar miel silvestre y aceite de rocas de pedernal (cf. Dt 32,13), es decir, puedo gustar y ver qué bueno es el Señor” (Sermón 61,4, sobre el libro del Cantar de los Cantares).

En las heridas de Jesús nosotros siempre nos encontraremos seguros. En ellas nos muestra su inmensa misericordia y amor. Es de creyentes valientes confiarse a la misericordia de Jesús, refugiarse en esas heridas de su amor por nosotros.

 

4. Hermanos, confiemos en la paciencia de Dios para con nosotros siempre y en cualquier circunstancia, nunca Dios tiene prisa. Tengamos el valor de volver siempre a casa, aunque nos hayamos alejado en alguna ocasión, como aquel hijo pródigo de la parábola. Que siempre nos permita refugiarnos y habitar en las heridas de su amor, dejando que Él nos ame, de encontrar su misericordia en los sacramentos. Que nos ayude y lleve de su mano para sentir su ternura, su abrazo, para que nosotros también seamos capaces de misericordia, de paciencia, de perdón y amor para los demás.

 

5. Antes de finalizar mis palabras, fijémonos asimismo que los discípulos se alegraron al ver al Señor. Junto a la paz, Jesús resucitado les trae a sus discípulos la alegría, haciéndoles partícipes de la victoria de su Resurrección.

Al mismo tiempo, llenos de esa paz y alegría, puso en manos esta tarea: “Como el Padre me envió, yo os envío a vosotros”. Con estas palabras Jesús nos implicó a todos. A cada uno de sus discípulos nos encomienda la misma misión, pero nunca nos deja solos, nos comunica para ello la fuerza de su Espíritu: “Recibid el Espíritu Santo”, les dijo.

 

6. Para terminar, podría alguien pensar que los apóstoles fueron unos privilegiados al verle a Jesus resucitado en repetidas ocasiones y, en consecuencia, podría nacer en nosotros como cierta envidia respecto a ellos. Ahora bien, Jesús nos dice: “Dichosos los que crean, sin haber visto”. Con estas palabras, nos hace comprender que la fe nos pone en una relación directa con Jesús Resucitado, más profunda incluso que la visión que gustaron los apóstoles. Es Dios quien nos ha regalado esa fe y debemos, por ello, ser muy agradecidos y consecuentes en la vida de discípulos suyos, como lo fueron los apóstoles.

Como hemos escuchado en la segunda lectura: “Ésta es la victoria que venció al mundo: nuestra fe”. El que cree de verdad y se fía de Jesucristo es un vencedor, recibe de él toda la fuerza necesaria para superar sus tendencias egoístas, las tentaciones y las fuerzas del mal. Desde esa fe en Jesús vivo y resucitado entre nosotros, brotarán de su costado las fuentes de agua viva, que sacian nuestra sed de felicidad y alegría verdaderas.

 

7. Que Jesús vivo nos llene de su misericordia para ser sus testigos misericordiosos en la Iglesia y en el mundo. Así se lo pedimos por intercesión de nuestra Madre del Cielo, y Madre de misericordia. Amén

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