Filosofía y mística X. La experiencia de Dios II
28 julio de 2023En algún momento de nuestra vida puede que experimentemos que “todo está de más”. Las circunstancias que forman parte de nuestro ser pueden llevar a la desesperanza o al sinsentido. Esta angustia existencial si no es pasajera nos destruye. La vida humana exige unas razones para vivir, para esperar, para caminar. No podemos vivir sin un sentido. El hombre es el caminante en busca de un sentido. Hablar de sentido es hablar de Dios, y creer que la vida tiene un sentido es creer en Dios. La experiencia de que algo (o alguien) nos fundamenta y nos sostiene, es ya una experiencia de Dios. En el contacto con la realidad concreta y mundana, en el rostro del otro, en el ocuparse de las cosas, en el sentir que todo no está de más, ahí está Dios. Cuando el Dios oculto se hace diáfano se despierta la fe. Entonces la experiencia de Dios se hace palpable, audible y visible en lo más cotidiano.
La fe necesita de experiencia, tiene vocación de experiencia. La fe no es asentimiento a unas verdades, no es emoción o sentimiento en relación con lo infinito; no es una decisión mía por la que elijo entre distintas visiones de la realidad. La fe se decide en el nivel más profundo de la existencia. Es una nueva forma de ejercicio de la existencia que consiste en haber llegado al fondo de sí mismo. Es ser conscientes del más allá desde el que existimos. Es descubrir el Misterio (el Tú) origen y fin de todo lo real, y ver la propia vida como respuesta a ese Tú donde uno deja de ser capitán de su propia historia. La luz de la fe permite que descubramos que no somos la medida de todas las cosas pues la realidad no nos ha pedido la venia para que podamos existir. Tener fe es reconocer la realidad de la que surgimos (Dios) y al reconocerla confiar en ella y encontrar ahí nuestro fundamento, nuestro significado y nuestro camino. Es inscribir nuestra vida y nuestra muerte en el futuro absoluto de Dios, en su horizonte infinito.
Se trata de la experiencia de profundidad. Experiencia en el centro del alma, experiencia que nos permite ser al máximo desde lo más profundo de nosotros mismos (interior intimo meo decía San Agustín), posibilitando que podamos abrirnos a todo y a todos. Experiencia de un Misterio que rompe nuestro aislamiento respetando nuestra soledad. Es la experiencia de que me conozco porque soy conocido y amo porque soy amado. Porque en el hondón de mi ser está ese Misterio que llamamos Dios.
“En Él somos, nos movemos y existimos” (Act 17,28) dice San Pablo. Los tres verbos hacen referencia a tres aspectos básicos de la experiencia de Dios. Vivimos nos remite a la experiencia fundamental de Dios como vida. Es la experiencia de vivir, en Él, con Él, de Él. Nos movemos, Dios es movimiento, principio vital, energía, dinamismo incesante. Es una fuerza que nos trasciende y el espacio que permite que nos movamos. Somos (ser y estar) somos en Dios, somos en cuanto Él es, en cuanto participamos de Él. Esta vida, movimiento y ser de mí mismo en Dios es la verdadera experiencia de Dios.
Esta experiencia, cuando se habla en cristiano, es la experiencia de Cristo en su Espíritu. Cristo es el parámetro cristiano para hablar de Dios. Dios ha dicho una única palabra: Cristo. El cristiano reconoce a Cristo (la presencia de Dios, el enviado, el ungido, el salvador) en Jesús. Para conocer a una persona hace falta que nos abramos personalmente ella. Para conocer la identidad de Jesús hay que encontrar su persona y no podemos encontrarla en el pasado. La experiencia no es un recuerdo; la experiencia es un acto que nos sucede y nos transforma; aunque pueda basarse en una memoria retransmitida por generaciones anteriores, la experiencia es mía. La experiencia de Jesús para el cristiano es la experiencia de Jesús resucitado. Esto es, del Cristo vivo. Es una experiencia personal e intransferible. Es el acto de fe el que actualiza esta experiencia. El que no haya tenido la experiencia de que Cristo le ha resucitado no podrá decir, aquello tan sensual que San Juan refiere en su primera epístola: hablamos de lo que hemos oído, visto, tocado (1 Jn 1, 1-3).
La experiencia de Dios es tan personal porque cada uno no es sino esa misma experiencia de Dios en él, en la que se descubre, precisamente, como el tú de ese yo que le llama y llamándole le hace ser. Dios habita en el hondón de nuestro ser siendo más yo que nuestro yo. Después de todo, como decía Eckhart, el ojo con el que vemos es el mismo ojo con que Él nos ve.
Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote diocesano y Profesor de Filosofía