Cuando el llamamiento de Dios es a la ternura (Al pie de la tapia, 5ª entrega)
2 junio de 2015 Con motivo del año de la Vida Consagrada que estamos viviendo durante 2015 (y parte de 2016), queremos compartir este homenaje de Lolo a las religiosas. «Al pie de la tapia» es la recopilación de una serie de artículos escritos por el beato Manuel Lozano Garrido, en la revista Orate, que editaba la Pontificia Unión misional del clero, para las religiosas. Y que semanalmente publicaremos para todos vosotros.
Todos los artículos de este libro están editados por generosidad del Monasterio de Carmelitas Descalzas de Jaén. Os dejamos con la 5ª entrega…
Cuando el llamamiento de Dios es a la ternura
Hermanas:
Me acuerdo, cómo no, de Sor María Luisa, la monja que tuve en mi sala del Hospital de C… en Madrid, al comienzo de lo mío. Éramos todos hombres; soldados que enfermaban cumpliendo el servicio militar y tenían que ser hospitalizados. Como el viento de Madrid «mata a un hombre y no apaga un candil», y el invierno se iba presentando demasiado crudo, abundaban los hombres a los que una pulmonía derrumbaba sobre el lecho. Eran los años que aún no se habían descubierto ni los antibióticos, ni las sulfamidas y, no obstante, Sor Maria Luisa supo rescatar a muchos de la muerte por medios casi inverosímiles. Las alarmas del sanitario le hacían erguirse y volar por las salas. Sus tocas tenían un no sé qué de paloma y mucho de ángel. Desde mi sitio, en la sala casi infinita, la vela inclinarse dulcemente, fervorosamente, sobre las cabezas de los agonizantes y batallar por la vida y el alma de aquellas criaturas que se aniñaban, dejándose guiar confiadamente por su palabra. Fuera en la calle, llegue a ver un día las rosas frescas de la primavera, pero el corazón de Sor Maria Luisa estrenaba la ternura de todos y cada uno de los días. Al cabo de los años mi recuerdo más leal está por aquella gracia de madre joven que le recorría el organismo como un torrente para hacérsele flores por las yemas de los actos, los gestos y las palabras.
Fue madre y tuvo dulzura para todos aquellos hombres de barba cerrada, como la tenía para el hijo recién nacido de Pedro, en el sanatorio, al que arrullaba sobre su propio lecho de hospitalizados.
En realidad, apenas si pude sorprenderme un día, al entrar en el cuarto de las inyecciones; le vi que, los ojos radiantes, bañaba a la menuda imagen de un Niño Jesús de talla. Allí estaba su secreto.
Donde quiera que ahora esté, Sor Maria Luisa, quiero agradecerle aquella ternura que tan providentemente puso en la hora de la crisis de mi sufrimiento.
He recordado a esta monja de un modo especial leyendo la entrevista que figura en uno de los últimos números de la «Vie Catholique». Cierto periodista aborda a una religiosa y las preguntas y respuestas tienen una sinceridad casi sangrante. Las ideas, que tantas aberraciones graban en la mente de algunas personas de la calle, van siendo desmenuzadas entre los dos cumpliendo el noble fin de la formación por la información. Reproduzco las que considero de más interés para mi carta:
-Hermana, ¿ha tenido ocasión de casarse antes de entrar en religión?
…Esperaba esta pregunta. Para la mayor parte de la gente la vida religiosa es un refugio de personas decepcionadas o dejadas de cuenta. No es muy halagador para el amor de Dios. Lo que resulta cierto es, que el amor de Dios, y por él el de todos mis hermanos, es el que me ha hecho renunciar al amor de la tierra.
-La gente comprende su voto de pobreza, pero ¿y el castidad?
…La castidad da a la religiosa una anchura de corazón para todos aquellos que la rodean. La gente se imagina que somos unas «rechazadas», pero ¿estaríamos libres, podríamos amar a todo el mundo si no nos hubiéramos dado totalmente a Dios?
-Hermana, ¿añora la ausencia de unos hijos?
…Una mujer no puede no sentirlo. Tenemos dificultades, y es normal, porque somos seres sensibles y amantes y no guijarros. Pero lo sobrenatural debe estar fundado sobre el completo desarrollo de la vida natural.
Como al periodista, a mí también tendréis que perdonarme el paso directo a las emociones y sentimientos del corazón de la religiosa. Pese a todo, pocas cosas han arraigado tanto en las conciencias de las criaturas como la evidencia de vuestra maternidad. «Madre» es el tratamiento espontáneo que os da la gente de la calle, y los acontecimientos nos acercan a vosotras con una postura reverente y filial. Cuando os vais prescindiendo de vuestros apellidos, uno ya sabe que esa renuncia y ese hueco es como un cheque en blanco universal que pasa a todos la ternura de una mujer. Más que una despedida, vuestra llamada es, concretamente, una leva a la más rotunda maternidad, la que no tiene límites de círculos de sangre, ni de nú-meros, ni de proximidad. Amaréis sobre parecidos, y los nombres, sobre las compensaciones y la falta de correspondencia. La chica que pisa el claustro ha dado un «sí” nupcial que está sobre los personalismos y la muerte. Su boda es con la inmensa figura de un Dios de palabras y dichas eternas. El vuestro es un enlace sin otra diferencia… ¡menuda diferencia! …que la categoría, una categoría que alcanza esa distancia infinita que va de Dios a uno de los hombres, a cualquiera de los mínimos hombres. De aquí que también tuviera que ser ancha la generosidad.
Dios sólo puede desposar a criaturas sin restricciones. La castidad está en la raíz de vuestro desposorio con Cristo como una flor integra, radiante y olorosa. En el velo de una novicia se cumple una plenitud de amor, y el fruto de aquel amor tiene que ser también perfecto y sin fronteras.
Decía un autor del siglo XVII que “después de la Encarnación ya no debemos admirar nada más”. Y sin embargo, fijaos en que aquel suceso tan trascendente no es sino el hecho que ha de coronarse en el nacimiento de un Hijo… Cristo, Redentor, y que el natalicio apoyará su grandeza sobre la castidad de María. El arco iris de la Redención se tiende desde el «Fiat» de una doncella hasta el «He ahí a tu Hijo», por el que María ampliaba su maternidad a todos los mortales. La castidad y la presencia de la Cruz son los dos umbrales maravillosos que dan entrada al sublime misterio de la maternidad de los hombres. Sólo se entra y se vive el Amor con el alma virgen; sólo Dios se hace fruto santo de vosotras en las criaturas por la fidelidad al pie de la cruz.
Mi diálogo quisiera concretarlo, por último, con vosotras, las hermanas que habéis seguido a Cristo bajo el giro sutil y doloroso del dolor compartido. Quiero tirar de todos los convencionalismos para quedaros a solas con la realidad de la luz del gran misterio de María. El Evangelio de la Gran Madre se resume apenas en una palabra: «estaba». Pero, ¿de qué modo se «está» realmente al pie de la Cruz?
El camino que emprendéis al haceros religiosas tiene un claro matiz de Gracia. Por la vocación de entrega, se os hace canales de santificación. El Espíritu Santo enfila vuestra alma para que vayáis dándole cauce a la santidad en los que os rodean. Y como a quienes os consagráis es a las criaturas que sufren, y el sufrimiento de Cristo es una acequia de Redención, la fecundidad de los seres crucificados depende de vuestra perfección. Decía Bernanos que «el que entra en el Getsemaní jamás vuelve a salir de é1. Quien se ata a la Cruz, queda ya unido por siempre al trance del Viernes Santo».
Son hechos que deben maravillar, en vez de dar escalofrío, porque la Cruz es una «elección» que diviniza, pero la Cruz no admite comodidades ni términos medios. Uno está con la sangre y la llaga en el costado y no caben vacaciones ni horas de recreo. De María podemos decir que el dolor de su Hijo lo vivió siempre como a las tres de la tarde de aquel Viernes y que jamás ni pidió ni necesitó relevo.
El espectáculo del dolor es siempre impresionante. De vosotras se puede decir que habéis recibido el privilegio de «verlo» más que la carga de sobrellevarlo. Vivís, por fortuna, de los ojos. El Cristo de vuestra entrega os tiende de continuo las sienes con fiebre, el corazón que se fatiga o unas manos agujereadas que piden desposaros. Tenéis que acariciar, calmar y consolar de día y de noche; rezando, trabajando o descansando; medicinando, poniendo inyecciones, limpiando el sudor de las heridas y animando en la hora de tristeza. Habréis de hacerlo con el corazón siempre en carne viva, como si estrenarais a cada momento la ternura.
Yo sé que, aparentemente, esta es una exigencia muy dura, pero tenéis que hacerlo si sentisteis con lealtad la resolución de vestir una toca, si vivís su llamamiento. A una mecanógrafa se le pueden pedir ocho horas de atención por un sueldo limitado, pero, al momento de darse a vosotras, os garantizo que Dios no ha de andar con cortapisas. De tejas abajo, esto parece como apretarle mucho los tomillos a una criatura de barro, pero os digo que no; que si os dais siendo barro, Cristo os superará, invadiéndoos, y vuestra natura-leza se hará de hierro en cuerpo y alma. A una madre le duele el coraz6n durante la tercera pulmonía del hijo, lo mismo que cuando el primer estornudo. El tercer o cuarto clavo de Cristo desgarró las entrañas de su Madre con la misma tragedia que el primero. Cuando seáis ancianitas y caminéis lentamente por los pasillos del hospital, si hoy os dais al Cristo que palpita en el lecho de cada sala, sentiréis el mismo refluir de ternura y compasión que la mañana que curasteis, compungidas, la primera llaga. Os insisto en que por las calles andan criaturas que me leerán pensando en un hombre que pide milagros, pero la generosidad es el fruto lógico de la santificación, el mercurio que mide vuestra fiebre de perfección.
En resumen: de lo que se trata es de que hay que vivir intensamente la Ternura, que es la hermosa raíz de la maternidad, un día sobre el niño que va a operarse de apendicitis o el obrero que fue herido en un accidente de trabajo; otro, sobre la chica que tose tenazmente y respira con dificultad, o sobre el muchacho que tiene una funda de escayola desde los brazos hasta las piernas. Si acercáis protocolariamente una taza de caldo a la boca de un; si dejáis fríamente la medicina sobre la mesilla; si os agarráis a los horarios y a los rezos para negaros al enfermo que os reclama, habréis cumplido las leves obligaciones de un funcionario; pero ni con un dedo podréis contar los hijos de vuestra alma. Cristo entonces os mirará con los ojos cargados de lágrimas y la gran pena de ver que prolongasteis, necia y egoístamente, una larga soltería cuando Él os soñó y os quiso para la plenitud amorosa de su corazón.
Vuestro siempre,
Manuel Lozano Garrido