Carta Pastoral en el año de la Comunión: ‘El sueño misionero está en salida y lo compartimos todos’

25 septiembre de 2017

I POR LA SENDA DE LA CORRESPONSABILIDAD

 Compartamos la gratitud

Me he sentido invitado a poner por escrito algunas reflexiones sobre el camino que estamos haciendo hacia el sueño misionero de llegar a todos. En efecto, la invitación a escribir esta Carta Pastoral me ha venido, sobre todo, de vuestros mensajes, los que me enviasteis desde las Asambleas Arciprestales, en los que queríais compartir conmigo un mismo sentir y, además, como he podido comprobar, con una misma ilusión pastoral. Eso es, al menos, lo que he podido deducir de cuanto me habéis comunicado.

Quiero agradeceros, de un modo especial, vuestra gratitud, según me decís, por haberos llamado a todos a participar en la elaboración del Plan de Acción Pastoral de la Diócesis que este año vamos a estrenar. A eso os tengo que responder lo que siempre decimos a quien nos da las gracias: «No las merece». En realidad, yo no os he dado nada; si habéis participado es en razón de un derecho que todos tenéis como bautizados miembros del Pueblo Santo de Dios. Que trabajemos en comunión y con un estilo sinodal, pertenece a la lógica pastoral de la misión de la Iglesia. Todos, obispo, sacerdotes, consagrados y consagradas y laicos, somos corresponsables en la misión. Lo que hemos hecho el curso pasado lo teníamos necesariamente que hacer así; era un deber mío y vuestro.

Os recuerdo que lo prometí en la homilía de comienzo del ministerio episcopal entre vosotros. «El olor de comunión es el característico del apóstol; el obispo es principio y fundamento de la unidad en la Iglesia particular. Está llamado a promoverla entre las personas, las instituciones y los programas con los que se teje la identidad de una diócesis con alma y rostro, como me consta que es la nuestra. Contad conmigo para cultivar una espiritualidad de comunión, siempre naturalmente en tensión misionera (cf. PDV12). En nuestro corazón y en nuestro lenguaje todo ha de expresarse desde la comunión entre nosotros. El obispo, que nunca ha de estar y actuar solo, siempre deberá utilizar la primera persona del plural. El «nosotros» del Obispo es teológico, pero también existencial e histórico, que hemos de fortalecer en la comunión con el Sucesor de Pedro, en el colegio episcopal, en el presbiterio diocesano y en la corresponsabilidad de todo el pueblo de Dios.»

Unidos en la misma ruta eclesial

En razón de este propósito mío, pero, sobre todo, de este modo de ser y de hacer en la Iglesia, entramos el año pasado en una reflexión en orden a analizar, para renovar nuestros objetivos pastorales, la situación de nuestra sociedad y la de nuestra Iglesia diocesana. Como os proponía, hicimos juntos una mira­da compasiva a nuestro mundo y a nuestra realidad pastoral, para una conversión misionera.

Fruto de esa reflexión compartida es el Plan de Acción Pastoral que ahora estamos poniendo en marcha, y que será nuestra hoja de ruta en los próximos cuatro años. Como podréis comprobar, no solo en la presentación, que haremos por toda la Diócesis, sino también y, sobre todo, por el estudio, la reflexión y la aplicación que haréis de él en cada parroquia, en este documento de trabajo se recoge un amplio elenco de motivaciones, objetivos, líneas de acción y acciones concretas, por cada una de las cuatro manifesta­ciones o mediaciones esenciales de la vida pastoral de la Iglesia, que en esta carta procuraré explicaros cuáles son y en qué consisten.

Compartiendo ilusiones misioneras

Respondiendo a vuestros deseos, manifestados en los mensajes a los que he aludido, ya de entrada quiero deciros que en este exhaustivo elenco de objetivos y acciones que contiene nuestro programa de pastoral, os vais a encontrar con la respuesta a las inquietudes que me habéis trasladado: la preocupación por la familia, por los jóvenes, por la iniciación cristiana, por el acompañamiento en la vida cristiana de los adolescentes, por la formación religiosa de los laicos, por la cercanía a las pobrezas de nuestro tiempo, por la integración de los inmigrantes, etc. En este Plan de Pastoral se recogen los cauces, las instituciones, las herramientas y los modos de abordar lo que para todos constituye, además de una ilusión, un problema a tratar. Os animo, por tanto, a conocerlo, y, después, a aplicarlo. Nos queda mucho camino por andar.

En el camino que estamos iniciando, os invito a continuar con el mismo espíritu con que habéis trabajado a lo largo del año pastoral que ha concluido; ahora, naturalmente, para aplicar lo descubierto en la reflexión y análisis de nuestra realidad concreta. Eso sí, lo haremos todos unidos, todos con conciencia de discípulos del Señor, llamados a ser misioneros. Que nada de lo que está escrito en el Plan de Acción Pastoral os sea indiferente, que todo merezca vuestra atención cuidadosa, porque lo que se recoge en ese documento es vuestro y del Espíritu, verdadero animador de la vida de nuestra Diócesis de Jaén.

En el sueño de Jesucristo de llegar a todos

Para ayudar a los que quizás no pudieron participar en esa primera hora, os informo de cómo lo hicimos y, sobre todo, de por qué lo hicimos. Como recordaréis muy bien, hace un año empezamos un camino hacia el sueño misionero de llegar a todos. Asumíamos así el reto de la Iglesia de siempre, el de anunciar el Evangelio en todas partes y a todos los hombres y mujeres. El sueño, como sabéis muy bien, es del mismo Dios, nace de su corazón trinitario, de Él parte el deseo maravilloso de llegar a todos. Podemos muy bien decir que la evangelización es una aventura de amor que tiene su origen en el impulso amoroso permanente del corazón de Dios, que, como destino, se dirige hacia todo ser humano sin distinción. Aunque quizás escuchando las palabras de su enviado Jesucristo, sí habría que distinguir en positivo a los destinatarios. «Yo he sido enviado no a los justos sino a los pecadores» (Lc 5,32).

El mismo Dios es sujeto de la misión

Fue Jesucristo quien encarnó este sueño del Padre que ahora nosotros queremos renovar en una Iglesia en salida. Él fue quien le dio fondo y forma; no hay más que conocer al corazón del Buen Pastor para comprender cuál es la fuerza, la verdad y la intención del sueño misionero. No quiero dejar de evocar la parábola de la oveja perdida (Lc 15,3-7). En realidad, Jesús muestra el corazón misericordioso del Padre; la misericordia es la viga maestra de su misión, como lo ha de ser para la Iglesia (MV 10). El deseo de servir desde el Evangelio a todos, y en especial a los más pobres e infelices, no se puede sostener sin misericordia.

Pero insisto, y lo hago porque es esencial, en que el primer sujeto de la misión es Dios mismo. Es Él quien la ha querido, es Él quien la ha iniciado, enviando a los profetas y después a su propio Hijo, y es Él quien la sigue sosteniendo continuamente con la fuerza y la gracia del Espíritu. Por eso, como escribe el Papa Francisco, el primado es siempre de Dios, que ha querido llamarnos a colaborar con Él. En toda la vida de la Iglesia se debe siempre manifestar la iniciativa divina y recordar que «es Él quien nos ha amado primero» (1Jn 4,10). Dios se pone el primero en la fila de los que «primerean» en el servicio evangelizador a sus hermanos.

Pero Dios se ha servido de una mediación humana, de un sujeto histórico, que es la Iglesia, para la realización de su Plan de salvación. La Iglesia, la que nos renovó, desde su diseño original, el Concilio Vaticano II, y en la que todos somos Pueblo de Dios, está actualizando para este tiempo y para este mundo, para este campo concreto de misión, la vocación misionera del Padre y el envío misionero de Jesús, con la misma urgencia con que la iniciaron los apóstoles. En efecto, del mismo modo que lo fue para ellos, ahora lo es también para nosotros: ser una «Iglesia en salida». «Id al mundo entero…» (Mc 16,15).

Para descubrir que somos discípulos misioneros

Es en este nuevo impulso misionero, el que está liderando el Sucesor de Pedro, en el que se ha de inspirar el diseño en el que queremos edificar la Iglesia de Jaén en este tiempo, el de nuestro día a día de ser discípulos del Señor. Lo hacemos tras haber descubierto juntos que este es «un tiempo favorable», en el que podemos hacer lo que nos dice el Señor: «Pues bien, un escriba que se ha hecho discípulo del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo» (Mt 13,51-52). Para nosotros este es el tiempo en el que hemos de descubrir nuestra vocación de discípulos, que sacan de su tesoro, aunque sea pequeño, la buena noticia que hemos de llevar por esta tierra: el tesoro siempre antiguo y siempre nuevo que lleva al hombre a la paz y a la alegría.

Al comienzo de este año pastoral nos vamos a encontrar con un Plan de Acción que se sitúa en lo que el Papa considera una impostergable renovación pastoral. Esta palabra, «impostergable», deberíamos aprender a pronunciarla y, sobre todo, deberíamos de situarla entre las favoritas para nuestro compromiso eclesial. Eso significa que lo que hay que hacer, hemos de hacerlo pronto, es decir, ahora.

En esa actualización urgente, que requiere de renovación y de conversión pastoral, estuvimos situados a lo largo del año pasado. Muchos miles de entre vosotros leísteis una Carta Pastoral que os dirigí, en la que os marqué el estilo misionero que habíamos de seguir en esta llamada a renovar todos juntos nuestra vida pastoral diocesana. Pues bien, en esta Carta, que ahora os dirijo, os invito a que la releáis, porque el magisterio del obispo es el que nos conduce, ilumina y acerca al querer de Dios y de Jesucristo para la vida de nuestra Iglesia diocesana. Yo, como ya sabéis, en las recomendaciones que os hago, me siento en filial y fraterna comunión con el Sucesor de Pedro y con el Colegio Episcopal, con el que comparto día a día las necesidades concretas y cercanas de la Iglesia en España, la Conferencia Episcopal Española.

Por supuesto, me fío cada día de la conducción del Espíritu Santo en el quehacer de la Iglesia diocesana, repartida por las 200 parroquias presentes en nuestra rica y plural geografía giennense. Me refiero a todas las formas, y, sobre todo, a las tareas de las personas con las que en nuestra Diócesis se hace presente al servicio eclesial a todos. Porque este Plan Pastoral nos quiere situar en nuestra pastoral ordinaria, en la que hacemos día a día, en todos los lugares y en todos los servicios que realizamos.

 

II EN LA MISIÓN DE JESUCRISTO

En el triple oficio de Cristo

Nuestro Plan de Acción Pastoral actualiza la acción que Jesucristo vino a realizar en el mundo: el anuncio del Reino; también la suya, como la nuestra, centrada y encarnada en un lugar de la tierra. Él en Palestina y nosotros en la tierra del mar de olivos, en el bello y fecundo Jaén; pero también en el Jaén de los pobres, los débiles, los encarcelados, los ciegos y muchos excluidos, a veces por actitudes económicas, sociales, culturales y hasta religiosas, prepotentes y excluyentes. Como podrás comprobar, también nuestro proyecto pastoral tiene las mismas opciones que tuvo la misión de Jesucristo; nunca podemos separarnos de la línea orientadora del corazón del Padre, la del amor y la misericordia salvadora, centrada con los pobres y pecadores. La misión de la Iglesia no es para que disfruten a gusto y cómodamente los «perfectos», es arriesgar y meterse en terrenos complica­dos para que la alegría del Evangelio llegue también a los imperfectos (cf. Lc 15, 7-10).

La teología de la Iglesia nos ha situado, con una profunda y bella reflexión, en el carril pastoral de Cristo y, desde él, nos ha marcado unas rutas para nuestra acción pastoral. Como en latín suena mejor, nos ha mostrado los tria munera (tres oficios de Jesucristo como profeta, sacerdote y rey). Es en ellos en los que hemos de situarnos en el diseño de lo que pastoralmente hacemos en la vida ordinaria de la Iglesia, en la actividad de nuestras parroquias. En realidad, en todo lo que hagamos en el servicio pastoral hemos de estar espiritualmente situados en el ser y en el quehacer de Cristo Jesús. Es así como ejercemos, día a día, la responsabilidad de ser testigos del Señor.

En la sólida guía de las mediaciones eclesiales

Teniendo en cuenta lo que acabo de deciros, entenderéis por qué nuestro Plan de Acción Pastoral se presenta con estos cuatro capítulos: vivimos en comunión, anunciamos el Evangelio, celebramos el misterio de Cristo, fomentamos la caridad. A los tres servicios de Jesús se añade la comunión como el clima espiritual que hay que crear para que todo transcurra con verdad y credibilidad. Es por estos cuatro carriles, que son las funciones de la Iglesia al servicio del hombre, por los que hemos de transitar en la misión que tenemos encomendada para construir la Iglesia, según el modelo de Cristo, y para que la Iglesia cumpla su misión de ser signo e instrumento del amor de Dios. Este es el esquema de nuestras ilusiones, preocupaciones y tareas, por el que todos hemos de movernos para constituirnos en actores de la misión, pero también en destinatarios: en ese esquema, que ha de marcar un estilo, han de moverse el obispo, los sacerdotes, los consagrados y consagradas, y los laicos, tanto personalmente como en sus comunidades y grupos, en los que todos están al servicio de la Iglesia. En esas cuatro funciones nos mostraremos como Iglesia y trabajaremos juntos al servicio del Reino de Dios.

No lo olvidéis, nuestro Plan de Acción Pastoral tiene como horizonte el encuentro personal y comunitario con Cristo, el que abre a un seguimiento y permite una mirada creyente sobre la realidad que queremos evangelizar. El encuentro con Jesucristo nos ha de acompañar en todo el camino a seguir de nuestro Plan Pastoral, en cada una de sus etapas y en los servicios que realizamos. Por eso, todo lo hemos pensado, proyectado y lo queremos realizar como discípulos de Jesucristo, y todo ha de hacerse en su seguimien­to, es decir, por su misma senda. Todo lo haremos para que nuestra Iglesia diocesana sea discípula.

Desde el encuentro con Jesucristo

Cada vez que abramos nuestro Plan de Acción Pastoral hemos de ver a Cristo en su totalidad y desplegando su misión. Nuestra acción pastoral ha de consistir, entonces, en presentar a Jesucristo en plena faena. Como se dijo en Aparecida: «La Iglesia tiene como misión propia y específica comunicar la vida de Jesucristo a todas las personas» (A 386). Solo de ese modo la Iglesia atraerá como Jesucristo atrae. Como ha dicho el Papa Francisco: «La Iglesia crece no por proselitismo sino por atracción del testimonio alegre de Cristo resucitado». En definitiva, el misterio de Cristo le da unidad a nuestra acción pastoral. Él será siempre nuestro punto de partida y estará presente en todo lo que hagamos, siempre conscientes de lo que nos dice: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (Jn 15,5).

Todo lo haremos sin olvidar que nuestro fundamento está en Jesucristo. Se puede decir que este Plan de Acción Pastoral hemos de llevarlo hacia adelante por esta senda: en comunión, mirando siempre al servicio de la Palabra con el anuncio de Cristo, participando activamente en la vida sacramental y celebrativa de la Iglesia y, siempre como testigos de la caridad, vamos mostrando y ofreciendo que nuestra vida es feliz por el encuentro con Jesucristo. En esas cuatro dimensiones se alimenta y se concreta la misión de la Iglesia.

En la comunión trinitaria

Por la comunión, la Iglesia es la participación histórica en la comunión trinitaria, es la realización de lo que nos llega, por iniciativa divina, de la vida íntima de Dios; es el misterio o sacramento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano (cf. LG 1). La Iglesia, en efec­to, es icono de la Trinidad, a la que la teología nos ha enseñado a ver, no como una unidad impersonal, sino en su naturaleza relacional, unidas las tres personas en el amor. Ese amor de la unidad trinitaria llega a nosotros en la misión y en la obra del Hijo, que inauguró el Reino de los cielos. A esa misión le da continuidad la Iglesia, que es su presencia sacramental y su semilla en el mundo.

En la evangelización que anuncia la Palabra de Dios

Por la evangelización, la Iglesia anuncia al mundo la Palabra de Cristo, le dice quién es el Hijo de Dios, hecho hombre, crucificado y resucitado. La evangelización es una invitación a creer, a seguir y a amar a Jesucristo, y a repensar la propia vida en relación con él. La evangelización es una invitación al encuentro personal con Jesucristo, que eso es la fe: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una persona, que da un nuevo horizonte a la vida y con ello una orientación decisiva» (Deus caritas est, 1).

En la celebración de la fe en Jesucristo Redentor

Por la celebración de la fe, se pone de relieve que ser cristiano es reconocer a Cristo, con el que nos hemos encontrado, como el Salvador de nuestra vida. Con los sacramentos, la liturgia y con la oración, nosotros expresamos nuestra fe de un modo explícito, conscientes de que nuestra salvación está en Cristo Redentor. El rito y los sacramentos son el signo operativo de la acción de Dios, de la presencia de Cristo en nuestra vida. Celebrando los sacramentos renovamos continuamente nuestra inserción en el misterio de Cristo, del cual vivimos, y al que expresamos en todo lo que somos, hacemos y decimos en nuestra vida y en nuestra misión eclesial. Se puede decir que la dimensión celebrativa pertenece a la más íntima naturaleza de la experiencia cristiana.

En el testimonio del servicio de la caridad

Por el servicio de la caridad, aceptamos espiritualmente y manifestamos a los demás que la Iglesia tiene un testimonio que dar al mundo: el de la caridad vivida. Nuestra misión, como la de Cristo, no consiste solo en hablar, en decir lo que somos y lo que llevamos en el corazón, sino que también tenemos que hacer explícito nuestro testimonio con la vida. Palabras y obras tienen que mostrar lo que realmente somos. Y la mejor palabra que podemos dar hoy a la gente de este tiempo, en el que tanto sufrimiento, desencanto y frustración, y también desorientación hay, es vivir según el modelo y la enseñanza de Jesucristo. El testimonio de un modo de vivir según la caridad de Cristo es la dimensión esencial para toda la acción eclesial. «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este mandamiento es principal y primero. El segundo es semejante a él. Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 37-39).

Como servicio a la totalidad del misterio de Jesucristo

Siendo importantes cada una de estas cuatro dimensiones de la vida cristiana y de la misión de la Iglesia, es muy necesario poner entre ellas el punto de unidad y el justo equilibrio. Hemos de huir, por tanto, de cualquier contraposición, tanto en nuestra mentalidad como en nuestra espiritualidad. Las cuatro dimensiones son constitutivas de la experiencia de la fe, y solo con la armonía de las cuatro reflejamos el misterio de Jesucristo. Es importante que tomemos conciencia de que hemos de servir a la globalidad del misterio cristiano, tanto en nuestra fe personal como en la acción pastoral ordinaria de nuestras comunidades. A través de esas cuatro manifestaciones de la vida de la parroquia, en unidad, es como se hace la propuesta de Jesucristo en su plenitud de Verbo encarnado, de Acontecimiento salvífico, de Testigo del Dios amor.

Es por eso que hay que terminar, de una vez por todas, con las polarizacio­nes que a veces se dan en la espiritualidad cristiana y, naturalmente, en las opciones pastorales que enfrentan lo «espiritual», lo «social» y lo «misione­ro». Sin embargo, no se trata de que pongamos un poquito de cada cosa, sino de que todo tiene que estar plenamente integrado en nuestro proyecto y en la acción cotidiana de la vida pastoral de nuestras comunidades. La originali­dad y el atractivo de lo que hacemos está precisamente en que mostramos, con toda su verdad y fuerza, la totalidad del misterio de Jesucristo, que es quien nutre nuestra acción en todas sus manifestaciones.

Para hacer visible a Jesucristo

Si os he mostrado estas motivaciones profundas de nuestro quehacer pastoral, y os he invitado a hacerlo todo en unidad y armonía interior en vuestras tareas pastorales, es para que, al entrar en el estudio y en la reflexión del Plan de Acción Pastoral, a lo que os invito, encarecidamente, no os quedéis nunca en sus formas externas; al contrario, es para que entréis en el misterio que el conjunto de nuestras acciones refleja. Tened en cuenta que en este Plan, que hemos hecho entre todos, y que os voy a ofrecer para que todos nos situemos en él, os vais a encontrar con muchas formulaciones, con objetivos que orientan, con líneas de acción que invitan a ser creativos y con acciones concretas que van a pedir nuestra iniciativa generosa. Todo eso habrá que tenerlo en cuenta, por supuesto; entre otras razones, porque a lo largo del año pastoral pasado le hemos dado mucha lata al Espíritu Santo y lo hemos hecho trabajar con todo ahínco, moviendo inteligencias y voluntades a la acción de su gracia santificadora.

Pero insisto en que no olvidéis que nuestra mirada sería superficial, si no percibimos dónde está la razón última de todo lo que el Espíritu nos invita a hacer en los próximos años, que no es otra que hacer visible el misterio de Cristo en el hoy del mundo, de nuestro mundo giennense, por la totalidad de lo que somos y hacemos. Se trata de recuperar con fuerza el sonido de las Palabras del Jesús resucitado a sus apóstoles: «Como el Padre me ha enviado, así os envío yo» (Jn 20,21).

Todo al servicio de la evangelización

Por eso, os insisto en que, en todo el Plan de Acción Pastoral, en cada una de sus palabras, en todo su contenido, la buena noticia de Jesús, Salvador del mundo, ha de resonar con fuerza. Cuando presentemos el anuncio de Jesucristo y lo llevemos al corazón de la gente, lo esperen o se sientan indiferentes o lejanos, hemos de ser conscientes de que el ser humano está llamado a responder a una Palabra que el Padre ha pronunciado desde la eternidad y que ha resonado en la plenitud de los tiempos en Cristo y que ahora la repite la Iglesia por el anuncio del Evangelio. Cada palabra que aparece en el Plan Pastoral está al servicio de la evangelización, todo tiene motivación misionera, y por eso tenemos que hacer lo posible para que todo llegue a quien lo necesite.

Con una propuesta explícita del kerigma

Para que el Plan de Acción Pastoral lleve el anuncio de Jesucristo, hemos de partir siempre de la propuesta explícita e implícita el kerigma, el primer anuncio. En la evangelización eso es lo primero, lo central, lo más importante. A veces nos empeñamos en dar más y más contenidos, olvidándonos del primer anuncio y de su fuerza renovadora. En la aplicación del Plan Pastoral hemos de actuar convencidos del amor del Señor, agradecidos por su entrega en la cruz, felices por saberlo resucitado y conscientes de que vive en nosotros; y así hemos de decírselo a los demás. «Nada hay más sólido, más profundo, más seguro, más denso y más sabio que ese anuncio. Toda formación cristiana es ante todo la profundización del kerigma que se va haciendo carne cada vez más y mejor» (EG 165).

Para que el mundo conozca la alegría del Evangelio

Lo que hemos encontrado en el año pastoral precedente, al hacer el análisis de nuestra realidad social y cultural, nos ha puesto de relieve que hoy se encuentran en nuestra sociedad rasgos profundos de paganismo, de adoración de falsos dioses, es decir, que no podemos mantener de ningún modo la ilusión de vivir en un mundo todavía socialmente cristiano solo por el hecho de que muchas personas pidan aún el bautismo o tengamos muchas manifestaciones religiosas en nuestras calles. Pero también nos ha mostrado que no podemos olvidar las muchas semillas que va dejando cada día una tradición de fe y vida religiosa, aunque solo sea en forma de una débil religiosidad. Recogiéndolo todo, hemos de dar el paso a una pastoral misionera.

Ante eso, este Plan de Acción Pastoral, contemplado en su unidad y en su integridad, nos recuerda que hay una Palabra que fundamenta y le da significado a nuestra existencia; que hay un Amor que nos transforma, transfigurando nuestra vida cotidiana; y hay unos Acontecimientos con los que se teje la trama escondida de nuestro camino vital y que se modela según el proyecto oculto por los siglos en Dios y revelado en Jesucristo. Y que esa fuerza renovadora, que es Palabra de vida, Acontecimiento de Gracia y Testimonio de la caridad, una vez que llega a nosotros, nos envía a anunciar a Jesucristo, que vino al mundo a crear este dinamismo misionero y salvador en favor de todos los hombres, a través de la vida y la misión de la Iglesia.

Al servicio de una programación cercana y concreta

Por último, en esta presentación de la lectura que he hecho para vosotros del Plan de Acción Pastoral, os doy algún criterio para estudiarlo y aplicarlo; sobre todo para seleccionar lo que conviene hacer en cada momento y en cada lugar. Cada parroquia ha de saber establecer sus prioridades, y ha de saber elegir objetivos y acciones, centrándose siempre en «lo esencial». No todo tiene el mismo valor ni la misma necesidad. De cualquier modo, siempre ha de prevalecer el criterio evangelizador: elijamos lo que le pone su rostro misionero a la parroquia. Nunca hemos de olvidar que la acción pastoral tiene como objetivo la edificación de la Iglesia como signo real del Evangelio para la vida del mundo.

 

III VIVIR EN COMUNIÓN HACE CREÍBLE EL EVANGELIO

Jesús nunca estuvo solo

Puestos de relieve estos preámbulos que nos ayudan a interpretar todo lo que nos vamos a encontrar, a partir de ahora me quiero centrar en la comunión eclesial, que tan imprescindible es como cimiento de toda la construcción y presentación del misterio de Cristo. «Que todos sean uno para que el mundo crea» (Jn 17,21). El Evangelio solo es creíble si sus testigos saben vivir la unidad, la comunión. Pero es importante empezar recordando que el punto de reunión interior de la Iglesia es Cristo. Jesucristo nunca está solo; es «uno con el Padre» (cf. Jn 10,30) y vino a reunir en la Iglesia «a los que estaban dispersos» (cf. Jn 11,52; Mt 12,30). La Iglesia es comunión por designio divino.

Como ya hemos recordado, se puede decir que la Iglesia está estructurada en su comunión a imagen y semejanza de la comunión trinitaria. Del mismo modo que en la Trinidad el amor es distinción de personas y superación de lo distinto en la unidad del misterio, así también en la Iglesia, la variedad de personas y dones tiene que converger en la unidad del pueblo de Dios. La Iglesia, santa y a la vez pecadora, lleva en sus entrañas los signos de un encuentro inaudito entre el mundo del Espíritu y el mundo de los hombres. Por eso, su primera misión es hacer presente en todo tiempo y frente a todas

las situaciones el encuentro de Dios con los hombres, tal y como lo realizó Jesucristo encarnado.

La Iglesia, casa y escuela de comunión

La comunión eclesial es el lugar del encuentro entre la historia trinitaria y la historia humana, lugar en el que la una pasa continuamente a la otra para transformarla y vivificarla, y donde la historia de este mundo se dirige a un cumplimiento en Dios. Por eso, vivir en comunión, realizar nuestra misión en comunión no es algo opcional, es una experiencia fundamental que marca nuestra vida cristiana en una espiritualidad muy concreta, la de comunión. El Papa San Juan Pablo II nos lo recordaba cuando nos invitaba a renovar nuestra acción pastoral para el nuevo milenio y nos invitaba a hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión. Nos lo propuso como un gran desafío, si de verdad queríamos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo.

De un modo bello y concreto nos marcaba la ruta en la que nosotros hemos de caminar a lo largo de estos cuatro años de aplicación del Plan de Acción Pastoral: «Antes de programar iniciativas concretas, hace falta promover una espiritualidad de la comunión, proponiéndola como principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades. Espiritualidad de la comunión significa ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado. Espiritualidad de la comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como «uno que me pertenece», para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad. Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un «don para mí», además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente. En fin, espiritualidad de la comunión es saber «dar espacio» al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos acechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias. No nos hagamos ilusiones: sin este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento» (NMI 43).

El Sacramento del Pan eucarístico realiza la unidad de los creyentes

Pues bien, hemos de dejar que la espiritualidad de comunión, que es un don del Espíritu a la Iglesia, impregne nuestra vida, se instale en nuestro corazón y se convierta en experiencia comunitaria. Para eso os propongo no olvidar que cada día tenemos un gran regalo para fortalecer la comunión, que no es otro que la Eucaristía. «La especial intimidad que se da en la “comunión” eucarística no puede comprenderse adecuadamente ni experimentarse plenamente fuera de la comunión eclesial. La Eucaristía es fuente de la unidad eclesial y, a la vez, su máxima manifestación. La Eucaristía es epifanía de comunión” (San Juan Pablo II, Mane nobiscum domine, 20). La Eucaristía es el sacramento de la unidad. «El Sacramento del pan eucarístico significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un solo cuerpo en Cristo (cf. 1 Co 10,17)» (LG 3).

Al compartir el cuerpo partido del Señor, sucede esta maravilla: en lugar de dividirse, Jesucristo reúne en un solo cuerpo a todos los que lo reciben. Se puede decir que la Eucaristía es constitutiva del ser y del actuar de la Iglesia. «El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión con la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión con el Cuerpo de Cristo? Pues si el pan es uno solo y todos participamos de ese único pan, todos formamos un solo cuerpo» (1 Cor 10,17). En efecto, en la celebración de la Eucaristía cada fiel se encuentra en su Iglesia, es decir en la Iglesia de Cristo.

Animar el carácter eucarístico de las relaciones humanas

La unidad eucarística fue una experiencia fortísima en los orígenes de la Iglesia: la comunidad cristiana sentía que la «fracción del Pan» la reunía (cf. Hch 2,41ss) y hacía de los cristianos un solo corazón y una sola alma. En torno al altar, la comunidad se veía como un solo pan formado por muchos granos de trigo, antes repartidos por los campos (cf. Didajé, 9,4). La comunidad cristiana que se reúne en torno al Cuerpo Eucarístico y participa de «un solo pan», se va configurando en la «espiritualidad de comunión». Eso significa y tiene como consecuencia que el cristiano ha de asumir la responsabilidad de restablecer la unidad de la mesa del Señor allí donde se haya malogrado; ha de poner servicio entre los comensales allí donde haya desigualdades; ha de abrir nuevos espacios en los que se puedan sentar, los que miran desespera­dos en su indigencia, la abundancia del bienestar de los que participan del banquete. La Eucaristía es, en efecto, un banquete de fraternidad. También en su entorno humano y social, los cristianos están llamados, por su propia impronta espiritual, a animar el carácter «eucarístico» de las relaciones humanas: han de ser animadores de unidad, de concordia, de paz, de igualdad, de justicia, de respeto a la dignidad de la persona…

La sinodalidad, esencia de la vida de la Iglesia

Porque la comunión no es solo una experiencia espiritual, tiene también que concretarse en una convivencia que ha de llegar a toda nuestra vida, y tiene el banco de pruebas cotidiano en nuestra relación en la Iglesia como pueblo de Dios. Esa relación se funda en la misma esencia de la Iglesia, que es la sinodalidad. El término sínodo procede de San Juan Crisóstomo, que nos recordó que «Iglesia es el nombre del encontrarse y del caminar unidos». Iglesia y sínodo son sinónimos. Sínodo es caminar unidos y eso hace real la comunión. Lo que significa que la comunión sin la sinodalidad sería como un corazón sin rostro, y que una sinodalidad sin alma podría derivar en una especie de populismo.

La sinodalidad, en efecto, es una dimensión constitutiva de la Iglesia, no es un aspecto opcional que pueda o no encontrarse en ella, es un aspecto que define todas las relaciones en el seno del Pueblo de Dios; ella ha de permear y estructurar toda su vida: la relación entre sus miembros, toda la organiza­ción pastoral, el modo con que se toman las decisiones sobre las cuestiones importantes, las dinámicas que se generan en el día a día de la vida eclesial, etc. Si la Iglesia no es sinodal, perdería una característica fundamental de su ser y de su obrar, como «comunión de personas convocada por Dios Padre en Cristo Jesús, por medio del Espíritu Santo».

Los consejos, manos de la sinodalidad

Sin embargo, la sinodalidad necesita manos para expresarse; son los medios en los que manifestar la comunión. Los consejos son esas manos, son el espacio eclesial en los que se manifiesta el espíritu sinodal, y en los que se puede concretar el sueño común con la aportación de todos, aunque sean diversos; porque como afirma el Papa Francisco la sinodalidad siempre es poliédrica. «El modelo no es la esfera, que no es superior a las partes, donde cada punto es equidistante del centro y no hay diferencias entre unos y otros. El modelo es el poliedro, que refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él conservan su originalidad» (EG 236). Sigue recordando el Papa que la acción pastoral ha de procurar recoger en ese poliedro lo mejor de cada uno: «La Buena Noticia es la alegría de un Padre que no quiere que se pierda ninguno de sus pequeñitos» (EG 237).

Las manos de la sinodalidad son, pues, los sínodos diocesanos y los consejos del presbiterio y de pastoral, así como los consejos de pastoral parroquiales y los de asuntos económicos. También se ejerce la sinodalidad en Asambleas Diocesanas, Arciprestales y Parroquiales. A través de las Asambleas y consejos los cristianos podemos expresar ese don espiritual que todos recibimos del Espíritu Santo, especialmente en el Sacramento de la Confirmación. Para el ejercicio del don de consejo es necesaria la maduración de sus miembros con una formación espiritual profunda, con un gran sentido de Iglesia y una mirada competente y misericordiosa sobre la Iglesia y el mundo.

Todos los bautizados miembros de una Iglesia sinodal

Por último, en esta concreción de la comunión es importante que recordemos quiénes son los sujetos de una Iglesia sinodal. Ya de entrada, hay que decir que ningún cristiano puede ser excluido, que todos los miembros del pueblo santo de Dios, formado por todos los bautizados, teniendo la unción del Espíritu Santo, están capacitados para discernir lo que el Señor quiere para su Iglesia. Por eso, hoy sigue siendo necesario fomentar la participación real y concreta de todos en la reflexión y en las decisiones pastorales del pueblo Santo de Dios.

Sin embargo, una doctrina tan evidente no siempre en la práctica lo es. Por diversas razones se ralentiza el ejercicio de esta obligación y derecho y, en ocasiones, hasta se obstaculiza. Y lo peor de todo es que la mayor dificultad está, a veces, en lo lentamente que los laicos están despertando a su conciencia eclesial, ya que no siempre están dispuestos al compromiso y, si lo están, no siempre consideran prioritaria su vocación de Iglesia en el mundo.

Ministerios al servicio de la comunión

Al servicio de la participación de todos, y de los laicos en particular, están los pastores de la Iglesia. El pastor es absolutamente necesario y su misión ministerial es diferente en esencia y no solo en grado a la del resto del pueblo de Dios, porque representan a Cristo Cabeza, como nos ha señalado la doctrina de la Iglesia. Pero el ministerio lo ejercen en el seno del Pueblo de bautizados, que también participa de la triple misión de Jesucristo. Por eso, el ministerio ordenado está constituido «para que los fieles estén unidos en un solo cuerpo, en el que no todos los miembros desempeñan la misma función» (PO 2). El sacerdote es el hombre de la comunión que preside la sinfonía de los carismas que se ponen al servicio de la misión de la Iglesia: procura que surjan, cuida de que se respeten y de que se cultive su singulari­dad y complementariedad y promueve su expansión misionera. Los pastores están en medio de la comunidad al servicio de la comunión y trabajando día a día para construir el rostro de la comunidad, que, por supuesto, ha de ser misionera. Es por eso que hoy, con el Papa Francisco, hay que insistir, sobre todo, en que la misión de la Iglesia es de todos. «A los cristianos de todas las comunida­des del mundo, quiero pediros especialmente un testimonio de comunión fraterna que se vuelva atractivo y resplandeciente. ¡Estamos en la misma barca y vamos hacia el mismo puerto! Pidamos la gracia de alegrarnos con los frutos ajenos, que son de todos» (EG 99).

En efecto, para que la Iglesia llegue a todos, los que anuncian el Evangelio a los demás no pueden ser unos pocos, al contrario, tiene que llevar el atractivo de la comunión. Tampoco deben ser todos de un mismo estilo. Para llegar a todos los rincones y periferias hacen falta todo tipo de agentes pastorales, con diversos carismas y características, con diferentes formas de ser y de expresarse. Todos tienen que ser convocados y alentados para que sean misioneros a su manera. Muchos deben ser misioneros, aunque sean imperfectos. De otra manera sería imposible llegar realmente a todos. Esto supone audacia, paciencia, libertad interior, confianza en el Espíritu y una fuerte convicción de la necesidad del acompañamiento.

 Todos, sin excepción, somos misioneros

A este respecto, recuerdo lo que nos dice el Papa. Lo cito completo porque realmente merece la pena que nos dejemos iluminar por su magisterio, que se ha de convertir en un criterio de vida para todos nosotros: «En virtud del Bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero (cf. Mt 28,19). Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador, y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización llevado adelante por actores calificados donde el resto del pueblo fiel sea solo receptivo de sus acciones. La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados. Esta convicción se convierte en un llamado dirigido a cada cristiano, para que nadie postergue su compromiso con la evangelización, pues si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de Dios que lo salva, no necesita mucho tiempo de preparación para salir a anunciarlo, no puede esperar que le den muchos cursos o largas instrucciones. Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús; ya no decimos que somos «discípulos» y «misioneros», sino que somos siempre «discípulos misioneros». Si no nos convencemos, miremos a los primeros discípulos, quienes inmediatamente después de conocer la mirada de Jesús, salían a proclamarlo gozosos: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). La samaritana, apenas salió de su diálogo con Jesús, se convirtió en misionera, y muchos samaritanos creyeron en Jesús «por la palabra de la mujer» (Jn 4,39). También san Pablo, a partir de su encuentro con Jesucristo, «enseguida se puso a predicar que Jesús era el Hijo de Dios» (Hch 9,20). ¿A qué esperamos nosotros?» (EG 120).

La vitalidad de la Iglesia reside en la fuerza del Bautismo

La vitalidad de la Iglesia reside en la fuerza del Bautismo que lleva a los discípulos a anunciar la sabiduría del Evangelio. Por tanto, es necesario pasar de una pastoral que llama a las personas para cubrir unas necesidades, a crear en el corazón de los bautizados la necesidad de participar, de ponerse al servicio de la Iglesia para vivir a fondo la propia y específica pertenencia eclesial y la misión. Hay que seguir insistiendo, por tanto, en el compromiso de todos.

En esta Carta, con la que quiero introducir el Plan de Acción Pastoral, llamo la atención de todos cuantos mantienen algún tipo de vínculo con la vida de la Iglesia en nuestras parroquias: practicantes ocasionales, los que participan en la misa dominical, los miembros de grupos, asociaciones, animadores de cualquier acción, como catequistas, acompañantes de adolescentes y jóvenes, voluntarios de Cáritas y miembros de las hermandades y cofradías.. A todos os pido que os involucréis en este proyecto común que tiene tantos matices y que es tan rico en objetivos y tareas a realizar. Todos sois necesarios.

Hay que cultivar la vida espiritual

Pero quiero también insistir en dos aspectos fundamentales que necesita toda participación en la vida de la Iglesia: el cultivo de la vida espiritual y la formación. La primera recomendación es, pues, que cultivéis la vida espiritual. De hecho, la renovación pastoral pasa por la experiencia espiritual de ser discípulos-misioneros. Nuestras comunidades cristianas, para ser evangelizadoras, han de estar constituidas por discípulos que se renuevan cada día espiritualmente en la fe en Jesucristo y en él encuentran el coraje, la entrega, la audacia y la razón que necesitan para la misión. Se puede decir que la evangelización es, ante todo, una experiencia espiritual, para la que hemos de ser evangelizadores con espíritu. «Una evangelización con espíritu es muy diferente de un conjunto de tareas vividas como una obligación pesada que simplemente se tolera, o se sobrelleva como algo que contradice las propias inclinaciones y deseos» (EG 261).

Con discípulos que se renuevan cada día espiritualmente

Para ser evangelizadores con espíritu, la oración ha de ocupar un lugar esencial en la vida de las comunidades. El anuncio del Evangelio tiene que ser precedido y seguido por la oración. Como recuerda el Papa Francisco: «siempre hace falta cultivar un espacio interior que otorgue sentido cristiano al compromiso y a la actividad. La Iglesia necesita imperiosamente el pulmón de la oración» (EG 262). La vida interior, cultivada en la oración y en la contemplación, fortalece las motivaciones para evangelizar: «El verdadero misionero, que nunca deja de ser discípulo, sabe que Jesús camina con él, habla con él, respira con él, trabaja con él. Percibe a Jesús vivo con él en medio de la tarea misionera» (EG 266). La presencia de Jesús se necesita realmente para evangelizar. «Si uno no lo descubre a Él presente en el corazón mismo de la entrega misionera, pronto pierde el entusiasmo y deja de estar seguro de lo que transmite, le falta fuerza y pasión. Y una persona que no está convencida, entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie» (EG 266).

Hay que cuidar una formación espiritual consistente, con una raíz eucarística y sacramental; solo así será una espiritualidad que lleve a la relación personal con el Señor y motive toda la existencia; de un modo especial en la celebración de la Eucaristía dominical, «sin la que los cristianos no podemos vivir». La formación de los laicos, discípulos del Señor, ha de ser una escuela de santidad, en la que se encuentren los elementos necesarios para conocer profundamente al Señor, para discernir su voluntad y para vivir coherentemente el Bautismo recibido.

Con el gusto espiritual de estar entre la gente

Pero, también en la contemplación, hay que cultivar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente. El gusto espiritual de un cristiano ha de estar fundado en una antropología de la esperanza, que ofrezca una comprensión del hombre que es capaz de Dios, de seguir a Cristo y de dejarse configurar por su amor. No nos hemos de olvidar nunca de que la misión es una pasión por Jesús, pero, al mismo tiempo, también es una pasión por el pueblo, al que pertenecemos. «A nosotros nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia» (EG 268). Y esto se dice de todos los discípulos del Señor, de todos los bautizados, y no solo de los sacerdotes y consagrados.

Por eso, hemos de alejarnos de un cierto maniqueísmo pastoral que solo cultiva una dimensión de la existencia cristiana. El cultivo de lo espiritual no justifica una actitud defensiva e incluso de rechazo y desprecio de la vida de aquellos con los que convivimos y a los que tenemos que evangelizar. «A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás» (EG 270).

En el doble movimiento del corazón de Jesucristo

Hemos de ser cristianos que se muevan en el doble movimiento que hace vivir a la Iglesia, el movimiento de su corazón, que, por un lado, atrae a todos sus miembros hacia el centro vital (diástole), que es Cristo, y después los envía a las periferias (sístole). Los dos movimientos son inseparables: cuanto más una comunidad testimonia la comunión fraterna y se reúnen para vivir juntos la comunión profunda con Cristo, en la escucha de su Palabra y en la participación de sus sacramentos, tanto más se convierte en misionera. Y, por otra parte, cuanto más esa comunidad vive la misión, tanto más siente el deseo de retornar al centro de su vida para oxigenarse, beber en la fuente, confrontarse con los hermanos, narrar las maravillas de Dios y coger fuerza para volver a partir.

El atractivo de una comunidad cristiana capaz de atraer a otros hacia Cristo, está en su modo intenso y comunitario de vivir la fe, la esperanza y la caridad en el seno de una comunidad fraterna. Por eso, para construir comunidades cristianas que muestren el atractivo de Cristo y la fascinación de su vida es necesario poner en primer plano la relación con él con un contacto asiduo con su Palabra. «La mejor motivación para decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo con amor, es descansar en sus páginas y leerlo con el corazón» (EG 264).

Para formar la conciencia misionera

Si la relación personal con Cristo es imprescindible para el cultivo de la conciencia misionera, también hay que cultivar una auténtica mentalidad misionera. Por eso, otro aspecto fundamental con el que se enriquece nuestra vida cristiana y nuestra participación en la misión de la Iglesia es la formación. A pesar de lo que he dicho antes, de que no todos tienen que ser doctores de teología o en pastoral para evangelizar, os digo ahora que la formación es necesaria. Cada uno ha de buscarla a su nivel, porque la Diócesis, los arciprestazgos y las parroquias la han de ofrecer a diversos niveles: básico, medio y superior. Y así lo haremos en nuestra Diócesis de Jaén, siguiendo la estela de lo bien hecho hasta ahora.

La formación ha de buscar siempre la promoción de la persona para que puedan desarrollar sus propias potencialidades y riquezas. Para ello, como acabo de decir, se han de crear ámbitos de reflexión pastoral sistemática, que potencien y enriquezcan la función que haya de realizar cada uno. Será siempre una formación orientada a la misión que cada uno esté realizando o a la que está dispuesto a realizar.

Para tener un profundo sentido de Iglesia y una mentalidad misionera es, por tanto, necesario formarse. A veces, no damos más de sí porque somos muy débiles en pensamiento pastoral. En toda la formación, además, hay que insistir siempre en la dimensión misionera de la fe y de la acción. La formación ha de educar, además, para una pastoral con evidente identidad cristiana, cosa que no siempre sucede en algunos de nuestros planes formativos. No basta en la misión la buena voluntad, es necesario entrar con seriedad en un camino formativo que consolide la fe en el corazón y en la inteligencia al mismo tiempo.

Testigos del Señor en el mundo

En la formación misionera de los laicos habrá que poner de relieve que su campo de misión es sobre todo el mundo: el de la familia, la escuela, la economía, el trabajo, lo social, la política. Es necesario formar guías para la intemperie de la historia, especialmente en esta Iglesia en salida. Se necesita mucho personal, con especialidades distintas, en las tareas a realizar en el hospital de campaña que, querámoslo o no, es ahora la Iglesia para muchos heridos en el camino de la vida. Y, sobre todo, se necesita que estén muy curtidos para transitar por las periferias existenciales, terreno por el que hay que andar con mucha solidez, para que el amor y la verdad estén en plena sintonía.

Sobre todo los laicos, han de formarse para la penetración de los valores cristianos en el mundo social, político y económico. Para eso hay que hacer penetrar en todos los procesos de formación o catequesis de niños, adoles­centes, jóvenes y adultos la urgencia y la convicción de que el Evangelio responde a las necesidades más profundas de las personas y que una existencia de fe hace necesaria la vida en Cristo.

Habría que hacer, por tanto, una nueva apologética de la fe cristiana, que se muestre capaz de hacer una buena defensa de lo humano y de decir que el Evangelio es una verdad que unifica y libera. Hay que poner de relieve la capacidad «humanizante» del Evangelio. La pastoral, por tanto, exige una formación teológica sólida, una actitud espiritual honda y motivadora, una peculiar actitud para leer los signos de los tiempos y una especial habilidad pedagógica y comunicativa (cf. Víctor Manuel Fernández, Conversión pastoral y nuevas estructuras, p. 31).

 

IV CON UN ESTILO DOMÉSTICO POPULAR

La misión en el corazón del pueblo cristiano

Con esas actitudes espirituales y con esa formación recomendada creceremos en la convicción de que evangelizar «no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme» (EG 273). Todos deberíamos poder sentir y decir cada día: Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo. Como nos recuerda el Papa Francisco: «Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar» (EG 273).

Nuestras parroquias han de ser artesanas de la convicción misionera de todos aquellos que viven en comunidad como discípulos misioneros: «La parroquia no es una estructura caduca; precisamente porque tiene una gran plasticidad, puede tomar formas muy diversas que requieren la docilidad y la creatividad misionera del Pastor y de la comunidad. Aunque ciertamente no es la única institución evangelizadora, si es capaz de reformarse y adaptarse continuamente, seguirá siendo la misma Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas. Esto supone que realmente esté en contacto con los hogares y con la vida del pueblo, y no se convierta en una prolija estructura separada de la gente o en un grupo de selectos que se miran a sí mismos. La parroquia es presencia eclesial en el territorio, ámbito de la escucha de la Palabra, del crecimiento de la vida cristiana, del diálogo, del anuncio, de la caridad generosa, de la adoración y la celebración. A través de todas sus actividades, la parroquia alienta y forma a sus miembros para que sean agentes de evangelización» (EG 28).

Una Iglesia con rostro de madre

Al interiorizar estas palabras del Papa Francisco, se puede decir que el pueblo está en el corazón mismo de la parroquia. Todos los impulsos espirituales del pueblo nacen en ella y en la parroquia se manifiestan. Por eso, nada de lo que en el ámbito parroquial sucede le puede ser ajeno, aunque no siempre lo que sucede sea del agrado de quienes tienen la responsabilidad de animar y dirigir la pastoral parroquial. Es por eso que la renovación pastoral se ha de asentar entre nosotros, andaluces de Jaén, en comunidades que se convierten pastoralmente, se renuevan en la creatividad de los más audaces, pero que, sin embargo, nunca se olvidan de sus propias características. Por eso, le hemos de dar a nuestras parroquias un rostro doméstico popular, que sea capaz de acompañar a cada persona una a una. «Deseo una Iglesia alegre con rostro de madre, que comprenda, que acompañe, que acaricie» (Papa Francisco, Catedral del Florencia, 10 de noviembre de 2015).

Haremos muy bien si adoptamos en el itinerario de acompañamiento y acogida que propone Amoris laetitia: ACOMPAÑAR, DISCERNIR E INTEGRAR LA FRAGILIDAD. La Iglesia ha de ser un lugar en el que todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio (cf. EG 114). «La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie» (EG 23). Es por eso que no podemos armar «una pastoral de guetos y para guetos» (Papa Francisco, El camino de la familia en Roma, junio de 2016). «La identidad cristiana no se hace en la separación, sino en la pertenencia, mi pertenencia al Señor. No separarme de los otros para que no me contagien» (idem).

Al servicio de una identidad cristiana en pertenencia

Así describe el Papa cómo quiere la Iglesia: «Una Iglesia que presenta estos tres rasgos —humildad, desinterés, bienaventuranza— es una Iglesia que sabe reconocer la acción del Señor en el mundo, en la cultura, en la vida cotidiana de la gente. Lo he dicho en más de una ocasión y lo repito una vez más hoy a vosotros: «prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos» (EG 49)» (Florencia, 17 de noviembre de 2015). En efecto, siempre hay que evitar «una lógica separatista». «La Iglesia está llamada siempre a ser la casa abierta del Padre. Uno de los signos concretos de esa apertura es tener templos con las puertas abiertas en todas partes» (EG 47).

Hay una espiritualidad místico popular

La opción por lo popular ha de llevar a reconocer que hay una espirituali­dad, una mística popular. La piedad popular, en efecto, «refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer» y que «hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe» (EN 48). «Una cultura popular evangelizada contiene valores de fe y solidaridad que pueden provocar el desarrollo de una sociedad más justa y creyente, y posee una sabi­duría peculiar que hay que saber reconocer con una mirada agradecida» (EG 68). Esto, evidentemen­te, es para nosotros un reto: saber aprovechar la fuerza evangelizadora de la piedad popular.

En nuestra Diócesis tenemos una religiosidad popular manifies­tamente activa; naturalmente como tantas cosas en la vida de la Iglesia, santa y pecadora, también en esto manifiestamente mejorable. No se pude negar que ciertas actitudes y formas de algunos en los ámbitos de la religiosidad popular pueden crear confusión por ser ajenas a los valores y las actitudes de la vida de la Iglesia. Pero lo que es evidente es que tenemos un pueblo con un corazón claramente marcado por un profundo sentido religioso, que en muchos casos y en muchas manifestaciones presenta esos emocionantes valores que Pablo VI le reconocía en la Evangelii Nuntiandi 48: «Cuando la piedad popular está bien orientada, sobre todo mediante una pedagogía de evangelización, contiene muchos valores. Comporta un hondo sentido de los atributos profundos de Dios: la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante. Engendra actitudes interiores que raramente pueden observarse en el mismo grado en quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana, desapego, aceptación de los demás, devoción».

Sin negarnos a purificar y educar

Mientras existan estos quilates de santidad, colocados en el corazón de los más sencillos, hemos de cultivarlos allí donde ellos se mueven; teniendo en cuenta que es en esas expresiones religiosas como les ha llegado la fe y en las que ellos se manifiestan como cristianos. Naturalmente no hemos de renunciar a apuntalar en lo esencial estas formas de fe, pues, en ocasiones, necesitan ser purificadas y educadas (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1688). Para que esto sea posible, hemos de ocuparnos de que se sientan a gusto en la comunión de la Iglesia, que para la piedad popular es su casa legítima, su única y verdadera casa. Y porque es su casa, todos juntos hemos de trabajar para que caminen en la unidad del pueblo cristiano, y pongan también ellos sus posibilidades de evangelizar, porque lo repito: la religiosi­dad popular es un punto de partida muy importante para la evangelización.

A la religiosidad popular le hemos de pedir siempre que se sienta cómoda en una Iglesia que quiere estar en estado permanente de misión. «Para llevar a cabo la nueva evangelización, dentro de un proceso que impregne todo el ser y quehacer del cristiano, no se pueden dejar de lado las múltiples demostracio­nes de la piedad popular. Todas ellas, bien encauzadas y debidamente acompañadas, propician un fructífero encuentro con Dios, una intensa veneración del Santísimo Sacramento, una entrañable devoción a la Virgen María, un cultivo del afecto al Sucesor de Pedro y una toma de conciencia de pertenencia a la Iglesia. Que todo ello sirva también para evangelizar, para comunicar la fe, para acercar a los fieles a los sacramentos, para fortalecer los lazos de amistad y de unión familiar y comunitaria, así como para incrementar la solidaridad y el ejercicio de la caridad» (Benedicto XVI, Participantes de la Asamblea Plenaria de la Comisión Pontificia de América latina, 3).

Corazón místico del pueblo cristiano

Llamo a las Juntas de Gobierno de nuestras Hermandades y Cofradías a esta preciosa labor de incorporar con naturalidad la piedad popular a la vida ordinaria de las parroquias. Recuerden que el esplendor del culto público al que sirven, siempre será más espléndido si nace del culto espiritual que siempre pone el corazón sencillo de los verdaderos sujetos de la piedad popular, la multitud de devotos y devotas. Ellos son «el corazón místico del pueblo cristiano entre los más sencillos de nuestros pueblos. La renovación misionera que buscamos hemos de hacerla siempre bajo el signo de María y en la fecundidad de la cruz de Cristo» (Cardenal Pironio, La evangelización de América Latina, 116). María conduce a Cristo, su Hijo, y Cristo nos da a María, su Madre, como nuestra Madre. ¿No es así como se describe teológica y espiritualmente un desfile procesional? ¿No es esa la lectura espiritual que habríamos de hacer cada uno de nosotros, como la esencia de cómo se manifiesta públicamente el misterio de Cristo en la fe popular de la Iglesia?

En la comunión de la Iglesia

En la medida que pueda, trabajaré como pastor de la Iglesia por el más profundo respeto por la piedad popular, pero también para que manifieste el misterio del que vive y al que sirve, que no es otro que la fe en Jesucristo, en la vida de fe de la Iglesia, bajo la guía de los pastores. Haré en este año todo cuanto pueda para que la comunión de la Iglesia, en la que buscamos nuestra conversión pastoral, sea una experiencia especialmente real y lograda en el mundo nuestras Hermandades y Cofradías. Por esto les pido a todos cuantos participan activamente al servicio de la piedad popular que afiancen su sentido de comunidad cristiana y que trabajen por fortalecer su pertenencia a la Iglesia diocesana. Les invito a que tengan en cuenta, y lo incorporen a su experiencia cristiana, todo lo dicho en el capítulo referido a la comunión.

En Jesucristo y María Santísima

En fin, a todos os recuerdo por dónde hemos de ir en esta Iglesia domésti­co-popular, y cuál ha de ser la orientación que hemos de llevar: «Cristo es el centro, un centro centrado en el Padre por el Amor del Espíritu, y María, que no es el centro, por la gratitud divina siempre está en el centro». Hermoso texto, hermosa lección de teología y maravillosa orientación para nuestra fe. Nosotros hemos de ponerle nombre, entre las mil devociones cristológicas y marianas que contemplamos en nuestras parroquias. Al referirme a Cristo como centro, lo nombro como «Nuestro Padre Jesús, El Abuelo», y cuando os hablo de María me refiero a la Santísima Virgen de la Cabeza. Naturalmente, no me olvido de invocar a ninguna de las devociones a Cristo y a la Virgen María, que hay tan arraigadas en nuestra Diócesis de Jaén.

Jaén, 8 de septiembre, Natividad de la Santísima Virgen, de 2017

Amadeo Rodríguez Magro
Obispo de Jaén

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