Carta del Obispo: Para transitar por el buen camino de la Pascua, con el sueño misionero de llegar a todos
10 abril de 2017Me he propuesto escribir esta carta para compartir con vosotros lo que siento que nos va a suceder durante los días que se avecinan y que conocemos y veneramos como la Semana Santa. Durante estas próximas jornadas se evocan y renuevan acontecimientos, que sucedieron en un pasado y que, sin embargo, llegan hasta nosotros no sólo para que los celebremos, sino también para que podamos vivir de ellos. La Iglesia, en sus comunidades cristianas, ha mantenido viva a lo largo de todas las generaciones la experiencia del “misterio pascual” de Jesucristo, su pasión, su muerte y su resurrección. La liturgia de la Iglesia lo celebra en tres días con fe, piedad y belleza.
Para un encuentro personal con Cristo
La motivación que ha mantenido intacto nuestro interés por la Semana Santa, e incluso lo ha acrecentado, no ha sido otra que la fe; es el encuentro personal e íntimo con Jesucristo lo que nos motiva cada año a celebrarla con tanta pasión. Pero es bueno que nos fijemos en lo que motivaba a los primeros que celebraron la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Ellos no sólo evocaban sino que actualizaban en sus vidas ese misterio redentor. En los tiempos iniciales del cristianismo estos días, estas fiestas eran las del nacimiento de muchos cristianos a la vida nueva por el Bautismo. Por eso haríamos muy bien en dejar que para nosotros fuera la renovación de lo que cada uno somos en Cristo muerto y resucitado, que recordáramos que somos hombres y mujeres nacidos a la fe y a la vida cristiana por el baño bautismal. Todo sucede al pasar por donde Jesucristo pasa: de la muerte a la vida.
El Jueves Santo Jesús pone en marcha un acto de amor
Para que entendamos y vivamos a fondo estos días, que son los de nuestro destino, lo mejor es que recordemos que Jesucristo hace de su vida una ofrenda de redención: él la entrega para que el corazón amoroso de Dios la convierta en vida para cuantos crean y vivan en él. Lo que Dios hace en Jesucristo esos días santos lo hace para ser y estar con nosotros. Su deseo es que cada hombre pueda ser y vivir con Él y para Él. Lo hace todo para que seamos santos como Dios es Santo. Por eso, para que la eficacia de la primera vez no se agotase jamás, Jesús el Jueves Santo anticipa la entrega de su vida en un gesto sacramental, que la Iglesia va a celebrar como centro, fuente y culmen de su vida. “Haced esto en memoria mía” es el mandato que pone en marcha un acto de amor que se renueva permanentemente para nosotros y para nuestra salvación. Por el Sacramento eucarístico Jesús incorpora a los fieles a su propia “Hora”; de este modo nos muestra la unión que ha querido establecer entre Él y nosotros, entre su persona y la Iglesia” (Sacramentum Caritatis, 14).
Todo lo sitúa Jesús en un banquete de fraternidad, la cena pascual, y lo enriquece con un gesto de servicio, que también nos invita a repetir entre nosotros. Jesús quiere que el pan y el vino, que es su cuerpo entregado y su sangre derramada, se reciban y se conviertan en amor y servicio. En aquella cena íntima y familiar Jesús se muestra a los suyos en toda su verdad: como el Servidor que salva desde el amor. Y la cruz redentora de Cristo se actualiza cuando, como Jesús, el sacerdote pronuncia las palabras de consagración sobre el pan y el vino. De ahí que lo que sucede en la Eucaristía es un profundo y permanente movimiento divino de renovación en vida nueva para cada cristiano y para toda la Iglesia.
Por eso cada uno de nosotros hemos de situar nuestro Jueves Santo en el de Jesucristo con sus apóstoles: el gesto de servicio de Jesús y su posterior consejo de que le imitemos no nos puede quedar indiferentes ante tantos pies heridos que necesitan ser lavados para recuperar vida, descanso, dignidad, hogar… para encontrar el servicio, la acogida, la cercanía de una Iglesia y de unos cristianos, que no pueden seguir estando alejados de la vida concreta sufriente y desorientada de tantos de nuestros hermanos y hermanas. Tenemos que acercarnos al dolor, la cruz y la pasión de tantos hombres y mujeres que hoy necesitan ser mirados con la compasión y la misericordia de Jesucristo. Y eso sólo podemos hacerlo los que creemos y vivimos en él. Todos pueden y deben amar, nosotros amamos en Cristo.
La gratitud y el compromiso del Viernes Santo
El Viernes Santo se adora la cruz, se recibe el amor con gratitud y se espera la vida que se nos da en el árbol fecundo. Así lo vio el gran pintor Masaccio, uno de los pioneros del renacimiento, al rematar la cruz con un árbol, símbolo de la resurrección. En el árbol donde estuvo por amor el esqueje de la muerte se injertó la vida que, por amor, Dios nuestro Padre nos da en Jesucristo Resucitado. La meditación de un cristiano en Viernes Santo sólo puede tener un sentimiento de gratitud: “Me amó y se entregó por mí” (Ga 216). En realidad la cruz es siempre salvación que me libera de mis pecados y me abre las puertas de una vida nueva. Es por eso que la Iglesia nos alienta con esta recomendación preciosa en la liturgia de ese día: “Mirad el árbol de la cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo”. “Jesús transformó la pasión, su sufrimiento y su muerte, en oración, en un acto de amor a Dios y a los hombres. Por eso, los brazos extendidos de Cristo crucificado son también un gesto de abrazo, con el que nos atrae hacia sí, con el que quiere estrecharnos entre sus brazos con amor. De este modo, es imagen del Dios vivo, es Dios mismo, y podemos ponernos en sus manos.” (Benedicto XVI, Santuario de Mariazell, 8 de septiembre de 2007).
Por eso la Cruz es siempre un compromiso en favor de los crucificados en Cristo. Es más, al Crucificado ya no se le ve nunca en su rostro, sino en el del dolor de todos los crucificados por el odio, la injusticia, la guerra, el desprecio… Por desgracia, el ser humano nunca perdió la capacidad de crucificar y, para mayor desgracia, todos los verdugos tienen una enorme capacidad de hacer cómplices, sobre todo en la multitud de los indiferentes. ¡Cuántas cruces intencionadamente construidas atrapan a hombres y mujeres de este mundo, siempre víctimas inocentes, entre las que abundan los niños! Son las víctimas de las guerras, del terrorismo, de toda clase de violencia. Ante todo lo que sucede a nuestro alrededor hemos de preguntarnos siempre: ¿Dónde está Dios? Y cerquita de Él, a su lado hemos de estar nosotros. Dios está con su amor junto al hombre que está en la cruz. Dios sube a la cruz y entra en la muerte, porque a la cruz sube cada ser humano; y Dios está a su lado para llevarlo a la vida. La cruz como lugar del amor, y embellecida por la certeza de la resurrección, es siempre el camino que nos lleva a un nuevo destino: el de ser hombres y mujeres nuevos en el amor de Cristo. Es el lugar de exclamar, como Santo Tomás: ¡Señor mío y Dios mío!
El día del silencio que espera y confía
Luego viene el Sábado Santo, que es el día del silencio que espera y confía, las dos actitudes que todos leemos en el corazón de la Madre. Con Ella hemos de percibir la belleza de la resurrección mientras se está gestando. Se cuenta que el gran director de cine Cecil Blount De Mille se encontraba un día sobre un lago, leyendo en una canoa. De pronto observó a un pequeño gusano que subía trabajosamente por el costado de la barca. Dejando su lectura, se puso a observar el gusano y siguió sus movimientos con la vista, hasta que el animalito se quedó quieto. Entonces el director volvió a ensimismarse en su lectura. Bastante tiempo después volvió a mirar a la larva y se quedó admirado: la piel del animal se había abierto y de ella salía primero una cabeza, luego unas alas y, por fin, la cola. Era una libélula que echó a volar al viento, en libertad. De Mille tocó cuidadosamente la cáscara seca de la piel y escribió: “Ya no es más que una tumba”.
De fiesta en el corazón de la fe
Entonces llega la Vigilia Pascual, que es la madre de todas las vigilias y la más bella fiesta de quien sabe celebrar lo más auténtico y hondo de su espiritualidad bautismal. La Vigilia Pascual es una catequesis que nos hace tomar conciencia del misterio de la fe. A lo largo de la celebración nuestra vida se sumerge en su vocación: nos convierte en un pueblo de discípulos que caminan tras su Señor. Todo esto hace de la Vigilia Pascual una oportunidad única para el encuentro con Cristo vivo y para la inserción en el Cuerpo de Cristo. En realidad, la Vigilia Pascual es la cumbre hacia la que nos dirigimos siempre los cristianos: es el corazón mismo de la fe, porque es la celebración de la Pascua de Cristo, su paso de la muerte a la vida.
Esto lo hacemos cada año con paz y alegría, en cinco grandes momentos celebrativos:
- Al primero de los momentos los cristianos acudimos desde la calle, desde la vida en búsqueda de la luz pascual, que nos atrae en medio de la noche y nos invita a caminar tras ella. La seguimos porque es la luz que nos salva. Ser cristiano es encontrar en la noche al que es la luz, dejarse iluminar por Él y seguirlo.
- En un segundo momento nos situamos en la escucha de la Palabra Viva de Dios. En ella se nos hace ver, lectura a lectura, por qué esta es una noche para los cristianos de verdadera felicidad. Poco a poco estas lecturas nos narran la historia de la salvación en sus pasos más significativos; hasta que, al final, la Palabra nos muestra la plena revelación de Dio, que se ha manifestado en Jesucristo muerto y resucitado. Es entonces cuando estalla el aleluya y le pone tono de alegría y felicidad a la Pascua cristiana.
- El tercer momento de la Vigilia Pascual nos recuerda que por obra de Jesucristo somos hijos adoptivos de Dios, Padre suyo y nuestro. Es el momento sacramental en el que los catecúmenos reciben el Bautismo, la Confirmación y todos nosotros renovamos las promesas bautismales. Es el tiempo definitivo de inserción en Cristo en el seno de la Iglesia.
- Todo el itinerario de la Vigilia Pascual converge en el altar, en la Eucaristía. Es en este cuarto momento cuando nos unimos a Cristo, que ha pasado por la muerte, y es allí donde participamos de la promesa de vida que el camino de la fe lleva en germen para cada cristiano.
- En un quinto momento, que está al final de la celebración de la Vigilia Pascual, después de haber reconocido a Jesucristo Resucitado en el partir el pan, volvemos de nuevo, tras recibir la bendición para el camino, a los lugares de la vida ordinaria. Lo hacemos fortalecidos por lo que hemos vivido en esa noche santa. Al salir del templo resuenan en nosotros de una manera especial las palabras de Jesús: “Como el Padre me ha enviado, os envío yo también” (Jn 20,21). Se nos envía a ser testigos del Señor. Porque esta es la invitación que recibimos: “Toda lengua proclame que Jesús es Señor” (Fl 2,11). Y nosotros en Jaén comenzamos la Pascua conscientes de que estamos en camino hacia el sueño misionero de llegar a todos.
Una Pascua con muchas extensiones
Todo este misterio que celebramos en estos días santos se ve embellecido en la vida cristiana de nuestras diócesis con muchas experiencias complementarias, entre las que hay que destacar los ejercicios de piedad y los desfiles procesionales. Estos tienen el precioso valor de mostrar el misterio con unas bellas y devotas catequesis; pero, sobre todo, son la prolongación en las calles y plazas de la celebración de los misterios de la fe que hemos celebrado en la preciosa liturgia que acabo de evocar y que los cristianos celebramos desde los primeros pasos de la fe de la Iglesia. De un modo u otro, la muerte y resurrección de Jesucristo llega a muchos y, si es acogida, se plasma en la vida de muchos: se convierte en una vida de fe, en la confianza de que en Cristo se tiene la esperanza cierta de una vida nueva, y se plasma en la caridad cuando servimos a los pobres, con los que Jesucristo se identifica.
Con obras y palabras, al modo de Jesús, él espera de nosotros que le mostremos a los demás, que él vive en nosotros, y que le digamos, sobre todo a los que están en las periferias de la vida con el corazón paralizado para la fe y el amor y, por tanto en espera de que alguna vez pase por su lado el poder de Dios: “En nombre de Jesucristo Resucitado levántate y anda” (Hch 3,6). Tras la Pascua hemos de saber andar por la vida con la misma confianza en el poder salvador de Dios con que caminaron por Jerusalén y por el mundo Pedro, Juan y los demás apóstoles. Así podremos repartir vida nueva pascual en una Iglesia pascual.
Feliz Pascua de Resurrección a todos.
+ Amadeo Rodríguez Magro,
Obispo de Jaén