Carta Pastoral: “Menores migrantes, vulnerables y sin voz. Reto y esperanza”
13 enero de 2017Como sucede casi siempre, y no es mi intención presumir, sino servir, la Iglesia Católica, movida por su fe en Jesucristo y por sus raíces y valores evangélicos, ha tomado la iniciativa ante grandes cuestiones y problemas sociales. En el caso de la emigración ha sucedido también esto: desde hace 103 años, por iniciativa de Benedicto XV, se está celebrando, con un nombre u otro, la Jornada Mundial del Emigrante y el Refugiado. Se convoca como un reclamo a tomar conciencia ante un problema mundial que nunca ha dejado de estar presente en nuestro mundo; de vez en cuando, en cualquier parte del planeta y en determinados momentos de la historia, emerge con especial virulencia, casi siempre al hilo de acontecimientos bélicos.
Esta Jornada es, por tanto, una llamada a la responsabilidad de los católicos y de cuantos hombres y mujeres del mundo entero quieran sumarse a nosotros. De hecho, hasta las Naciones Unidas se han unido en un momento determinado, creando, en el año 2000, el Día Internacional del Migrante. A esta responsabilidad se nos llama de un modo especial en 2017, porque este problema mundial, el de los grandes movimientos migratorios, ni un solo día deja de ser noticia entre nosotros ni deja de tener carácter de emergencia.
No obstante, como el problema es tan amplio, este año la Jornada Mundial, sin olvidarse de todos, se dedica especialmente a los niños: “Menores migrantes vulnerables y sin voz. Reto y esperanza”, es el lema. Es un reclamo a nuestro corazón y a nuestra acción para que nos situemos en la voz y en la mirada de los niños migrantes, de esa multitud de niños que, solos o acompañados, han solicitado asilo en esta Europa nuestra, que, hoy por hoy, está llamada a ser casa de acogida digna de cuantos huyen del hambre o de la guerra.
Sin embargo, haremos lo adecuado, si el adjetivo de “migrantes” lo separamos de su condición de niños. El sólo hecho de ser niños debería ser un gran desafío para todos nosotros; porque en primer lugar son niños y sólo después refugiados o migrantes. Por ser niños, el interés por ellos ha de ser siempre primordial: de nuestra acogida depende su propia identificación como persona y, además, su horizonte vital. Cada uno crecerá según la acogida que le prestemos.
Dicho lo dicho, considero que para crear un buen sentido humano y cristiano ante este problema no hace falta argumentar más. Pero, si aún necesitáis un empujón, me apoyo en el Mensaje del Papa para esta Jornada: “Los niños constituyen el grupo más vulnerable entre los emigrantes, porque, mientras se asoman a la vida, son invisibles y no tienen voz: la precariedad los priva de documentos, ocultándolos a los ojos del mundo; la ausencia de adultos que los acompañen impide que su voz se alce y sea escuchada. De ese modo, los niños emigrantes acaban fácilmente en lo más bajo de la degradación humana, donde la ilegalidad y la violencia queman en un instante el futuro de muchos inocentes, mientras que la red de los abusos a los menores resulta difícil de romper”.
A vosotros, queridos diocesanos, os animo a que en esta Jornada cultivéis el sentido de la acogida, que ante todo es una actitud, la que luego nos ha de empujar a hechos concretos. Esta Jornada puede y debe ser una buena ocasión para que juntos hagamos un compromiso de acogida, sin condiciones ni rebajas, a quienes han tenido que dejar personas, casa, tierra, cultura, pasado… y ahora llaman a nuestras puertas. Le pido de un modo especial a los sacerdotes que no dejen de hacer mención en la Eucaristía dominical, en el momento que consideren oportuno, sobre la preocupación y llamada que en este domingo 15 de enero hace la Iglesia Católica. Si, además, de eso, hacéis algún acto específico, seguro que acrecentará nuestra conciencia sobre esta obra de misericordia. Como sabéis muy bien, hay asuntos que son de todos; pues bien, no os quepa ninguna duda de que las migraciones es uno de ellos. Es verdad que hay hermanos nuestros que tienen esta sensibilidad más a flor de piel, porque así lo perciben como exigencia de su fe y de su vocación humana y cristiana; pero no olvidemos nunca que el emigrante está en las entrañas de nuestra condición de cristianos: lo fue el Niño Dios, recién nacido, que tuvo que emigrar con sus padres a Egipto.
Con mi afecto y bendición.
+Amadeo Rodríguez Magro
Obispo de Jaén