Carta Pastoral: «Tiempo de Gloria, tiempo de María»

16 abril de 2018

Considero un gran detalle por parte de las Hermandades y Cofradías que custodian las imágenes de las devociones que se celebran en los días de gloria, que se me pida un mensaje que recoja en sentido que el Obispo, como maestro de la fe en la Diócesis, le da a la celebración del tiempo de Pascua; de un modo especial me lo piden las devociones que tienen como protagonista a la Santísima Virgen, celebrada en estos días como Madre del Resucitado. Por mi parte, lo hago con gusto porque me da la oportunidad de situar a María en la misión de su Hijo. Donde está Cristo, allí está la Madre, sobre todo cuando tenemos en cuenta el misterio que el Papa Francisco nos ha invitado a celebrar, con especial solemnidad y fervor, el lunes de Pentecostés: el de María, Madre de la Iglesia

Durante la Pascua, el Señor Resucitado ha ido reuniendo en torno a sí a aquellos que se dispersaron a causa de su muerte: a las mujeres, a los discípulos, y a los simpatizantes… A todos les ha ido mostrando su vida resucitada y les ha llevado a reconocerle como el mismo al que conocieron, amaron, escucharon y siguieron encarnado, crucificado e incluso muerto, es decir, con vida y rostro humano, venido entre nosotros para salvarnos. A ese Jesús, ahora todos le reconocen con vida nueva y transfigurada, o sea, como Resucitado; todos y unidos vieron y creyeron que Jesús había sido elevado a la gloria por el Padre y que, de esa manera, nos atraía a todos hacia Él, para que participáramos de su misma Vida.

Entre los que le reconocieron resucitado estaba naturalmente María, aunque Ella sólo aparezca en la Biblia al final de la obra Pascual que realiza su Hijo, y que culmina con la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia y la fortalece en la misión de Evangelizar. “Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y María, madre de Jesús y con sus hermanos” (Hch 1,14).

También la Madre fue preparada para acompañar el envío que recibieron los discípulos de iniciar la misión de dar los primeros pasos en el anuncio de la buena noticia, del kerygma. Nos gusta imaginar que María se encontró con su Hijo Resucitado y mantuvo con Él una íntima y exclusiva conversación. Ella puso a disposición de la misión que Jesús le encomendó a la Iglesia todo lo que había ido guardando en su corazón. Se puede muy bien decir que la primera discípula del Resucitado fue su madre. Lo que hasta ahora para Ella había sido el fruto de una relación tan maravillosamente humana, como era el poder observar con admiración, atención e incluso con dolor el misterio de la vida terrena de Jesús, a partir de la Resurrección, en la Virgen Madre del Redentor todo fue fe y disponibilidad para anunciar, cantar, vivir y servir en la Iglesia las maravillas de Dios. María en la fe acogió la nueva vida de su Hijo Jesucristo y, en la fe, vivió el nuevo corazón y la nueva alma con que se iba formando la vida de la Iglesia, teniéndola a ella como Madre.

Todo lo que había ido sucediendo en el corazón de los discípulos y discípulas del Señor sucedió también en la Virgen María: Ella reconoció a su Hijo como “el Señor”; y también sintió en su corazón el grito interior de la fe, y le dijo: “Señor mío y Dios mío”.  Durante la Pascua del Señor, todo en María iba preparando su corazón para poder participar en cuerpo y alma del misterio pascual en su Asunción a los cielos, donde será coronada también como Reina y Señora de todo lo creado.

Pero antes de este privilegiado destino de la Madre, Ella participa del misterio de la muerte y resurrección de Jesús con la Iglesia, que echó a andar teniéndola como miembro eminente. Por eso siempre la Iglesia celebró con alegría pascual a la Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra. En nuestra tierra giennense eso lo hacemos con multitud de advocaciones, situadas justamente en el clima y el tiempo del gozo pascual. Lo hacemos porque es Madre de Jesucristo y también porque lo es de la Iglesia. En María va siempre unida esta doble misión: si es Madre de Cristo, también lo es del Cuerpo Místico de Jesucristo. La maternidad divina de María está unida a la obra de su Hijo, Jesús el Redentor. En la misma cruz, Jesús le encomendó esta misión: la de ser nuestra Madre.

La Iglesia contemporánea, que se muestra siempre tan mariana, nos ha recordado esta vinculación maternal de la Virgen con la Iglesia. El Beato Pablo VI, al concluir la tercera sesión del Concilio Vaticano II, declara que la Bienaventurada Virgen María es “Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el Pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores, que la llaman Madre Amorosa, y estableció que de ahora en adelante la Madre de Dios fuera honrada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título”.

A nosotros, esta celebración de María, y todas las que celebremos en este tiempo de gloria, entre las que cito a la Santísima Virgen de la Cabeza, patrona de la Diócesis y a la de la Capilla, Patrona de la ciudad de Jaén, así como cada una de las que celebramos en nuestras ciudades y pueblos, nos ayudará a recordar tres cosas fundamentales: que el crecimiento de la vida cristiana debe de fundamentarse en el misterio de la Cruz; que debe renovarse en la ofrenda de Cristo en el banquete eucarístico; y que debe inspirarse  en la Virgen oferente, Madre del Redentor y de los redimidos.

Si somos muy marianos, seremos muy de Cristo, seremos muy eucarísticos, seremos muy eclesiales y seremos muy próximos y hermanos de todos los hombres, hijos siempre de la misma Madre, la que nos dio Jesús desde su Cruz Salvadora.

Con todo mi afecto y bendición.

Amadeo Rodríguez Magro
Obispo de Jaén

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