Sólo Dios puede salvarnos. Una reflexión sobre la naturaleza humana.

31 julio de 2019

¿Cuál es la naturaleza moral del hombre? ¿Somos buenos por naturaleza pero la sociedad nos corrompe como planteaba Rousseau?  ¿Somos como lobos enfrentados unos a otros como señalara Hobbes retomando la expresión de Plauto? Lo cierto es que el aforismo senequiano “el hombre es algo sagrado para el hombre” no deja de ser, como tantas otras, una bella idea desmentida por la historia. No hace muchos años Robert Cloninger y Rober W. Sussman publicaban “Origins of Altruism and Cooperation[1] obra en la que intentaban demostrar la bondad natural del hombre, sin embargo la realidad es muy tozuda y pone totalmente en entredicho esta tesis. Para el cristianismo, sin embargo, la naturaleza humana es una naturaleza caída y necesita ser rescatada, sanada, en definitiva salvada. Esta es una  visión  que se ve  refrendada  por la historia en general  y por nuestra historia personal.

La mayoría de las personas  tienen una visión de la vida, un conjunto de creencias sobre el significado de la existencia humana, su naturaleza y su propósito. Hoy día está muy extendido una especie de humanismo que aúna dos ideas. La primera tiene que ver con la creencia en la racionalidad y bondad de los seres humanos. Es cierto, piensan, que el comportamiento de muchas personas no responde a este canon. En todo caso, argumentan, esto se debe a la educación recibida, a su cultura o a cualquier otra cuestión, pero no provendría de su naturaleza.  La segunda idea es que la religión en esto poco tiene que ver. La religión es vista como un asunto personal, algo del gusto de cada uno que depende en gran parte del temperamento que se posea.  Consideran que a   algunos la religión puede parecerles esencial, pero que vista objetivamente   es inútil en los asuntos fundamentales y generales de la especie humana. La secularidad con sus técnicas, su visión de la realidad y sus potencialidades puede ser  suficiente para crear una vida plena sin religión. La religión a lo sumo serviría para adornar los compromisos éticos, los absolutos morales de paz y justicia universal. Pero estos compromisos no necesitan de la religión para ser respaldados. En esta especie de humanismo secular la religión, incluso la filosofía, parecen irrelevantes. Es el triunfo de la visión Rousseauniana tan influyente en la pedagogía actual y también en una especie de sociología popular.

Así pues, la mayoría de las personas se considera buena, claro con algún que otro defectillo, pero buenos al fin y al cabo, así se piensa que es la gente “normal”, salvo ese puñado de corruptos egoístas que enturbian la idílica realidad. La cuestión es que esta visión es todo menos verdadera. Basta que la urdimbre de nuestra sociedad burguesa comience a deshacerse para que todo cambie y empiece a manifestarse otro rostro. La historia es pródiga en ejemplos tal es así que el mal puede llegar a banalizarse del todo como criticaba Hannah Arendt [2]. Pongamos como botón de muestra la experiencia de Landon Gilkey, narrada en Shantung Compound: The Story of Men and Women Under Pressure[3]. Durante la segunda guerra mundial  los japoneses reubicaron a unos 2000 occidentales  en el campamento región de Shantung, se trataba de un arresto preventivo con algunos tintes de campo de concentración. Gilkey  describe como las personas  en aquella situación comenzaron a mostrar una naturaleza que distaba mucho de lo que antes aparentaban, más aún de lo que ellas mismas creían que eran.  Desde luego el relato de Gilkey hace que ese humanismo secular que cree en la bondad y racionalidad natural del hombre empiece a verse como algo ingenuo. Podríamos citar aquí decenas de historias similares. Lo que suelen desvelar estos casos es que los seres humanos, en general, somos interesados y egoístas pero que hemos encontrado formas ingeniosas de esconder nuestros auténticos motivos, poco edificantes por cierto, con el lenguaje moral y racional.

Seamos realistas, son pocas las personas capaces de autosacrificarse por los demás, de hecho, la solidez moral de la que podemos estar convencidos no es tan fuerte como pensamos. El hombre promedio cuando se enfrenta a un caso claro de injusticia no suele involucrarse si esto le puede acarrear un perjuicio. Uno puede razonar al estilo del influyente J. Rawls: “Amigo, la lógica te enseña   que debes comportarte de manera justa por tu propio interés, porque   cuando tú necesites un trato justo también se hará contigo”. Entonces uno piensa: “fíjate, basta recurrir a la razón para establecer un orden justo”. Excelente lógica pero llega el momento donde la realidad pone a prueba estas ideas y resulta, que precisamente aquel que fue educado en estos parámetros  no suele actuar así  sino todo lo contrario, su interés y su egoísmo empieza a primar.  Entonces comenzamos a preguntarnos: ¿Por qué somos tan poco racionales?, ¿por qué somos tan poco prácticos?, ¿por qué somos tan injustos? Pero como muchos llevan un filósofo dentro, pronto las preguntas adquieren otro cariz: ¿Por qué un hombre debe ser razonable o moral si con ello sale perjudicado? ¿por qué no debe una persona actuar egoístamente?

Después de todo, lo que el ser humano (salvo el necio y el cínico) termina aprendiendo es que la razón y la lógica no son suficientes para regular nuestros comportamientos. Algo más es necesario  ante el interés propio que se manifiesta casi omnipotente frente a los débiles argumentos de la lógica. Uno descubre  la falacia del irenismo rousseauniano al ver que el carácter egoísta parece ser una constante de la  naturaleza del ser humano. Que tenemos una inclinación egocéntrica y estamos tan inmersos en ella  de tal modo que difícilmente la podemos descubrir en nosotros mismos, y que parece imposible liberarnos de ella. En ciertos momentos de lucidez nos daremos cuenta de esta espina clavada en lo más profundo del alma, pero como costará admitirla ya encontraremos razones morales y racionales para justificar nuestros actos ante nosotros mismos y ante los demás. ¡Ojo! en esto las personas que nos consideramos religiosas y  morales tampoco solemos salir muy bien parados. Al igual que a los demás, también nos resulta  complejo querer lo bueno, es decir ser objetivos, generosos y justos.

Parece existir algo en nuestro interior que nos inclina a promover lo nuestro frente a los demás. Y cuando las  circunstancias nos obligan a elegir entre nosotros  y el bien o la justicia, no es extraño que  descubramos que la capa  de la moralidad es muy delgada, a veces poco más que un simple baño. En un ambiente favorable podemos fingir, pero en situaciones como la de Shandong se pone de relieve que la verdadera virtud es sumamente costosa y parece ir contra alguna dimensión de la naturaleza humana. Parece que la verdadera virtud  es escasa. Esa visión típica de la secularidad occidental que incluye la bondad y racionalidad de la naturaleza humana, y que cree en la suficiencia de la razón para por sí sola guiarnos hacia los objetivos de la paz y la justicia, no resiste la realidad de la naturaleza y de la vida humana  cuando se encuentra en circunstancias menos ideales.

En pocas palabras, no basta la razón, necesitamos algo que nos guie en nuestra búsqueda de esa afirmación del otro, de ese valor que nos impulse a amar a los otros no por nuestro bien sino por el suyo. Necesitamos corazón, pero no un corazón de piedra, de pura materia sino un corazón de espíritu encarnado. ¿Dónde hallarlo? Ciertamente esto nos sobrepasa y parafraseando a Heidegger solo un Dios puede salvarnos.  Solo Dios puede restaurar, sanar y elevar nuestra naturaleza caída. Si tenemos multitud de ejemplos de naturalezas caídas, también los tenemos de otras naturalezas, naturalezas elevadas, naturalezas humanas que se han abierto a Dios.  Creo que todos hemos tenido esa experiencia excepcional que acontece al tener la fortuna de encontrarnos con un santo anónimo. Me refiero esas personas que se han cruzado en nuestras vidas y en las que hemos podido ver la acción transformadora de Dios, es conmovedor y profundamente esperanzador. En ellos tenemos el cuadro de lo que un ser humano puede ser si se deja tocar profundamente por Dios a través de una gracia que siempre es inmerecida.

La historia nos ha mostrado que la religión por sí sola no produce necesariamente la transformación del corazón del hombre, la historia está llena de personas religiosas, muchos de ellos clérigos, tan llenos de egoísmo y mezquindad como el que más. La religión, como señalaba Reinhold Niebuhr[4],  no es el lugar donde se resuelve automáticamente el egoísmo del hombre. Más bien, es allí donde ocurre la batalla final entre el orgullo humano y la gracia de Dios. Dado que el orgullo humano puede ganar la batalla, la religión puede convertirse en instrumento de pecado. Pero dado que el yo se encuentra con Dios y así puede rendirse a algo más allá de su propio interés, la religión puede proveer la única posibilidad para una liberación poco común al permitir liberar las cadenas que nos esclavizan a nosotros mismos. Y ese es otro nombre que podemos dar a ese  infierno del que solo Dios puede sacarnos.

Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote diocesano y Profesor de Filosofía

[1]C. R. Cloninger; R. W. Sussman, Origins of Altruism and Cooperation, Springer, Nueva York 2011.

[2]  H. Arendt, Eichmann en Jerusalen: un estudio sobre la banalidad del mal, Lumen, Barcelona 2012.

[3]   L. Gilkey, Shantung Compound: The Story of Men and Women Under Pressure, Harper and Row, Nueva York 1966.

[4] La cita de Niebuhr no es literal, la cita literal en    L. Gilkey, Shantung Compound: The Story of Men and Women Under Pressure, Harper and Row, Nueva York 1966.

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